Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.29 «Capullo rojo»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.29 «Capullo rojo»

XXIX

Capullo rojo


Llegaron al puesto pasada la medianoche. Como dijo el baqueano, la lluvia cesó al tercer día. En el comienzo del día tercero el cielo se mantuvo gris pero ya no cayó agua. La luna permaneció emboscada esa noche tras la tupida cerrazón de las nubes.
Dos perros raquíticos les salieron al encuentro y ladraron como si los caballos fueron a amedrentarse de su enflaquecimiento. Cuando los caballos se detuvieron, los perros flacos se echaron a sus pies reverenciando a los recién llegados. Lucían sus costillas como condecoraciones del hambre perpetuo en el que vivían. Los puesteros le daban algunos huesos y trozos de pan duro que los animales comían con desesperación. ¿Carne? Solo lo que la caza en común lograba y que no era mucha. Los perros que se habían atrevido a servirse una cabra desquiciados por el hambre, fueron muertos a machetazos. Las cabras eran para proveer leche y la leche para los quesos. 
Los que sobrevivieron y fueron testigos de la matanza de sus pares, desde entonces se cuidaron muy bien de husmear los corrales donde se guardaban los animales. Flacos pero vivos, pareció que aprendieron. No tuvieron empacho tras la matanza de satisfacer antropófagos su hambre exaltados por el sabor de la carne de los propios. Si los hombres devoraban a los hombres, ¿qué pecado podría ser que un perro devorara a otro perro?
El puesto eran tres ranchos pobres. Distribuidos en un triángulo. Uno, el más grande, en el vértice del triángulo, los otros dos en la base. Esa disposición les permitía controlar el lugar desde sus ventanas en las cuatro direcciones. Entre los tres ranchos quedaba un amplio patio de tierra donde transcurría gran parte de las tareas diarias. Más allá de la base del imaginario triángulo, estaba el corral de las cabras. Una llama sobresalía entre ellas y miraba siempre en dirección al sur, como esperando algo que nadie, hasta entonces, podía imaginar.
En el que estaba al frente, se cocinaba y comía. Vivía allí al que llamaban Abundio con la Teresa, una mujer obesa, y sus dos perros bracos, manchados y famélicos. Tenía un gran salón, largo y angosto, una especie de salón de estar y trabajar en donde se hacía de todo, desde comer, cuando llovía, hasta trabajos menores en cuero o madera, artesanías a las que Abundio era afecto. Atrás la habitación del matrimonio.
La cocina estaba afuera, bajo una tupida enramada por la que no pasaba ni una gota de agua cuando llovía, a unos cuatro metros de distancia de la casa propiamente dicha. Así el olor de las comidas no invadía el hogar. En él se sentía el perfume del adobe del revoque de las paredes y el de la cal viva con el que estaba pintada. 
Más alejado, un cubil hecho de ramas recubiertas en cuero de potro, que obtenían de la caballada que moría, y gruesa paja ichu atada dispuesta sobre unas ramas para el techo, estaba el lugar donde bañarse. De piso, Teresa había entretejido ramas y paja brava para evitar embarrarse, aunque ella obligaba a Abundio a bañarse con unas ojotas de cuero para evitar que algún bicho lo tomara desprevenido y lo picara en los pies. 
Teresa había desarrollado un especial sentido contra las vinchucas, a las que perseguía para eliminarlas. Hasta entonces, tanto ella como Abundio se habían librado de sus picaduras que transmitían el chagas que dejaba a las personas arruinadas para toda la vida cuando no, las más de las veces sabían, se moría tempranamente por culpa de la enfermedad. La otra, la que llamaban Kori o “La Kori”, ya estaba picada de vinchuca y aunque al principio se sintió mala, para entonces decía que estaba lo más bien, como de costumbre.
En el rancho que estaba atrás, a la izquierda, vivía “La Kori”, soltera, aunque cada tanto encontraba hombre con qué enredarse. No era muy grande, pero sí cómodo. Dos amplios ambientes, suficientes para estar a gusto con alguna visita ocasional. No tenía pretensiones y si entraba en querencias, le sobraba lugar para el hombre. Dormía en una cama turca, plaza y media, lo bastante grande cuando estaba sola, y lo justita para apretujarse contra el hombre y no tener frío. Cuando hacía calor ni pensar en dormir abrazados. Quien estaba a su lado, las más de las veces caía al piso empujado por la muchacha que detestaba el oloroso sudor del amante.
Si Dios disponía una cría ya había decidido alzar otra habitación al fondo. Pero hasta entonces no había logrado embarazarse y eso que lo deseaba. Pensó si no había salido yerma y las viejas ya la habían avivado de que para eso no había gualicho que remediara la esterilidad. 
El que estaba a la derecha de la base del triángulo era para recibir algunas visitas, en general troperos de paso hacia algún retén con provisiones para la soldadesca. Estaba bien acomodado, porque ni Abundio, la Teresa y la Kori, les gustaba pasar por desatentos y no querían que anduvieran con comentarios con la comandancia.
Si los troperos, que solían andar de a pares, eran jóvenes y para nada groseros, alguno pasaba la noche en la cama turca de “La Kori”, abrazado al cálido cuerpo de la muchacha. Si eran viejos, la Kori ni los recibía, le dejaba a Don Abundio ocuparse de los visitantes.
Los dos habían convenido una señal para avisarse de la edad de los viajeros. La Teresa se burlaba del marido “haciendo de celestino de los caprichos de la muchacha”.
Si Abundio era quien los veía llegar antes que la Kori y los visitantes eran jóvenes, gritaba pidiéndole a la Teresa que pusiera la pava a calentar para tomar unos mates. 
—¡Teresa! ¡Teresa! –gritaba a viva voz–, poné la pava que vamos a tomar unos ¡bien calientes!
Kori salía al patio común con la yerba, para observar a los recién llegados. Si eran feos, se volvía para adentro y los dejaba montados sobre sus caballos. Era la Teresa la que salía a cebar esos mates amargos que devolvían el alma al cuerpo después de tan fatigoso viaje.
Si eran troperos viejos, Abundio gritaba “perro flaco y desgraciado”, y alguno de los bracos se llevaba una azotaina sin saber por qué razón era golpeado. Entonces “La Kori” ni se molestaba en salir al patio.
El rancho de las visitas era más pequeño que el de “La Kori”. Dos cuartos de dimensiones reducidas, separados por una cortina de yute uno del otro. En el primero, un camastro que la propia Kori había hecho con ramas traídas por Abundio cuando le tocaba algún recado por las zonas arboladas. En el otro, mesita destartalada y dos cajones de fruta que unos troperos les regalaron en alguna oportunidad y que usaban como asientos. 
Saliendo por el fondo, alejada de la vivienda, una letrina común a la ranchada, prolijamente escarbada en la tierra. Abundio se había tomado el trabajo de aparentar una taza de noche cuando hizo el pozo del cagadero, redondeando sus bordes para disimular la rusticidad del agujero. Al lado del hoyo un tacho con cal para arrojar sobre las inmundicias y evitar que las moscas usaran la letrina como cobijo para sus asquerosas e invencibles larvas.
Mirando por las ventanas que daban al norte, más allá, muchas leguas en esa dirección, estaba el primer retén donde debían arribar para entregar a la viajera. Un destacamento la esperaría para llevarla hasta el segundo retén, de donde partiría a otro y luego a otro, y así hasta un lugar que ninguno de ellos sabía dónde quedaba ni cómo se llegaba hasta allí.
Era un lugar en el que, se decía, los conquistadores habían sepultado vivos a los lugareños para terminar con sus repetidas sublevaciones para oponerse a la servidumbre a que querían reducirlos. Y por ello, desde entonces, maldecidos por los enterrados vivos, nunca más había llovido en esos parajes. 
Los sepultados maldijeron a sus verdugos y los condenaron a morirse disecados o matarse entre ellos locos de la sed y el hambre de oro y plata que los atribulaba. 
En el último de los retenes, se decía, la esperaría la comitiva del jefe o tal vez, incluso, el coronel en jefe mismo en persona. Luego entraría en la mansión y ya no se volvería a saber de ella. Viva para siempre, como juraba el Frutos, o tempranamente muerta, de la mansión no saldría, salvo que la comandancia decidiera si llegaba a vieja, llevarla a morir a otro lado como habían procedido con otras sirvientas. 
En el puesto, al oír llegar los viajeros, la primera en asomarse fue la Kori. La Teresa estaba en el rancho preparando empanadas de charqui y gritó llamando a Abundio para que supiera que lo esperaba. 
Abundio se apeó y amarró su caballo. En otro palenque estaba manso el reyuno arisco que mordió al hombre negándose a viajar donde la tormenta arreciaba. Cuando vio al jinete apearse y colocarse a su lado, lo frotó con el hocico en gesto de reconciliación. Abundio lo hubiera azotado, pero no tenía ningún sentido aporrear al animal. Lo acarició haciendo las paces. Los dos, después de todo, se necesitaban. Además, de solo verlo a Don Abundio todavía chorreando agua de la mojadura, el reyuno se habrá convencido de cuánta razón lo asistió para negarse a andar debajo de tamaña tormenta.
Frutos siguió por indicación de la Kori hasta el rancho de las visitas. Detrás, Juan, el chofer, los acompañó de cerca.
Juan acomodó el caballo al lado del de Frutos, desató la tira de cuero que sostenía a Amanda y luego se apeó para, ayudado por la Kori, bajar a la muchacha para llevarla hasta el camastro. Frutos entró con ellos para ayudar. Dejó al lado del camastro lo que quedaba de la pequeña valija de la sobreviviente.
La Kori les ordenó que se fueran, porque tenía que desvestir a la mujer para sacarle la ropa mojada. El chofer le indicó que oyera el silbido de los pulmones. La Kori sentó a Amada y la sostuvo con fuerza, apoyó su oreja en su espalda y escuchó con atención su fatiga. Con un además con la mano insistió para que se fueran. 
Los hombres salieron al patio común de los tres ranchos y se alejaron. La Kori cerró la puerta de la choza y se ocupó de cambiar a Amanda, vistiéndola con una ropa seca y abrigada que tenía para alguna ocasión especial. Luego la tapó con muchas mantas de lana de vicuña y, por encima, un poncho salteño rojo furioso como el ají picante que mascaba cada tanto la Kori para entretener las tripas. 
La Kori era tal vez tan joven o más que Amanda. Difícil calcular su edad. Solo Abundio sabía cuándo había nacido, pero ni se acordaba la fecha. Allí el tiempo se medía de una manera diferente y nadie solía recordar el día de su nacimiento. 
Era una muchacha rechoncha, de cara cuadrada, ojos negros y una cabellera abundante que llevaba trenzada. Muy alegre, de sonrisa franca y mirada vivaz.
Al lado del camastro donde arropó a Amanda, tenía un batán lleno de unos yuyos y jugos que solo ella entendía. Molió los ingredientes para hacer una pasta. De lejos parecía llajwa, y si hubiera dejado el mortero a la vista del Juan y del Frutos, de seguro alguno de los dos se habría llenado con entusiasmo la boca creyendo que se trataba de la sabrosa pasta picante que la Kori preparaba para acompañar empanadas y tamales. 
Pero no era condimento, era remedio. Un pastiche que alguien perdido en su infancia le enseño para curar todos los males del pecho, como el que tenía Amanda y por el que le costaba respirar, atacada por esa fiebre que la hacía convulsionar cada tanto.
Arropada como estaba, el calor que despedía su cuerpo la Kori podía sentirlo incluso sin estar muy próxima a ella. Cuando acabo de preparar la pócima, con una mano cerró la nariz de Amanda para obligarla a abrir la boca y luego, cuando estuvo completamente abierta, le derramó el gualicho bien adentro, hasta el fondo del garguero, lo que obligó a la desconcertada paciente a tragarlo sin remedio.
Amanda abrió sus ojos. Hacía casi dos días que no lo hacía y eso, para la Kori, era una buena señal. No podía decirse que su mirada fuera feliz, ni tranquila, ni expresara gratitud alguna. Su mirada estaba completamente vacía. 
El sabor del brebaje era repugnante y ella sintió deseos de vomitar. Pero la Kori no la dejó. Le tapó la boca con sus dos manos fuertes manos y le dijo sin medias palabras:
—No me vaya a vomitar el poncho. No se lo voy a perdonar nunca.
Y luego algo así como “aguante mujer, que eso le hará bien”, mientras la mantenía acostada y no le permitía moverse. También le reclamó que se mantuviera callada, si no hablaba, mejor. Hablar, entonces, no le serviría de nada.
Amanda no estaba en condiciones de decir ni media palabra. De haber podido, la hubiese puteado, sin duda, pero no tenía fuerzas. Estaba muy confundida por esa porquería que invadía su estómago y por la fiebre que no la dejaba distinguir dónde estaba y mucho menos quién era esa muchacha que la tenía aferrada para que no se moviera. Volvió a dormirse, de repente, tanto rápido como se había despertado.
Sudaba a mares bajo las gruesas mantas. Y el poncho salteño, con su pequeña y cerrada trama, no dejaba salir el calor de esa especie de capullo en que la Kori había transformado el camastro, dentro del cual Amanda estaba a punto de atravesar su segunda metamorfosis. Porque a partir de varias dosis del menjunje milagroso de la Kori, el que le hizo tragar contra su voluntad esa noche y dos días siguientes, la fiebre fue cediendo y ella recobrando no solo la fuerza, sino una lucidez como no había conocido hasta entonces.

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