Senador Dupont

Senador Dupont

Jorge Acero

13/08/2018

Llegué a pensar que si las nubes se ponían negras por estos días sería porque Senador estaría dejando pelos a diestra y siniestra en el cielo. Pero mi amigo Muhammed dice que Alá no les regaló alma a los perros y tal vez tenga razón; el horizonte sigue despejado. Tampoco se ven estrellas, así que Senador tampoco está cazando luciérnagas como en nuestras primeras noches.

Mi amigo está seguro de que es posible ganar el Edén si fuiste bueno con tus mascotas. Suena un poco injusto. Quisiera hablarle un rato al tipo que hizo las reglas. Quizá lo convenza de realizar algunos ajustes en su política y haga excepciones con los labradores negros.

Todo parece indicar, sin embargo, que Senador ya no existe en ningún lado. Aunque a veces me da la impresión de escucharlo en el balcón, donde se refugiaba cuando había que barrer y trapear. Siempre ponía cara de culpa hasta que mamá y yo terminábamos esas labores y él podía entrar al apartamento. Entonces se dejaba caer pesadamente sobre las baldosas blancas y se quedaba dormido al instante. Al rato el piso estaba de nuevo lleno de pelos. Más de una vez reflexioné sobre la inutilidad de esas faenas, pero la existencia siempre es así: un constante guiño a Sísifo.

Nunca en seis años el apartamento había estado tan limpio… y tan triste. Siento que no tengo motivo para llegar a casa o para despertarme temprano. Ya no tengo que seguir la atenta rutina de pasear con mi perro. La vida se simplificó a la fuerza. Y esta quizá sea la última lección que Senador me imparta. Una lección sobre la pérdida y el amor desperdiciado. Pero también hay una lección de metafísica. Si él está en alguna parte, conoce un secreto que sabré en mi momento. O no. Puede que simplemente todo se trate de un gran silencio. Y está bien así. (Me mata la curiosidad. No es cierto).

Incluso antes de haberlo conocido ya me enseñaba cosas. Mi primera clase con él fue en la novela La hierba roja de Boris Vian. Uno de sus personajes es un perro parlante que se llama Senador Dupont. Era un animal extraordinario, glotón como mi perro, que se sentaba a la mesa con Wolf, su amo, a hablar sobre Napoleón y Waterloo. Una tarde salieron de caza. Iban detrás de un uapití que Senador anhelaba con todo su ser. No tardaron mucho en encontrarlo. Días después, el perro declaró que dejaría de hablar. ¿Por qué? Porque ya era feliz, porque ya estaba completo. Para mí, era como si se deshiciera de su humanidad, de su inteligencia. ¿Por qué? Porque una de las cosas que nos separa de otros animales es el deseo. Y Senador ya había alcanzado su utopía. Entonces pensé, un poco descorazonado, que nosotros, los humanos, nunca alcanzaríamos algo parecido sin aniquilarnos. Así como no existe el cielo, tampoco la sociedades libres de clases. En fin, esta es una manera un poco aparatosa de decir que no hay felicidad completa.

No pasa así con las tribulaciones.

Con los días, Senador me enseñó a descender de la cumbre de mi egoísmo para ocuparme de alguien distinto a mí mismo. Aprendía la paciencia, la constancia y que la disciplina es una forma de amor. Mientras tanto, él aprendía a levantar la pata, a no cruzarse la calle, a no entrar a los baños ni al cuarto de mamá. Era un chico juicioso. Daba la pata, se sentaba cuando se lo ordenaban y no agarraba nada que no fuera suyo. No hizo muchos daños a lo largo de su vida, a excepción de unas ovejas y un rey mago del pesebre decembrino. Ambos desarrollamos un gusto por las caminatas largas y solía soltarlo para que corriera como loco en los parques. Todo cambió cuando otro perro le arrancó la puntita de la oreja en una pelea. Entonces lo llevaba a pasear con correa; o él me llevaba a mí, porque era un jovencito de 37 kilos de músculo y pelos. Me arrastraba por los pastizales llenos de luciérnagas.

Yo aprovechaba las caminatas para fumar un cigarro y pensar en alguna historia pendeja que quería escribir. En ocasiones me inventaba diálogos enteros y le pedía su opinión. Me gustaba contarle chistes en inglés, pero nunca le arranqué una carcajada. Y es que también teníamos nuestras diferencias. Senador odiaba montar bicicleta conmigo. Me hizo caer el par de veces en que lo intenté. Era muy terco y muy noble. Una noche nos asaltó un tipo con una pistola y, en lugar de defenderme, Senador le pasó la lengua por la mano. El ladrón le apuntó a la cabeza, pero no se decidió a disparar. Quisiera pensar que lo disuadió los ojos avellanas del negro.

Otro tema en que no nos pusimos de acuerdo fue acerca de su descendencia. De hecho, nunca le pedí su opinión para mandarlo a castrar. Murió virgen. ¿Fui egoísta? Sí, supongo. Me habían advertido que si no lo hacía, Senador sufriría de la próstata al llegar a la vejez. Pero ni llegó a la vejez ni conoció el amor. Y más allá de un par de ocasiones en que casi viola mi pierna, fui yo quien más lo amó… Con lo que fui, con lo que soy, con todo lo que me enseñó, con lo mucho que me ayudó a crecer.

Tampoco hablamos sobre la muerte. Senador no me dijo qué hacer con su correa, las vasijas del agua y la comida, ni con un hueso a medio morder que dejó por ahí. ¿Qué hacer con esta ausencia? No se supone que dolería tanto, ¿o sí?

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS