Frontera

Hacía mucho frío, decidieron acercarse para darse calor mutuamente, el cubano no hablaba mucho, solo lo imprescindible, no quería delatarse con el acento, le parecía mejor mimetizarse y pasar inadvertido en medio del grupo. Había prácticamente adoptado al muchacho mestizo oriundo de Michoacán, seguramente menor de edad a pesar de que juraba tener dieciocho, había decidido protegerlo sobre todo cuando el chico le confesó sin malicia que llevaba algo de dinero.

El grupo era bastante grande, hasta habían tres mujeres centroamericanas, una de ellas hondureña que hablaba hasta por los codos con voz chillona, por lo que la hacían callar continuamente. En total eran doce contando al muchacho, la mayoría primerizos a excepción de dos norteños de Monterrey, que ya habían pasado varias veces al gabacho. Esta noche era la tercera vez que lo intentaban, la primera no pudieron cruzar el muro porque la migra estaba demasiado vigilante, patrullando con perros y mucha gente, por lo que el coyote había abortado y tuvieron que permanecer escondidos en una edificación abandonada, que se usaba como albergue temporal por los distintos grupos.

Igual habían tenido suerte de no juntarse tanta gente en el albergue improvisado y hasta pudieron comer unos tacos de chicharrón, que les supieron a gloria y que preparó en un comal una vecina bajita y regordeta pero servicial, allí pasaron todo el día y en la noche, la segunda, sí lograron pasar al otro lado y caminaron un buen rato guiados por los dos norteños más experimentados, hasta que llegaron al lugar convenido de antemano con el coyote, esperaron y esperaron por horas, transidos del frío del desierto y sin moverse pero el coyote no llegó nunca, quedó retenido por un tecnicismo en el puesto fronterizo del lado mexicano, así que tuvieron que regresar de nuevo agotados y francamente frustrados.

La tercera es la vencida – pensó el cubano -cuando esperaban por el coyote en el nuevo punto de reunión, después de haber caminado muchísimo toda la noche. Ya estaban del otro lado pero él no lo sabía o hubiera estado muy feliz, pero quizás demasiado ansioso como la vez anterior, no se había percatado porque en esta ocasión no habían bordeado el muro inacabado, los norteños que habían pasado tantas veces al otro lado sí lo sabían pero no dijeron nada, no querían que la mujer hondureña tan chillona y parlanchina los delatara o que los demás cometieran errores por el apremio y entonces pudiera ubicarlos la migra, así que se mantuvieron en silencio, tratando de calentarse en medio de la helada que comenzaba a escarchar la hierba rala, que crecía de tanto en tanto en el desértico suelo. La luna estaba brillante y alta en el cielo, el cubano admiraba el singular espectáculo de las miles y miles de estrellas encendidas, se dijo que solo una vez había visto tantas, en una noche despejada de los grandes cúmulos nimbos, en medio de la campiña de la isla durante una escuela al campo hacía muchos años y abrazando a Marilú, la chica que todos querían tirarse y que milagrosamente le había hecho caso a él, recordar lo puso nostálgico y se sintió triste de pensar como un día dejó ir a la chica más linda de la escuela, la madre de sus hijos.

Se mantuvieron escondidos en los pocos arbustos que crecían en la zona. A pesar de acercarse mutuamente, no lograban calentarse, el muchacho se frotaba enérgicamente las manos y las hundía en los bolsillos de su vieja chaqueta de mezclilla con el chiporro del forro ya muy desgastado, pero igual le decía por lo bajo que le dolían los dedos. Se dio cuenta que llevaban muchas horas sin probar bocado, cuando tomó un trago de agua de su galón plástico y sintió una sensación de angustiante vacío en su estómago, entonces se acordó de los tacos de chicharrón y la boca se le hizo agua, pero no le dijo nada al muchacho para no provocarlo, recordó que le quedaba una galleta de avena y la sacó con cuidado, evitando las miradas indiscretas, no pensaba compartirla con los demás, había tomado la precaución de envolverla en una servilleta para evitar el ruido del envoltorio plástico y nadie lo tomó en cuenta, entonces pensó que era un egoísta, que el muchacho también estaba muerto de hambre y la dividió por la mitad, así que lo tocó suavemente en el codo y puso la porción en su mano.

Comieron quedamente sin hacer ruido y pasaron inadvertidos, pero la media galleta solo le provocó un hambre atroz, así que bebió un largo trago de agua para intentar sin suerte acallar el sonajero de sus tripas, se preguntó la hora e instintivamente levantó la manga del abrigo, pero recordó que le había vendido su reloj a un tipo en Tijuana por unos pesos para poder pagarse una comida decente. La mayoría de sus compañeros de travesía habían atravesado todo México en el famoso tren llamado “La bestia”, se habían jugado la vida allí y era un milagro que las tres centroamericanas hubieran corrido con suerte, se rumoraba que una buena parte de las mujeres eran cuando menos violadas, otras vendidas como prostitutas en la frontera y las otras simplemente desaparecían, quizás asesinadas en el tren o fuera del mismo, el viaje en “La bestia” estaba controlado por pandillas y traficantes. Se preguntó que habrían tenido que hacer esas mujeres para llegar hasta allí y sintió asco solo de pensarlo. Excepto la chillona que se lo tomaba todo bien y que sospechaba que se la pasaba drogada, las otras dos mostraban una imagen diferente, se veían sencillamente tristes, obstinadas, creía incluso que ya habían tenido sexo más de una vez, obligadas por algunos de los hombres del grupo durante la estancia en el albergue improvisado, una de ellas exhibía un labio hinchado y un moretón oscuro bajo el ojo, lo que seguramente no eran resultado de caricias.

Le ofreció el galón al muchacho para que bajara la galleta, pensó que tal vez fueran las cuatro de la mañana, que faltaban un par de horas para amanecer y que el coyote no llegaba, si seguían allí mucho rato los pillaría alguien. Él tenía otra procedencia y por eso algunos lo miraban de hito en hito con desconfianza, no había tenido que subirse a “La bestia”, su viaje había sido mucho más amable, se había dado el lujo de llegar a Tijuana en un vuelo comercial, claro que había tenido mucha ayuda y lo agradecía muchísimo. Casi seis meses atrás, había arribado al puerto de Veracruz como oficial de máquinas de un carguero cubano con bandera panameña, llevaba unos años navegando, después de correr con la enorme suerte de ser admitido en la marina mercante, cuando terminó su servicio activo en la marina de guerra y después de un año de egresar de la academia naval del Mariel.

Muchos de sus compañeros de la academia se habían muerto de envidia, navegar en los mercantes significaba viajar por el mundo, pero sobre todo conseguir todo lo que en la isla estaba negado a la inmensa mayoría de la población y todo eso además solo con tener aguante, paciencia y determinación para pasarte meses en el mar, visitando otros puertos y desembarcando todo aquello que en Europa o Asia eran artículos de recambio, pero que en la isla eran novedad, como muebles, equipos de línea blanca, bicis y hasta motocicletas. Recordaba cómo había tenido la oportunidad de visitar varios países europeos, asiáticos y americanos, cuando en la isla casi nadie lograba las visas y los permisos de salida, durante el terrible período especial.

Cuando llegó al puerto de Veracruz seis meses antes, pidió autorización cruzando los dedos y cuando se lo concedieron, bajó del buque con urgencia pues la estancia sería está vez muy corta, el carguero solo haría una pequeña escala, entonces lo primero que hizo fue buscar un teléfono público y llamar al número que el amigo de su primo le había dado en Cuba. No sabía con certeza si tomarían la llamada o si lo admitirían, pero tenía que intentarlo, tenía fe en ese hombre al que conocía poco pero que ya había demostrado su buen corazón, al admitir en su casa a su primo Toño cuando este se quedó en el D.F. en su viaje de trabajo unos meses atrás, así que marcó el montón de números y esperó, ya era de noche así que pensó que nadie respondería cuando sonó varias veces el timbre, lo que le provocó una ansiedad tan grande que la boca se le secó de golpe, sin embargo, una voz de mujer del otro lado de la línea dijo:

– ¡Bueno!, y al principio se quedó tratando de reconocer la frase tan distinta al “oigo” de la isla, estaba emocionado así que tardó un momento en responder, tragando en seco y la mujer esta vez dijo: ¿bueno?, por lo que se apresuró a dar las buenas noches y preguntar con una voz que quiso hacer parecer tranquila.

– ¿Está el Sr. Ramírez? – a lo que la mujer dijo, ¡espere, lo comunico con el licenciado!

El corazón le dio un vuelco, sintió que se detenía por un momento y después corrió desbocado lo que lo asustó bastante, se dijo que debía calmarse y trató infructuosamente de poner la mente en blanco pero eso jamás le había funcionado, así que se sorprendió cuando escuchó la melosa e inconfundible voz del licenciado Ramírez que decía ¡bueno!, arrastrando la frase con parsimonia.

También tardó otro instante en responder cuando reconoció la voz y sin miramientos le espetó, ¡hola soy Javier, el primo de Toño, de Cienfuegos!, del otro lado de la línea se escuchó un ruido indefinido y acto seguido la frase entonada, ¡qué húbole wey!, ¿dónde andas?, ¡qué milagro! así que decidió ir al grano y respondió, ¡acá en Veracruz!, mi barco está en el muelle y no quiero regresar, pensaba irme para el D.F, ¿me recibes allá?, se quedó en suspenso casi temblando hasta que le llegó la respuesta, ¡claro compadre, vengase para acá y mande a esos mamones a la chingada!. Era lo que necesitaba escuchar, solo cargaba una pequeña mochila con unas pocas pertenencias así que estaba preparado, se quedó al teléfono el tiempo necesario para tomar nota de las indicaciones de cómo dirigirse a la terminal de autobuses, tomar el próximo y contener su ansiedad durante las más de cinco o seis horas de viaje por carretera, Ramírez le prometió esperarlo a su llegada a la Ciudad de México.

Lleno de esperanza pero también receloso y perseguido como todos los cubanos, gastó buena parte de los pesos que cargaba en tomar un taxi hasta la terminal, a donde llegó relativamente rápido pero no había autobús hasta dentro de dos horas, así que compró el billete y se fue a un rincón del salón a contar el poco dinero que le quedaba, calculaba que disponía solo de lo justo para tomar un refrigerio y las tripas le estaban sonando muchísimo por el hambre y los nervios, así que compró una torta de huevo y una coca cola en un kiosco, dio buena cuenta de ellos en solo minutos y se dispuso a esperar el anuncio de su viaje, mientras intentaba ocultar su ansiedad enfrascándose en la lectura del artículo de una vieja revista del que no lograba pasar del segundo párrafo, estaba demasiado nervioso y no podía evitar mirar continuamente el tablero de informaciones de salidas.

Las dos horas y media de espera le parecieron fácilmente el doble, casi enseguida de sentarse a “leer” le entraron ganas de orinar, pero no lo hizo porque estaba tan paranoico que creía que todos lo miraban acusadoramente y que en cualquier momento llegarían los segurosos del barco a buscarlo, ya los tenía identificados desde que salieron de La Habana, Esquivel al que le decían Pipo, el jabao corpulento que trabajaba con él en máquinas y el Juanca, al que le decían “la flecha”, el flaco largo de Bolondrón que fumaba como locomotora de leña, de ellos el más peligroso era Pipo, aunque se hacía el buena gente para sacarle información a la gente, él se había dado cuenta enseguida, tenía un sexto sentido para los chivatos, desde que sorprendió a Bocanegra cuando eran chicos, pasándole informes a la profe Emilia apenas en quinto grado, ¡estos tipos de la seguridad eran tremendos, usaban hasta los chamacos!, así que en realidad podía ser cualquiera, por eso no las tenía todas consigo.

Antes de salir corrió por fin al maloliente baño de la central de autobuses veracruzana y liberó toda la carga de la vejiga de un tirón, pero aunque se dijo que no miraría atrás sí lo hizo, por lo menos un par de veces al cruzar el salón, pero nadie lo siguió, solo estaba preso por la paranoia. Después se asomó al andén y esperó a que se formara la pequeña fila en la se puso, mirando siempre para ver si aparecía “la flecha” o Pipo para entonces echar a correr, entregó su billete con el número 40 y se sentó en la ventanilla, atisbando todo el tiempo y tratando de imprimirle velocidad a los pasajeros que abordaban. Al fin respiró más calmado cuando la guagua enfiló hacia la calle desde el patio, pero no durmió durante todo el viaje dándole vueltas a tantas cosas en la cabeza, que terminó por tener una tremenda jaqueca derivada de la tensión del día.

Llegó bien noche a la terminal norte de la Ciudad de México y cuando bajó los escalones del autobús, su primo y Ramírez lo esperaban en el andén. De esa noche en adelante había vivido con la meta de irse a Miami, pero no sabía cómo, inexplicablemente nadie parecía tener la información precisa de qué hacer a pesar de que había consultado a mucha gente. Con el pasar de los meses, se hizo evidente que siempre era más fácil decirlo que hacerlo, estaba mortificado, frustrado y veía como sus ahorros disminuían a ojos vistas, sin que pudiera hacer nada para impedirlo y todavía debía costar su viaje al otro lado, había intentado trabajar pero solo conseguía trabajos poco remunerados y aunque se trasladó a Acapulco, hacerle de mecánico apenas le daba para pagar sus gastos.

Al fin después de tanta insistencia se hizo la luz, apareció un contacto en la frontera que lo podría pasar por Tijuana hacia San Diego del otro lado, se emocionó tanto que se le saltaron las lágrimas y entonces regresó a la Ciudad de México a esperar. El que espera, desespera, así que a las dos semanas ya estaba tan desesperado, que casi se había comido la mitad de las uñas y cuando por fin recibió el aviso, sintió una mezcla de júbilo y de miedo a lo desconocido, similar a la primera vez que se paró en el puente del buque en su primer viaje y divisó el océano Atlántico, inmenso, poderoso y sobrecogedor.

Su primo Toño lo había despedido en el aeropuerto cuando se dirigió a Tijuana, con el pasaje que le había obsequiado Ramírez de manera sorpresiva, lo cual se obligó a no olvidar jamás, ¡la gente buena si existe!, Toño se había negado a acompañarlo, hubiera sido más fácil si estaban juntos pero él quería probar suerte en México, lo cual era un error desde su punto de vista, para él bien valía la pena correr el riesgo si la recompensa era alcanzar el american way of life y estaba dispuesto a asumir cualquier riesgo para conseguirlo. Ahora repasaba en su mente todo eso, el tiempo que pasaba cavilando le hacía sentir menos frío, a pesar de que éste se colaba a través de la tela de su delgada sudadera y se hacía sentir con mayor intensidad cuando dejaba de pensar y volvía a la realidad, se pegó al muchacho instintivamente buscando un poco de calor y no pudo evitar recordar de nuevo los tacos, ¡tenía mucha hambre!, así que tomó otro largo trago de agua y cerró los ojos para soñar despierto otro rato.

Casi clareaba cuando el coyote llegó acompañado de otro tipo que no hablaba y los guiaron hacia un camino más adentro, donde los esperaba una camioneta oscura con cabina, se subieron en silencio pero con urgencia y partieron rápidamente. Perdió un poco la noción del tiempo y ya no supo cuánto condujeron ni hasta dónde, pero de pronto el vehículo se detuvo y alguien abrió la puerta trasera, estaban en una calle lateral de algún lugar de San Diego, a lo lejos se veía una avenida transitada por una enorme cantidad de coches, una gasolinera Shell y una cafetería Denny’s, el paisaje de seguro no era mexicano, ¡por fin estaba donde quería!, miró alborozado a su joven compañero de viaje y también se sintió feliz por él, bajó de un salto y le tendió la mano al muchacho, luego lo atrajo hacía sí y lo abrazó de puro gusto, hasta le dio la mano al coyote y le dedicó una sonrisa a los demás, entonces se dispuso a buscar un teléfono público, para marcar el otro montón de números que le permitiera contactar al desconocido tío abuelo, que desde hacía más de treinta años vivía para suerte suya en la ciudad. Ahora finalmente se sentía libre, lleno de esperanza y dispuesto a todo, ya no le importaba que Miami estuviera lejos, sabía que llegaría y cuando lo hiciera, comenzaría la batalla por reencantar al amor de su vida y recuperar a su familia desde la isla, ¡mañana será otro día!, se dijo y no pudo dejar de recordar la emblemática frase final de Scarlett O’Hara en “Lo que el viento se llevó”, es cierto que no tenía a Tara pero se tenía a sí mismo, de eso estaba seguro…¡mañana sería otro día!

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