LOS DISCÍPULOS DE SÓCRATES

LOS DISCÍPULOS DE SÓCRATES

LOS DISCÍPULOS DE SÓCRATES

ESTEBAN GALVÁN

INTRODUCCIÓN

La realidad se nos presenta generalmente como algo definido y obvio, más bien preciso, evidente y concretamente simple.

Lejos de esto, la realidad es más compleja de lo que parece ser, es una sumatoria de percepciones, vivencias, sentimientos, emociones, ideas, pensamientos y demás elementos, que se unen en una complejísima red de manifestaciones.

Pero los seres humanos necesitamos una visión unificada del mundo para poder vivir tranquilos, para explicar las cosas que pasan desde uno o quizás unos pocos puntos de vista que tienden a hacer encajar la realidad en la explicación de la misma y no al revés.

Por obvio que parezca, las obviedades tienden a no ser tales, lo evidente puede convertirse en enigmático y misterioso, si solamente enfocamos mejor el lente que nos permite lograr una mejor visión de la realidad.

De esto precisamente trata la filosofía, de la maravillosa experiencia que tiene lugar cuando uno decide y descubre el mundo que lo rodea en sus distintas y múltiples acepciones y colores. Y de ésta forma, también se descubre a sí mismo como algo que antes no era o no lograba ver como posible.

La práctica de la reflexión y el pensamiento crítico han sido desde siempre atributos de una disciplina que se generó de la mano de hombres que se encontraban en cierto modo insatisfechos e incompletos con lo que veían, escuchaban u observaban de la realidad.

Y en éste contexto está Sócrates, el gran filósofo griego, creador de un método filosófico que posibilitaba hacer parir verdades donde parecía no haber nada y generar incertidumbre donde existían certezas.

De esta manera, Sócrates nos entregó un legado de un valor único y con consecuencias sorprendentes para todos nosotros: el pensar por si mismos, el aprender a pensar.

Ésta capacidad humana se encuentra ahí, en todos nosotros, esperando a que la pongamos en funcionamiento, esperando a que realicemos el esfuerzo de cuestionar racionalmente nuestra realidad, no para anularla, sino por el contrario, para comprenderla en su más completa dimensión y en sus múltiples grados de complejidad.

Pues solamente asistiendo a la transformación del pensamiento podemos aspirar verdaderamente a la transformación de la realidad.

CAPÍTULO 1

Hacía un espléndido día de otoño, el sol se levantaba lentamente por sobre las copas de los árboles que se sacudían a ritmo moderado, recibiendo la primera brisa de la mañana que estaba por despertar.

Aquel era un barrio tranquilo, pacífico, adornado de verde casi por completo. Sus parques, plazas y calles contrastaban perfectamente con sus casas pintadas y adornadas de colores tan diversos que, con la primera luz de la mañana daba una sensación y un espectro multicolor.

El movimiento matinal que comenzaba ya hacía sentir los primeros sonidos de motores, bocinas y voces de transeúntes, con los sonidos a la distancia de las fábricas más cercanas con sus torres de humo.

A Gastón, como cada mañana, el levantarse le estaba costando un poco más de lo debido; parecía como si tuviera que asistir obligadamente a un sufrido ritual que volvía a repetirse una y otra vez, mañana a mañana, día a día. Le parecía que, si bien el año curricular de clases ya hacía un buen rato que había dado inicio, no lograba acomodarse del todo a la rutina diaria que le imponía su ritmo.

Quizás lo que sucedía era que no estuviera hecho para estudiar, no al menos él, no logrando entender por qué su madre se esforzaba en insistir y recordarle una y otra vez lo importante que era para su futuo el acudir a clases regularmente y cumplir sus tareas de estudiante. Le había repetido hasta el cansancio que si no estudiaba no conseguiría nada importante en la vida, que ésta no tendría sentido y valor y por consiguiente no lograría nunca ser feliz.

A Gastón sencillamente le parecía que su madre podía estar exagerando un poco, para que ocupara su tiempo en los estudios y no se quedara en casa sin hacer nada o conectado a las redes sociales. ¿Qué tan malo podía resultar no estudiar? ¿Qué consecuencias de las que repetía su madre serían ciertas? ¿Y si simplemente trabajaba en algo para ganar dinero y poder sobrevivir?

Gastón conocía y tenía contactos con jóvenes de su vecindad que, habiendo renunciado a sus estudios, debieron afrontar la responsabilidad de trabajar tempranamente para ganarse la vida. Quizás ese era también su destino, si es que existía un destino ya prefijado para cada persona. En lo pronto era algo que Gastón no lograba visualizar del todo claro.

Marta, madre de Gastón a los veinte años, supo unirse en matrimonio con el padre de su hijo, Pablo, tres años mayor que ella. Al tiempo de estar juntos recibieron la noticia de la llegada de su segundo hijo, Guzmán.

Marta, al cuidado de sus dos hijos pequeños no se las arreglaba para poder trabajar a la vez. La familia se mantenía pues con los ingresos económicos que podía suministrar Pablo, de trabajos zafrales esporádicos, de empleos mal remunerados y con excesiva carga horaria, en definitiva, de una inestabilidad laboral acuciante.

No se sabe bien si las dificultades económicas, las peleas constantes de la pareja o la pérdida progresiva del amor, conjuntamente con la crianza de los hijos para la que nadie prepara ni tampoco alerta de su dificultad, hicieron que la pareja se separara definitivamente y Pablo abandonara el hogar para no volver jamás.

De eso hacía ya poco más de diez años y en algunas ocasiones Gastón recordaba a su padre, en algún juego compartido, con su rostro ensimismado en los conflictos y dificultades derivados de las preocupaciones constantes que atravesaba. No sabía muy bien si lo echaba de menos, quizás no lo había llegado a conocer demasiado, quizás ya no lo recordaba lo suficiente.

Lo que si a Gastón le quitaba el sueño era el hecho de no haberlo vuelto a ver, de que su padre se hubiera ido para siempre. ¿A dónde? ¿Por qué? ¿Qué motivos son los que llevan a un padre a abandonar sin más a sus hijos y no buscar un encuentro posterior? ¿Le habría sucedido algo? Si fuese así, su madre le hubiese comentado algo en las repetidas oportunidades que le preguntó acerca de este misterioso episodio.

En definitiva, era algo que Gastón no resolvería por ahora.

El alba despuntaba por el horizonte. Gastón, ya casi listo para comenzar un nuevo día, veía como su hermano menor aún dormía profundamente en el cuarto que ambos compartían, provocándole por momentos cierta envidia. Su hermano Guzmán concurría a clases por la tarde y eso le daba de ventaja una par más de horas de sueño.

Gastón concurría a clases a pie, caminando a paso firme con la mochila a sus espaldas. Lo separaban del liceo unas cinco manzanas, trayecto que, en unos pocos minutos, recorría ágilmente y sin dificultad ninguna.

El liceo estaba enmarcado en el entorno particular de aquella zona; un edificio de grandes proporciones, con aulas espaciosas y muy iluminadas, con un patio amplio y bien distribuido y una estructura edilicia sólida y bien conservada.

El timbre, anunciando el inicio de clases, lo recibió en el preciso momento en que atravesaba la entrada principal.

CAPÍTULO 2

Las clases comenzaron con el formulismo obligatorio de las ecuaciones matemáticas de primera hora, continuaron con un repaso y evaluación de algunos conceptos sobre biología que, según la profesora de turno, ya debían de estar incorporados y asimilados en sus alumnos.

Para finalizar la jornada educativa, era el turno de filosofía.

Filosofía.

Algo no lograba captar y entender del todo de aquella asignatura, parecida a las demás pero a su vez diferente, pero por el momento no podía entender por qué.

La clase transcurría en un tiempo anterior, bastante anterior al actual; el profesor mencionaba a un tal Sócrates, filósofo él, que estaba siendo condenado y sentenciado por algo que Gastón no lograba entender bien.

Observaba como alguno de sus compañeros de clase escuchaban atentos la intrigante historia del gran filósofo griego, preguntaban al respecto y participaban con fluidez, aspectos que a Gastón le parecían excesivos y fuera de su alcance.

– ¡Qué cosa con éstos! – pensó para si. Se habrán pasado la noche estudiando o simplemente querrían hacer buena letra. Pero la verdad era que se mostraban por demás animados. Y entre sus principales animadoras estaba ella: Lucía, la joven más encantadora que jamás Gastón había visto. Su piel suave y blanca, sus ojos verde azulados, su pelo cayendo sobre sus hombros formando unos perfectos bucles, su cuerpo por cierto esbelto, con curvas que tenían la medida justa y necesaria.

Ahí estaba ella.

Lucía provenía de una institución parecida a la de Gastón, al menos así se lo imaginaba él; aunque a juzgar por sus modos finos, su lenguaje amplio y delicado, parecía que había llegado a su clase de un universo totalmente diferente, de otra galaxia quizás.

Ahí estaba ella, hablando, discurriendo en detalles y citas bibliográficas, interactuando con el profesor de una forma natural y a su vez elocuente.

A Gastón no se le ocurrió otra mejor idea que solamente observarla desde unos bancos laterales ubicados más al fondo del aula. Y por un momento se encontró mirándola con semejante encantamiento que había olvidado cerrar la boca.

Era uno de los pocos motivos que hacían que Gastón se levantara mañana a mañana y se pusiera en marcha hacia el liceo. Saber que la vería era la dosis de energía que lo hacía aceptar pasivamente la decisión de que estudiara para ser alguien en la vida, según decía.

Gastón claro que tenía lo suyo: era alto, atlético, bien proporcionado, su cabello liso y sedoso a la vez le caía como cascada hacia la frente, siempre dejando al descubierto unos grandes y penetrantes ojos marrones.

Ella le había mirado con un leve cabeceo en más de una oportunidad y el, simplemente, le había regalado una tímida sonrisa. Quizás, solo quizás, en algún momento se animaría a cruzar algunas palabras con Lucía. Sería más fácil – pensó – mientras la clase transcurría vertiginosamente hacia la síntesis y cierre del final, si pudiera acercarse a ella desde el mismo nivel de entusiasmo y consideración hacia el conocimiento que ella parecía profesar.

Y así, sin pensarlo demasiado, decidió sin más, demostrar un falso interés hacia la problemática establecida en torno al filósofo en cuestión, para de ésta manera llamar la atención de Lucía, comentando con voz fuerte e interrumpiendo abruptamente la exposición del profesor, algo como esto:

– Me parece que si Sócrates lo hubiese pensado más tiempo y se hubiese retractado públicamente de las acusaciones que contra él se levantaban, no hubiese sido condenado ni encontrado culpable y, en consecuencia, no hubiese muerto, por lo menos no en ese momento.

Y una vez que esbozó el comentario, incluso por un instante, le pareció que su razonamiento era perfectamente lógico y cerraba bastante atinadamente. Por lo menos, era la forma en que hubiese actuado el si se encontraba en una situación similar.

Pero inmediatamente notó que algo no iba bien; bastó mirar a Lucía y a los compañeros que se encontraban a su alrededor para darse cuenta que no solo había metido la pata sino que la había enterrado hasta la rodilla.

Los rostros de quienes lo observaban demostraban una total desaprobación a lo expresado, el de otros extrañeza, hubo hasta quienes se animaron a soltar una carcajada trayendo de regreso a la clase a algún que otro estudiante que, vaya a saber por qué razón, se encontraba en otro sitio en pensamiento y atención.

En su profesor encontró simplemente comprensión, paciencia y la invitación sincera para que, de acuerdo con lo que había comentado, lo intentara justificar y fundamentar de acuerdo a lo que conocía de la filosofía socrática.

– ¿Qué te parece Gastón si pensamos juntos, entre todos, lo que acabas de comentar y lo cotejamos a la luz del pensamiento socrática y su vida? ¿Por qué te parece que Sócrates no hizo lo que dijiste si eso le hubiese salvado de aquel aprieto? ¿Qué opinaría de la muerte? ¿Le temería? ¿Hubiera sido realmente él actuando de acuerdo a lo que propusiste que hiciera? ¿Podría actuar Sócrates de otra forma de cómo actuó? ¿Qué decir de la ironía socrática, utilizada hasta en sus momentos finales de existencia?

– ¡Cuántas preguntas! – pensó Gastón, no creyendo poder responder siquiera a alguna de ellas. ¿Ironía socrática? Ironía era esto que acababa de ocurrirle, ésta carta mal jugada que, en lugar de acercarlo, lo alejaba en lo pronto más a Lucía.

En ese preciso momento, el timbre anunciando el final de la clase cortaba el encantamiento y la tensión de la situación generada, levantándose y disgregándose rápidamente, uno a uno, los jóvenes alumnos.

CAPÍTULO 3

Atenas, primavera del año 399 a.C.

El gran salón estaba abarrotado de gente. El murmullo colectivo que se generaba denotaba una enorme tensión y nerviosismo.

El “tábano”, como así solían llamar a Sócrates, por lo molesto y fastidioso que podía llegar a resultar con sus insistentes y comprometedoras preguntas filosóficas, estaba actuando como abogado de si mismo en el juicio propiciado por las denuncias contra él formuladas de difamador, de adorador de dioses ajenos y por sobre todo, de intentar corromper a la juventud ateniense.

Sócrates, mientras hablaba, miraba fijamente a aquellos que lo acusaban, penetrando quizás en sus almas, en su corazón, en sus mentes. Muchos de los presentes se sentían profundamente intimados, bajando la mirada por temor de encontrarse con la del filósofo.

El silencio que generaba su oratoria, su exposición, sus fundamentos filosóficos, hacían aún más elocuentes sus palabras, dando el debido tiempo para digerir las mismas una a una.

Aún así, por momentos, aparecía nuevamente el murmullo colectivo. Era lo que Sócrates siempre provocaba: murmullo, comentarios a medias voces, silencio y otra vez murmullo.

“No sé, atenienses, la sensación que habéis experimentado por las palabras de mis acusadores. Ciertamente, bajo su efecto, incluso yo mismo he estado a punto de no reconocerme; tan persuasivamente hablaban. Sin embargo, por así decirlo, no han dicho nada verdadero. De las muchas mentiras que han urdido, una me causó especial extrañeza, aquella en la que decían que teníais que precaveros de ser engañados por mí porque, dicen ellos, soy hábil para hablar. En efecto, no sentir vergüenza de que inmediatamente les voy a contradecir con la realidad cuando de ningún modo me muestre hábil para hablar, eso me ha parecido en ellos lo más falto de vergüenza, si no es que acaso éstos llaman hábil para hablar al que dice la verdad. Pues, si es eso lo que dicen, yo estaría de acuerdo en que soy orador, pero no al modo de ellos. En efecto, como digo, éstos han dicho poco o nada verdadero. En cambio, vosotros vais a oír de mí toda la verdad; ciertamente, por Zeus, atenienses, no oiréis bellas frases, como las de éstos, adornadas cuidadosamente con expresiones y vocablos, sino que vais a oír frases dichas al azar con las palabras que me vengan a la boca; porque estoy seguro de que es justo lo que digo, y ninguno de vosotros espere otra cosa. Pues, por supuesto, tampoco sería adecuado, a esta edad mía, presentarme ante vosotros como un jovenzuelo que modela sus discursos. Además y muy seriamente, atenienses, os suplico y pido que si me oís hacer mi defensa con las mismas expresiones que acostumbro a usar, bien en el ágora, encima de las mesas de los cambistas, donde muchos de vosotros me habéis oído, bien en otras partes, que no os cause extrañeza, ni protestéis por ello. En efecto, la situación es ésta. Ahora, por primera vez, comparezco ante un tribunal a mis setenta años. Simplemente, soy ajeno al modo de expresarse aquí. Del mismo modo que si, en realidad, fuera extranjero me consentiríais, por supuesto, que hablara con el acento y manera en los que me hubiera educado, también ahora os pido como algo justo, según me parece a mí, que me permitáis mi manera de expresarme -quizá podría ser peor, quizá mejor- y consideréis y pongáis atención solamente a si digo cosas justas o no. Éste es el deber del juez, el del orador, decir la verdad.(…)

Recojamos, pues, desde el comienzo cuál es la acusación a partir de la que ha nacido esa opinión sobre mí, por la que Meleto, dándole crédito también, ha presentado esta acusación pública. Veamos, ¿con qué palabras me calumniaban los tergiversadores? Como si, en efecto, se tratara de acusadores legales, hay que dar lectura a su acusación jurada . «Sócrates comete delito y se mete en lo que no debe al investigar las cosas subterráneas y celestes, al hacer más fuerte el argumento más débil y al enseñar estas mismas cosas a otros». Es así, poco más o menos. (…) Pero no hay nada de esto, y si habéis oído a alguien decir que yo intento educar a los hombres y que cobro dinero , tampoco esto es verdad. (…) De mi sabiduría, si hay alguna y cuál es, os voy a presentar como testigo al dios que está en Delfos. En efecto, conocíais sin duda a Querefonte . Éste era amigo mío desde la juventud (…) Pues bien, una vez fue a Delfos y tuvo la audacia de preguntar al oráculo si había alguien más sabio que yo. La Pitia le respondió que nadie era más sabio. Acerca de esto os dará testimonio aquí este hermano suyo, puesto que él ha muerto. Pensad por qué digo estas cosas; voy a mostraros de dónde ha salido esta falsa opinión sobre mí. Así pues, tras oír yo estas palabras reflexionaba así: «¿Qué dice realmente el dios y qué indica en enigma?

Yo tengo conciencia de que no soy sabio, ni poco ni mucho. ¿Qué es lo que realmente dice al afirmar que yo soy muy sabio? Sin duda, no miente; no le es lícito.» Y durante mucho tiempo estuve yo confuso sobre lo que en verdad quería decir. Más tarde, a regañadientes me incliné a una investigación del oráculo del modo siguiente. Me dirigí a uno de los que parecían ser sabios, en la idea de que, si en alguna parte era posible, allí refutaría el vaticinio y demostraría al oráculo: «Éste es más sabio que yo y tú decías que lo era yo.» Ahora bien, al examinar a éste – pues no necesito citarlo con su nombre, era un político aquel con el que estuve indagando y dialogando – experimenté lo siguiente, atenienses: me pareció que otras muchas personas creían que ese hombre era sabio y, especialmente, lo creía él mismo, pero que no lo era. A continuación intentaba yo demostrarle que él creía ser sabio, pero que no lo era. A consecuencia de ello, me gané la enemistad de él y de muchos de los presentes. Al retirarme de allí razonaba a solas que yo era más sabio que aquel hombre.

Es probable que ni uno ni otro sepamos nada que tenga valor, pero este hombre cree saber algo y no lo sabe, en cambio yo, así como, en efecto, no sé, tampoco creo saber. Parece, pues, que al menos soy más sabio que él en esta misma pequeñez, en que lo que no sé tampoco creo saberlo. A continuación me encaminé hacia otro de los que parecían ser más sabios que aquél y saqué la misma impresión, y también allí me gané la enemistad de él y de muchos de los presentes. (…)

Tras los políticos me encaminé hacia los poetas, los de tragedias, los de ditirambos y los demás, en la idea de que allí me encontraría manifiestamente más ignorante que aquéllos. Así pues, tomando los poemas suyos que me parecían mejor realizados, les iba preguntando qué querían decir, para, al mismo tiempo, aprender yo también algo de ellos. Pues bien, me resisto por vergüenza a deciros la verdad, atenienses. Sin embargo, hay que decirla. Por así decir, casi todos los presentes podían hablar mejor que ellos sobre los poemas que ellos habían compuesto. Así pues, también respecto a los poetas me di cuenta, en poco tiempo, de que no hacían por sabiduría lo que hacían, sino por ciertas dotes naturales y en estado de inspiración como los adivinos y los que recitan los oráculos. En efecto, también éstos dicen muchas cosas hermosas, pero no saben nada de lo que dicen. Una inspiración semejante me pareció a mí que experimentaban también los poetas, y al mismo tiempo me di cuenta de que ellos, a causa de la poesía, creían también ser sabios respecto a las demás cosas sobre las que no lo eran. Así pues, me alejé también de allí creyendo que les superaba en lo mismo que a los políticos. En último lugar, me encaminé hacia los artesanos.

Era consciente de que yo, por así decirlo, no sabía nada, en cambio estaba seguro de que encontraría a éstos con muchos y bellos conocimientos. Y en esto no me equivoqué, pues sabían cosas que yo no sabía y, en ello, eran más sabios que yo. Pero, atenienses, me pareció a mí que también los buenos artesanos incurrían en el mismo error que los poetas: por el hecho de que realizaban adecuadamente su arte, cada uno de ellos estimaba que era muy sabio también respecto a las demás cosas, incluso las más importantes, y ese error velaba su sabiduría. De modo que me preguntaba yo mismo, en nombre del oráculo, si preferiría estar así, como estoy, no siendo sabio en la sabiduría de aquellos ni ignorante en su ignorancia o tener estas dos cosas que ellos tienen. Así pues, me contesté a mí mismo y al oráculo que era ventajoso para mí estar como estoy. A causa de esta investigación, atenienses, me he creado muchas enemistades, muy duras y pesadas, de tal modo que de ellas han surgido muchas tergiversaciones y el renombre éste de que soy sabio. (…)

Se añade, a esto, que los jóvenes. que me acompañan espontáneamente – los que disponen de más tiempo, los hijos de los más ricos – se divierten oyéndome examinar a los hombres y, con frecuencia, me imitan e intentan examinar a otros, y, naturalmente, encuentran, creo yo, gran cantidad de hombres que creen saber algo pero que saben poco o nada. En consecuencia, los examinados por ellos se irritan conmigo, y no consigo mismos, y dicen que un tal Sócrates es malvado y corrompe a los jóvenes. Cuando alguien les pregunta qué hace y qué enseña, no pueden decir nada, lo ignoran; pero, para no dar la impresión de que están confusos, dicen lo que es usual contra todos los que filosofan, es decir: «las cosas del cielo y lo que está bajo la tierra», «no creer en los dioses» y «hacer más fuerte el argumento más débil». (…)

«Sócrates delinque corrompiendo a los jóvenes y no creyendo en los dioses en los que la ciudad cree, sino en otras divinidades nuevas.» Tal es la acusación. Examinémosla punto por punto. Dice, en efecto, que yo delinco corrompiendo a los jóvenes. Yo, por mi parte, afirmo que Meleto delinque porque bromea en asunto serio, sometiendo a juicio con ligereza a las personas y simulando esforzarse e inquietarse por cosas que jamás le han preocupado. Voy a intentar mostraros que ésto es así.

– Ven aquí , Meleto, y dime: ¿No es cierto que consideras de la mayor importancia que los jóvenes sean lo mejor posible? – Yo sí. – Ea, di entonces a éstos quién los hace mejores. Pues es evidente que lo sabes, puesto que te preocupa. En efecto, has descubierto al que los corrompe, a mí, según dices, y me traes ante estos jueces y me acusas. Vamos, di y revela quién es el que los hace mejores. ¿Estás viendo, Meleto, que callas y no puedes decirlo? Sin embargo, ¿no te parece que esto es vergonzoso y testimonio suficiente de lo que yo digo, de que este asunto no ha sido en nada objeto de tu preocupación? Pero dilo, amigo, ¿quién los hace mejores? – Las leyes. – Pero no te pregunto eso, excelente Meleto, sino qué hombre, el cual ante todo debe conocer esto mismo, las leyes.

– Éstos, Sócrates, los jueces . – ¿Qué dices, Meleto, éstos son capaces de educar a los jóvenes y de hacerlos mejores? – Sí, especialmente. – ¿Todos, o unos sí y otros no? – Todos. – Hablas bien, por Hera, y presentas una gran abundancia de bienhechores. ¿Qué, pues? ¿Los que nos escuchan los hacen también mejores, o no? – También éstos. -¿Y los miembros del Consejo? – También los miembros del Consejo. – Pero, entonces, Meleto, ¿acaso los que asisten a la Asamblea, los asambleístas corrompen a los jóvenes? ¿O también aquéllos, en su totalidad, los hacen mejores? – También aquéllos. – Luego, según parece, todos los atenienses los hacen buenos y honrados excepto yo, y sólo yo los corrompo. ¿Es eso lo que dices? – Muy firmemente digo eso. – Me atribuyes, sin duda, un gran desacierto. Contéstame. ¿Te parece a ti que es también así respecto a los caballos? ¿Son todos los hombres los que los hacen mejores y uno sólo el que los resabia? ¿O, todo lo contrario, alguien sólo o muy pocos, los cuidadores de caballos, son capaces de hacerlos mejores, y la mayoría, si tratan con los caballos y los utilizan, los echan a perder? ¿No es así, Meleto, con respecto a los caballos y a todos los otros animales? Sin ninguna duda, digáis que sí o digáis que no tú y Ánito. Sería, en efecto, una gran suerte para los jóvenes si uno solo los corrompe y los demás les ayudan. Pues bien, Meleto, has mostrado suficientemente que jamás te has interesado por los jóvenes y has descubierto de modo claro tu despreocupación, esto es, que no te has cuidado de nada de esto por lo que tú me traes aquí. Dinos aún, Meleto, por Zeus, si es mejor vivir entre ciudadanos honrados o malvados. Contesta, amigo. No te pregunto nada difícil. ¿No es cierto que los malvados hacen daño a los que están siempre a su lado, y que los buenos hacen bien? – Sin duda. – ¿Hay alguien que prefiera recibir daño de los que están con él a recibir ayuda? Contesta, amigo. Pues la ley ordena responder. ¿Hay alguien que quiera recibir daño? – No, sin duda. – Ea, pues. ¿Me traes aquí en la idea de que corrompo a los jóvenes y los hago peores voluntaria o involuntariamente?

– Voluntariamente, sin duda. – ¿Qué sucede entonces, Meleto? ¿Eres tú hasta tal punto más sabio que yo, siendo yo de esta edad y tú tan joven, que tú conoces que los malos hacen siempre algún mal a los más próximos a ellos, y los buenos bien; en cambio yo, por lo visto, he llegado a tal grado de ignorancia, que desconozco, incluso, que si llego a hacer malvado a alguien de los que están a mi lado corro peligro de recibir daño de él y este mal tan grande lo hago voluntariamente, según tú dices? Esto no te lo creo yo, Meleto, y pienso que ningún otro hombre. En efecto, o no los corrompo, o si los corrompo, lo hago involuntariamente, de manera que tú en uno u otro caso mientes. Y si los corrompo involuntariamente, por esta clase de faltas la ley no ordena hacer comparecer a uno aquí, sino tomarle privadamente y enseñarle y reprenderle. Pues es evidente que, si aprendo, cesaré de hacer lo que hago involuntariamente. Tú has evitado y no has querido tratar conmigo ni enseñarme; en cambio, me traes aquí, donde es ley traer a los que necesitan castigo y no enseñanza. Pues bien, atenienses, ya es evidente lo que yo decía, que Meleto no se ha preocupado jamás por estas cosas, ni poco ni mucho. Veamos, sin embargo; dinos cómo dices que yo corrompo a los jóvenes. ¿No es evidente que, según la acusación que presentaste, enseñándoles a creer no en los dioses en los que cree la ciudad, sino en otros espíritus nuevos? ¿No dices que los corrompo enseñándoles esto? – En efecto, eso digo muy firmemente. (…) Examinad, pues, atenienses por qué me parece que dice eso. -¿Hay alguien, Meleto, que crea que existen cosas humanas, y que no crea que existen hombres? Que conteste, jueces, y que no proteste una y otra vez. ¿Hay alguien que no crea que existen caballos y que crea que existen cosas propias de caballos? ¿O que no existen flautistas, y sí cosas relativas al toque de la flauta? No existe esa persona, querido Meleto; si tú no quieres responder, te lo digo yo a ti y a estos otros. Pero, responde, al menos, a lo que sigue. -¿Hay quien crea que hay cosas propias de divinidades, y que no crea que hay divinidades? – No hay nadie. – ¡Qué servicio me haces al contestar, aunque sea a regañadientes, obligado por éstos! Así pues, afirmas que yo creo y enseño cosas relativas a divinidades, sean nuevas o antiguas; por tanto, según tu afirmación, y además lo juraste eso en tu escrito de acusación, creo en lo relativo a divinidades. Si creo en cosas relativas a divinidades, es sin duda de gran necesidad que yo crea que hay divinidades. ¿No es así? Sí lo es. Supongo que estás de acuerdo, puesto que no contestas. ¿No creemos que las divinidades son dioses o hijos de dioses? ¿Lo afirmas o lo niegas? – Lo afirmo. – Luego si creo en las divinidades, según tú afirmas, y si las divinidades son en algún modo dioses, esto sería lo que yo digo que presentas como enigma y en lo que bromeas, al afirmar que yo no creo en los dioses y que, por otra parte, creo en los dioses, puesto que creo en las divinidades. (…)

No es posible, Meleto, que hayas presentado esta acusación sin el propósito de ponernos a prueba, o bien por carecer de una imputación real de la que acusarme. No hay ninguna posibilidad de que tú persuadas a alguien, aunque sea de poca inteligencia, de que una misma persona crea que hay cosas relativas a las divinidades y a los dioses y, por otra parte, que esa persona no crea en divinidades, dioses ni héroes. Pues bien, atenienses, me parece que no requiere mucha defensa demostrar que yo no soy culpable respecto a la acusación de Meleto, y que ya es suficiente lo que ha dicho. (…)

Quizá diga alguno: «¿Pero no serás capaz de vivir alejado de nosotros en silencio y llevando una vida tranquila?» Persuadir de esto a algunos de vosotros es lo más difícil. En efecto, si digo que eso es desobedecer al dios y que, por ello, es imposible llevar una vida tranquila, no me creeréis pensando que hablo irónicamente. Si, por otra parte, digo que el mayor bien para un hombre es precisamente éste, tener conversaciones cada día acerca de la virtud y de los otros temas de los que vosotros me habéis oído dialogar cuando me examinaba a mí mismo y a otros, y si digo que una vida sin examen no tiene objeto vivirla para el hombre, me creeréis aún menos. Sin embargo, la verdad es así, como yo digo, atenienses (…)

Reflexionemos también que hay gran esperanza de que esto sea un bien. La muerte es una de estas dos cosas: o bien el que está muerto no es nada ni tiene sensación de nada, o bien, según se dice, la muerte es precisamente una transformación, un cambio de morada para el alma de este lugar de aquí a otro lugar.(…)

No obstante, ellos no me condenaron ni acusaron con esta idea, sino creyendo que me hacían daño. Es justo que se les haga este reproche. Sin embargo, les pido una sola cosa. Cuando mis hijos sean mayores, atenienses, castigadlos causándoles las mismas molestias que yo a vosotros, si os parece que se preocupan del dinero o de otra cosa cualquiera antes que de la virtud, y si creen que son algo sin serlo, reprochadles, como yo a vosotros, que no se preocupan de lo que es necesario y que creen ser algo sin ser dignos de nada. Si hacéis esto, mis hijos y yo habremos recibido un justo pago de vosotros. Pero es ya hora de marcharnos, yo a morir y vosotros a vivir. Quién de nosotros se dirige a una situación mejor es algo oculto para todos, excepto para el dios.”· 1

La asamblea había escuchado al gran filósofo; de fondo se escuchaba el murmullo que acompañaba siempre la elocuencia de sus palabras.

1.- “Apología de Sócrates” , Platón.

CAPÍTULO 4

El error de cálculo de última hora de Gastón lo habían dejado por demás frustrado y con la sensación de haber perdido la oportunidad única de acercarse a Lucía. Era algo que se reprocharía por siempre, no solamente en el trayecto de regreso a su casa.

Pero inesperadamente ocurrió lo imprevisto: cuando ya llevaba caminados unos cincuenta metros, una voz cordial y delicada lo llamaba justo desde sus espaldas, volviéndose casi instintivamente hacia su lugar de procedencia.

Era Lucía, que, acompañando el llamado con una cálida sonrisa, corría tras sus pasos para comunicarle algo más.

– Gastón, dijo ella, ¿así te llamas verdad? Que suerte que no te habías ido aún, tenía algo que comentarte.

– Mira, se apresuró a decir Gastón, si es por lo de la clase de filosofía realmente lo lamento, no quise…

– Escucha, lo interrumpió Lucía, no tienes que explicarte en nada, además no soy yo ni creo que nadie capaz de juzgar tus argumentos o modos de pensar. Eso lo dejamos para los dioses diría Sócrates ¿verdad?, se rió Lucía.

Lo que tengo para ti es una invitación para que, si no tienes mucho que hacer, nos reunamos hoy en mi casa. La idea es formar un grupo de estudio para ayudarnos mutuamente con las materias del liceo y así poder salir adelante entre todos. ¿Te gustaría formar parte del mismo?

Gastón no daba crédito a lo que acababa de escuchar. No se lo podía creer aún. La oportunidad que creía desaprovechada ahora le golpeaba a la puerta así sin más, en sus mismas narices. Se encontró a si mismo nuevamente y por segunda vez en el día, sin haber podido cerrar su boca.

– ¡Si, por supuesto! Se animó a decir Gastón.

Me sería de mucha utilidad y ayuda el poder estudiar con otros, respondió el joven, cuidando en usar el plural “otros” y no el singular “contigo”, para no evidenciar su interés principal.

– Muy bien entonces, afirmó Lucía.

Nos vemos a las cinco entonces en mi casa, aquí te he anotado mi dirección. ¿Ubicas el lugar?

– Si claro, respondió Gastón, está a solo unas pocas calles de mi casa.

– Genial entonces, nos vemos hoy allí, te estaré esperando. Y Gastón ¿me harías un favor?

– Si claro, por supuesto, respondió Gastón.

– Intenta entonces leer, aunque sea un poco, la “Apología de Sócrates” del filósofo Platón.

CAPÍTULO 5

Para la hora del encuentro con Lucía, el sol aún se encontraba alto por el poniente, reflejando con su brillo el paisaje en sus tonos cambiantes por la época del año. En las plazas, niños corriendo con sus cometas para intentar elevarlas al cielo, recordaban a Gastón su etapa de niño que ya había quedado atrás.

La casa de Lucía casi pertenecía al mismo barrio que el de Gastón; solamente esos límites imaginarios separaban a un barrio de otro haciéndolo cambiar abruptamente de nombre. Gastón se aproximaba con paso ansioso aunque seguro, divisando ya desde la esquina la casa de su compañera de clase.

La vivienda era una construcción moderna, con ladrillos a la vista, techo de tejas y un amplio jardín al frente. Por un pasadizo lateral se podía divisar, al fondo, un salón pequeño, por el cual se asomaba Lucía dándole la bienvenida.

– Me alegra que hayas venido, de verdad, dijo Lucía.

Gastón saludó con una amplia sonrisa aunque todavía desconcertado e intrigado por la invitación recibida hace unas horas atrás. La sola emoción de estudiar con ella, a solas, hacía que el suspenso e intriga del momento se esfumaran rápidamente.

– Bienvenido a nuestro club, dijo sonriendo Lucía, mientras abría la puerta del salón al fondo de la casa.

Pero para sorpresa de Gastón, lo que vio a continuación no estaba en sus planes para esa tarde.

Lejos se encontraba la posibilidad de estar a solas con su compañera: dentro ya del salón, sentados alrededor de una mesa, se encontraban cuatro jóvenes más, dos que conocía perfectamente pues eran compañeros de clase de este año, Betina y Juan, otros dos que nunca había visto en su vida. La cara de sorpresa y asombro de Gastón no fue disimulada en lo más mínimo y, como para romper el encantamiento, los jóvenes allí presentes saludaron amigablemente al recién llegado.

– Éste es nuestro pequeño grupo de estudios, añadió Lucía, el cual se reúne todas las semanas en general aquí en mi casa. De ti dependerá pertenecer o no a él. Todos aquí esperamos que así sea, ya que tenemos el deseo de poder contar con tu presencia.

– ¿Y qué es exactamente lo que vamos a hacer? Preguntó tímidamente Gastón.

– Bueno, para empezar, acercarnos a la lectura de diferentes textos, escritos, manuscritos o lo que sea que contemplemos según las circunstancias. La lectura en colectivo nos abre otras posibilidades de interpretación, de análisis, de discernimiento y, por supuesto, de ayuda y solidaridad en su entendimiento y comprensión.

Después de tu intervención de hoy en clase de filosofía, me tomé el atrevimiento de invitarte a compartir con nosotros ésta grata experiencia que compartimos nosotros, puesto que tu punto de vista sobre la vida y obra del filósofo Sócrates nos puede aportar a todos los aquí presentes, otras formas de ver y entender su obra filosófica.

– Yo solamente hice un comentario poco feliz, según me parece, ya que no recibí demasiada aprobación y una batería de preguntas por parte del profesor que realmente me dejaron aturdido, repuso Gastón.

– En relación a las miradas desaprobatorias, continuó Lucía, simplemente se deben a que nosotros admiramos realmente a Sócrates, pues su legado para la humanidad en general y para el hombre en particular es de una consideración e importancia capital, según creemos.

Pero debemos ser tolerantes y abiertos hacia quienes puedan opinar lo contrario. En definitiva, de eso se trata la filosofía, de eso se trata su actitud hacia la búsqueda constante de saberes y conocimientos que intenta por todos los medios alejarse de la actitud dogmática que a veces se suele imponer y fomentar.

¿Qué dices Gastón? ¿Te unirías a nosotros en este viaje, en ésta búsqueda incesante de conocimiento, es ésta aventura apasionante que se llama filosofía?

– Y exactamente, se animó a esbozar Gastón, ¿qué se supone qué son entonces?

– Muy fácil, respondió Lucía, somos los discípulos de Sócrates.

CAPÍTULO 6

Gastón demoró unos segundos en comprender el real significado de aquella afirmación. Por un momento estuvo a punto de soltar una risa cortada, pero inmediatamente frenó su impulso al ver las caras de aquellos jóvenes que, por su expresión seria y segura, confirmaban lo que Lucía acababa de expresar.

– ¿Los discípulos de Sócrates? Preguntó Gastón. Eso no era posible, no al menos en su escaso entendimiento y las pocas horas dedicadas a leer, como le había sugerido Lucía, el texto platónico mencionado.

– Que no usemos grandes túnicas hasta los pies y caminemos en sandalias supongo que no es un impedimento suficiente como para que ésto nos quite el mérito del cual nos enorgullecemos, respondió Lucía mirando a sus compañeros.

Somos herederos reales y por decisión propia de ese legado del que te hablaba. No es difícil de aceptar la posibilidad de que, desde aquellos primeros discípulos del filósofo, existió una línea ininterrumpida a lo largo del tiempo de jóvenes dispuestos a seguirlo, no ya al Sócrates de carne y hueso, sino a su doctrina filosófica que sigue tan viva como en la Grecia antigua.

Y como pasó en aquella época, así como estaban quien decidieron seguir sus pasos, también están los otros, los que intentaron y siguen intentando enjuiciarlo, condenarlo y matarlo. Por ésta razón, tratamos de mantenernos en el anonimato, siendo por demás reservados y cautos, pidiendo a cada uno de los que se van integrando a nuestros grupos la más sincera discreción y el mayor de los compromisos para con la causa.

– ¿O sea que ésto puede resultar peligroso?, preguntó Gastón.

– Siempre pensar por si mismos, críticamente, es peligroso, por lo menos así lo entienden algunas personas. Y ese es el gran legado que nos dejó Sócrates, el desafío constante de la reflexión, de la crítica filosófica a un orden de pensamiento ya instaurado pero no comprobado. Sócrates nos enseñó a dejar la pasividad en la que generalmente nos encontramos, aceptando acríticamente ciertos enunciados acerca de la realidad que damos por válidos sin previo análisis, y ponernos en marcha en búsqueda de una explicación nueva o mejor acerca de lo que creíamos conocer bien.

Como herramienta principal nos dejó la capacidad de comunicación entre los seres humanos, o sea, el diálogo, el buscar con el otro, para así derribar ciertas verdades que se creían hasta proféticas y edificar nuevos conocimientos, es decir, “parir” la verdad, “dar a luz” nuevas ideas.

En eso consistía el método socrático llamado “Mayéutica”, porque justamente significa “ayudar a dar a luz”, “ayudar a parir”, cuya inspiración estuvo dado por la madre del filósofo, doña Fenareta, de oficio partera.

Preguntabas acerca del peligro que conllevaba ser discípulos de Sócrates; pues bien, no parece menor querer ser dueños de nuestros propios puntos de vista acerca de las cosas, sobre todo cuando en toda sociedad, desde siempre, se intentó delimitar y dirigir desde líneas de pensamiento, roles, conductas, hasta las visiones más generales acerca del mundo y de la realidad.

CAPÍTULO 7

Atenas, siglo V a.C.

Sócrates, acompañado por sus discípulos va al encuentro del sofista Hipias, quien, al no poder evitar el encuentro, saluda resignadamente al filósofo. Éste retribuye su saludo con una serie de elogios y contemplaciones hacia su persona dignas de la ironía que tan bien manejaba y que le daba tantos buenos resultados.

SÓCRATES. -Elegante y sabio Hipias, ¿cuánto tiempo hace que no has venido a Atenas?

HIPIAS. -No tengo tiempo, Sócrates. Cuando Élide tiene que negociar algo con alguna ciudad, siempre se dirige a mí en primer lugar entre los ciudadanos y me elige como embajador, porque considera que soy el más idóneo juez y mensajero de las conversaciones que se llevan a cabo entre las ciudades. En efecto, en muchas ocasiones he ido como embajador a diversas ciudades, pero las más de las veces, por muchos e importantes asuntos, he ido a Lacedemonia; por lo cual, y vuelvo a tu pregunta, no vengo con frecuencia a estos lugares.

Sóc. -Esto es ser de verdad un hombre sabio y perfecto, Hipias. Lo digo, porque tú eres capaz de recibir privadamente mucho dinero de los jóvenes y de hacerles un beneficio mayor del que tú recibes, y también porque eres capaz, públicamente, de prestar servicios a tu ciudad, como debe hacer un hombre que está dispuesto a no ser tenido en menos, sino a alcanzar buena opinión entre la mayoría. (…)

Y si quieres otro caso, ahí está el amigo Pródico; ha venido muchas veces en otras ocasiones para asuntos públicos, y la última vez, recientemente, llegado desde Ceos en misión pública, habló en el Consejo y mereció gran estimación, y en privado, en sesiones de exhibición y dando lecciones a los jóvenes, recibió cantidades asombrosas de dinero. Ninguno de aquellos antiguos juzgó nunca conveniente cobrar dinero como remuneración ni hacer exhibiciones de su sabiduría ante cualquier clase de hombres. Tan simples eran, y así les pasaba inadvertido cuán digno de estimación es el dinero. Cada uno de éstos de ahora saca más dinero de su saber, que un artesano, sea el que sea, de su arte, y más que todos, Protágoras.

Hip. – No conoces lo bueno, Sócrates, acerca de esto. Si supieras cuánto dinero he ganado yo, te asombrarías. No voy a citar otras ocasiones, pero una vez llegué a Sicilia, cuando Protágoras se encontraba allí rodeado de estimación, y, siendo él un hombre de más edad y yo muy joven, en muy poco tiempo recibí más de ciento cincuenta minas; de un solo lugar muy pequeño, de Inico, más de veinte minas. Llegando a casa con ese dinero se lo entregué a mi padre, y él y los demás de la ciudad quedaron asombrados e impresionados. En resumen, creo que yo he ganado más dinero que otros dos sofistas cualesquiera juntos, sean los que sean.(…)

Sóc. -Así será, Hipias, si lo quiere la divinidad. Sin embargo, respóndeme ahora brevemente sobre esta cuestión, pues me lo has recordado con oportunidad. Recientemente, Hipias, alguien me llevó a una situación apurada en una conversación, al censurar yo unas cosas por feas y alabar otras por bellas, haciéndome esta pregunta de un modo insolente: «¿De dónde sabes tú, Sócrates, qué cosas son bellas y qué otras son feas? Vamos, ¿podrías tú decir qué es lo bello?» Yo, por mi ignorancia, quedé perplejo y no supe responderle convenientemente. Al retirarme de la conversación estaba irritado conmigo mismo y me hacía reproches, y me prometí que, tan pronto como encontrara a alguno de vosotros, los que sois sabios, le escucharía, aprendería y me ejercitaría, e iría de nuevo al que me había hecho la pregunta para volver a empezar la discusión. En efecto, ahora, como dije, llegas con oportunidad. Explícame adecuadamente qué es lo bello en sí mismo y, al responderme, procura hablar con la máxima exactitud, no sea que, refutado por segunda vez, me exponga de nuevo a la risa. Sin duda, tú lo conoces claramente y éste es un conocimiento insignificante entre los muchos que tú tienes.

Hip. -Sin duda insignificante, por Zeus, Sócrates, y sin importancia alguna, por así decirlo.(…) En efecto, como decía ahora, la cuestión no es importante y yo podría enseñarte a responder a preguntas incluso mucho más difíciles que ésta, de modo que ningún hombre sea capaz de refutarte.

Sóc. – ¡Ay, qué bien hablas! Pero, puesto que tú me animas, me voy a convertir lo más posible en ese hombre y voy a intentar preguntarte. Porque, si tú le expusieras a él este discurso que dices sobre las ocupaciones bellas, te escucharía y, en cuanto terminaras de hablar, no te preguntaría más que sobre lo bello, pues tiene esa costumbre, y te diría: « ¿acaso no son justos los justos por la justicia?» Responde, Hipias, como si fuera él el que te interroga.

Hip. -Responderé que por la justicia.

Sóc.-Luego ¿existe esto, la justicia?

Hip. -Sin duda.

Sóc. -Luego también los sabios son sabios por la sabiduría y todas las cosas buenas lo son por el bien.

Hip. – ¿Cómo no?

Sóc. – Por cierto, estas cosas existen, pues no sería así, si no existieran.

Hip. -Ciertamente, existen.

Sóc. – ¿Acaso las cosas bellas no son bellas por lo bello?

Hip. -Sí, por lo bello.

Sóc. – ¿Existe lo bello?

Hip. -Existe. ¿Cómo no va a ser así?

Sóc. – Dirá él: «Dime, forastero, ¿qué es lo bello?»

Hip. – ¿Acaso el que hace esta pregunta, Sócrates, quiere saber qué es bello?

Sóc. – No lo creo, sino qué es lo bello, Hipias.

Hip. – ¿Y en qué difiere una cosa de otra?

Sóc. – ¿Te parece que no hay ninguna diferencia?

Hip. – Ciertamente, no hay ninguna.

Sóc. -Sin embargo, es evidente que tú lo sabes mejor. A pesar de eso, amigo, reflexiona. No te pregunta qué es bello, sino qué es lo bello.

Hip. -Ya entiendo, amigo; voy a contestarte qué es lo bello y es seguro que no me refutará. Ciertamente, es algo bello, Sócrates, sábelo bien, si hay que decir la verdad, una doncella bella.(…)

Sóc. – «¡Qué agradable eres, Sócrates!, dirá él. ¿No es algo bello una yegua bella a la que, incluso, el dios ha alabado en el oráculo?» ¿Qué le contestaremos, Hipias? ¿No es cierto que debemos decir que también le yegua, la que es bella, es algo bello? ¿Cómo nos atreveríamos a negar que lo bello no es bello?

Hip. – Tienes razón, Sócrates, puesto que también el dios dice esto con verdad. En efecto, en mi tierra hay yeguas muy bellas. (…)

Sóc. – ¿Y una olla bella, no es acaso algo bello?(…)

Hip. – Así es, Sócrates, creo yo. También es bella esta vasija si está bien hecha, pero, en suma, esto no merece ser juzgado como algo bello en comparación a una yegua, a una doncella y a todas las demás cosas bellas.

Sóc. – Está bien. Ya comprendo, Hipias, que nosotros debemos responder lo siguiente al que nos hace tal pregunta. «Amigo, tú ignoras que es verdad lo que dice Heráclito, que, sin duda, el más bello de los monos es feo en comparación con la especie humana y que la olla más bella es fea en comparación con las doncellas, según dice Hipias, el sabio». ¿No es así, Hipias?

Hip. – Exactamente, Sócrates; has respondido correctamente.

Sóc. -Escucha. Yo sé que tras esto él dirá: «Pero ¿qué dices, Sócrates? Si alguien compara a las doncellas con las diosas, ¿no experimentará lo mismo que al comparar las ollas con las doncellas? ¿No es cierto que la doncella más bella parecerá fea? ¿Acaso no dice también Heraclito, a quien tú citas, que el hombre más sabio comparado con los dioses parece un mono en sabiduría, en belleza y en todas las demás cosas?» ¿Debemos admitir, Hipias, que la doncella más bella es fea en comparación con las diosas?(…)

Hip. – Si le respondes que lo bello por lo que él pregunta no es otra cosa que el oro, se quedará confuso y no intentará refutarte. Pues todos sabemos que a lo que esto se añade, aunque antes pareciera feo, al adornarse con oro, aparece bello.(…)

Sóc. – Excelente Hipias, ciertamente no sólo no aceptará esta respuesta, sino que se burlará mucho de mí y me dirá: «Tú, gran ciego, ¿crees que Fidias es un mal artista?». Yo le diré que de ningún modo lo creo.

Hip. – Y dirás bien, Sócrates.

Sóc. – Sin duda. Pero, cuando yo reconozca que Fidias es buen artista, a continuación él me dirá: «¿Desconocía Fidias esta especie de lo bello de que tú hablas?» «¿En qué te fundas?», le diré yo. Me contestará: «En que no hizo de oro los ojos de Atenea ni el resto del rostro, ni tampoco los pies ni las manos, si realmente tenían que parecer muy bellos al ser de oro, sino que los hizo de marfil; es evidente que cometió este error por ignorancia, al desconocer, en efecto, que es el oro lo que hace bellas todas las cosas a las que se añade». Si me contesta esto, ¿qué le debemos responder, Hipias?

Hip. – No es difícil: le diremos que obro rectamente. En efecto, también el marfil es bello, creo yo.

Sóc. – Él va a decir. « ¿Por qué no hizo de marfil el espacio entre los dos ojos sino de mármol, tras haber buscado una clase de mármol lo más parecida al marfil? ¿Acaso también el mármol bello es también una cosa bella?» ¿Diremos que sí, Hipias?

Hip. – Lo diremos, al menos cuando su uso es adecuado.

Sóc. -¿Cuando no es adecuado es feo? ¿Debo admitirlo, o no?

Hip. – Acepta que es feo cuando no es adecuado.

Sóc. – « ¿No es cierto, dirá él, que el marfil y el oro, sabio Sócrates, cuando son adecuados hacen que las cosas aparezcan bellas y cuando no son adecuados, feas?» ¿Negamos, o admitimos que él dice la verdad?

Hip. – Vamos a admitir que lo que es adecuado a cada cosa, eso la hace bella.

Sóc. – « ¿Qué es lo adecuado, dirá él, cuando se hace hervir, llena de hermosas legumbres, la bella olla de la que acabamos de hablar: una cuchara de oro o de madera de higuera?»(…)

Más adelante continúa Sócrates:

Sóc. – ¿Luego el poder es algo bello y la falta de poder, algo feo?

Hip. – Totalmente, Sócrates. Otras cosas te darán testimonio de que esto es así, sobre todo la política; entre los políticos y en sus propias ciudades ejercer el poder es lo más bello; no tener ningún poder es lo más feo.

Sóc. -Muy bien. Por los dioses, Hipias, ¿acaso por esto la sabiduría es lo más bello y la ignorancia lo más feo?

Hip. – ¿Qué estás pensando, Sócrates?

Sóc. – Conserva la calma, amigo. Me da miedo pensar qué es lo que realmente estamos diciendo.

Hip. – ¿Qué temes de nuevo, Sócrates? Ahora tu razonamiento se ha producido perfectamente.

Sóc. -Así quisiera yo, pero examina esto conmigo. ¿Acaso haría alguien algo que no conoce ni puede hacer en absoluto?

Hip. -De ningún modo. ¿Cómo va alguien a hacer lo que no puede hacer?

Sóc. -Los que cometen errores y hacen mal y lo hacen contra su voluntad, ¿no es cierto que no harían nunca esto si no pudieran hacerlo?

Hip. -Es evidente.

Sóc. -Luego los que pueden son potentes por el poder, no por la falta de poder.

Hip. -No lo son, ciertamente, por la falta de poder.

Sóc. – ¿Todos los que son potentes pueden hacer lo que hacen?

Hip. – Sí.

Sóc. -Todos los hombres hacen más males que bienes, empezando desde niños y cometen errores involuntariamente.

Hip. – Así es.

Sóc. – ¿Qué podemos decir? Este poder y estas cosas útiles para hacer el mal, ¿acaso vamos a decir que son cosas bellas o bien estamos lejos de ello?

Hip. -Lejos, Sócrates, pienso yo.

Sóc. -Luego, según parece, Hipias, lo potente y lo útil no es, para nosotros, lo bello.

Y para finalizar:

Sóc. -Querido Hipias, tú eres bienaventurado porque sabes en qué un hombre debe ocuparse y porque lo practicas adecuadamente, según dices. De mí, según parece, se ha apoderado un extraño destino y voy errando siempre en `continua incertidumbre y, cuando yo os muestro mi necesidad a vosotros, los sabios, apenas he terminado de hablar, me insultáis con vuestras palabras. Decís lo que tú dices ahora, que me ocupo en cosas inútiles, mínimas y dignas de nada. Por otra parte, cuando, convencido por vosotros, digo lo mismo que vosotros, que es mucho mejor ser capaz de ofrecer un discurso adecuado y bello y conseguir algo ante un tribunal o en cualquier otra asamblea, entonces oigo toda clase de insultos de otras personas de aquí y de este hombre que continuamente me refuta. Es precisamente un familiar muy próximo y vive en mi casa. En efecto, en cuanto entro en casa y me oye decir esto, me pregunta si no me da vergüenza atreverme a hablar de ocupaciones bellas y ser refutado manifiestamente acerca de lo bello, porque ni siquiera sé qué es realmente lo bello. «En verdad, me dice él, ¿cómo vas tú a saber si un discurso está hecho bellamente o no, u otra cosa cualquiera, si ignoras lo bello? Y cuando te encuentras en esta ignorancia, ¿crees tú que vale más la vida que la muerte?» Me sucede, como digo, recibir a la vez vuestros insultos y reproches y los de él. Pero quizá es necesario soportar todo esto: no hay nada extraño en que esto pueda serme provechoso. Ciertamente, Hipias, me parece que me ha sido beneficiosa la conversación con uno y otro de vosotros. Creo que entiendo el sentido del proverbio que dice: «Lo bello es difícil.»2.-

Al terminar de hablar Sócrates, la gente que había asistido a aquel espectáculo magnífico de alocución y conocimiento estaba tan confusa como el sofista de turno Hipias. Uno de los grandes sabios de Grecia, pues eso era lo que significaba sofista, “sofos”: sabio, quien gracias a su prestigio y demostrada competencia en asuntos públicos en el manejo de la retórica, de la oratoria, del arte de la persuación, se había acostumbrado por demás a ganar toda discusión y disputa a la que se enfrentaba y por ello a ganar grandes cantidades de dinero y darse una vida acorde a su prestigio, parecía sin embargo confundido, nervioso y por momentos contradictorio en lo que afirmaba que no tendría ningún inconveniente en contestar y demostrar.

Otra vez, como tantas, el filósofo lograba su cometido: murmullo, silencio, murmullo.

Sus discípulos seguían aquellas escenas, retenían aquellas palabras que formaban argumentaciones y las recordaban y reiteraban una y otra vez a lo largo del tiempo, incluso hasta nuestro tiempo.

Y otra vez el murmullo.

2.- “Hipias Mayor”, Platón.

CAPÍTULO 8

Ya sentado en torno a la mesa como uno más, Gastón se dejaba invadir por los textos filosóficos que allí se leían, tratando de seguir las sucesivas reflexiones al respecto por parte de sus compañeros.

– El hecho es, prosiguió Lucía, que cualquiera sea el texto filosófico que leamos, no importando si es referente a Sócrates o no, el resultado es el mismo: la problematización de nuestra existencia, de nuestra cotidianidad, de nuestro entorno y nuestra realidad temporal.

Ahora bien, no toda persona puede llegar a encontrarse en nuestra privilegiada situación, no todo sujeto está preparado para afrontar ésta problematización constante de nuestro vivir, pues el hacerlo implica un esfuerzo continuo y permanente, implica no dejarse seducir por así decirlo por las explicaciones y supuestos que aparecen ante nosotros en forma de verdades irrefutables. Implica entender que así como la realidad es dinámica y cambiante nuestra forma de pensarla también lo es y, por tanto, necesita de nuestra parte nuevas reformulaciones. Todo esto cuesta trabajo, Gastón, pero un trabajo que vale la pena para quien descubre sus consecuencias, y las consecuencias son incalculables, puedes creerlo.

La transformación del pensamiento es la única transformación real que posibilita luego la transformación de la realidad; así lo hizo Sócrates y esto le costó la vida. La realidad se puede cambiar, quizás no cueste mucho, pero si no se acompaña éste cambio con la transformación en la forma de pensar esos cambios, no hay modificaciones que tengan sentido, no existen cambios en su totalidad.

– Es realmente interesante, de verdad, lo que me cuentas, dijo Gastón. Nunca hubiese imaginado que el pensamiento tuviera tanto poder, un poder para cambiar al mundo, un poder para transformar al hombre.

– Pues si, prosiguió Lucía, es un poder que lo han experimentado quienes alguna vez han tenido una amplitud de pensamiento que los ha hecho percibir las cosas de otra forma, que han observado elementos invisibles a los ojos de la mayoría de las personas.

Nuestros enemigos, quienes pretenden y han pretendido siempre monopolizar el pensamiento para así manejarlo con discreción, lo saben y lo saben muy bien. Por eso nos persiguen y lo han hecho desde siempre, intentando separarnos, callarnos, alejarnos de sus centros de poder. Centros de poder que se encuentran en todas partes, en la esfera política de una sociedad, en la economía, pero también en lo referido a la administración de la educación, en el plano religioso, en la cultura en general como expresión de lo que el hombre hace y produce, expresa y manifiesta.

Para eso estamos nosotros, quienes rendimos culto al gran filósofo griego para no olvidarnos jamás que a la realidad hay que problematizarla, dialogarla.

Como verás Gastón, somos jóvenes aún, nuestro camino recién comienza, estamos en los primeros pasos de esta gran aventura que elegimos vivir juntos. Y ese es otro condimento más para seguir: tener la certeza y convicción de que, sumados años y experiencia en todos nosotros, las riquezas del conocimiento y el poder para utilizarlo serán herramientas sumamente sobredimensionadas.

Todos aquí fuimos elegidos cuidadosamente por nuestros mentores por así llamarlos, adultos que ya han recorrido una parte del camino y saben como llegar hasta ahí y lo que se experimenta al hacerlo. Nuestro guía en particular nos ha acompañado por cierto tiempo hasta que, como buenos discípulos, supimos encontrar la forma y manera para seguir solos y es así como tú nos encuentras.

Yo mismo he consultado con él a la hora de integrarte al equipo y él me ha dado su amplia aprobación.

– ¿Y se puede saber quién es ese guía del que me hablas? preguntó Gastón.

– Por supuesto que si, lo conoces muy bien, es nuestro actual profesor de filosofía.

CAPÍTULO 9

Del otro lado de la ciudad, a primera hora de la mañana, un teléfono sonaba insistentemente en una habitación casi vacía y sombría. El auricular es levantado y una voz cavernosa recibe la llamada:

– Diga.

– Gran Señor, disculpe la hora. Necesitaba hablar con usted.

– Juan, como has estado, hace tiempo que no tenemos novedades tuyas. Supongo que has estado por demás ocupado.

– Si así es, Gran Señor, pero tengo novedades de que informar inmediatamente.

– Pues adelante entonces.

– Ha habido un nuevo ingreso Gran Señor, un nuevo ingreso a nuestro grupo.

– Y eso que de nuevo tiene si se puede saber; ellos ingresan nuevos jóvenes a sus comunidades a un ritmo interesante. Por suerte para nosotros muchos de ellos desisten antes de que tengamos que intervenir.

– Si, así es Gran Señor, pero éste ingreso ha sido algo diferente, contra las reglas, imprevisible si se quiere.

– Te escucho Juan.

– Éste nuevo miembro, éste nuevo discípulo, no parece para nada que haya sido elegido por sus cualidades y capacidades filosóficas para la reflexión y la avidez de pensamiento; precisamente ha sido lo contrario lo que ha ocurrido Gran Señor y, según tengo entendido, ha sido avalado su ingreso por el guía del grupo, por el profesor.

– Vaya, vaya. Parece que si tenemos novedades entonces. Hay un cambio de planes en las reglas del juego que no sabemos que tan peligroso puede resultar. Has hecho bien Juan. Quiero que averigües todo lo relacionado con el novato y mantenme informado a la brevedad. Por mi parte informaré de la situación a mis superiores y te daré las directivas que precisas una vez las tenga. Estamos en contacto.

– Si Gran Señor, lo mantendré informado.

Del otro lado del tubo, el hombre llamado Gran Señor sabía por lo informado que se le avecinaba un gran desafío, algo más sombrío y oscuro que la habitación que lo albergaba en ese momento.

CAPÍTULO 10

– Mentes oscuras, Gastón, así le llamamos nosotros por lo que representan para el conocimiento y el pensamiento humano. Un agujero negro como los del universo que intenta llevarse consigo todo lo que lo rodea e ilumina. Clanes de Mentes oscuras desparramados por todo el planeta, adoptando diversas formas y manifestaciones colectivas y culturales, colándose en todo tipo de institución y organización, evitando el desarrollo del libre pensador, del buscador de conocimiento más allá del instituido como saber vigente y legítimo. Extorsionando, manipulando y persiguiendo a nuestros colegas discípulos, desacreditándolos públicamente, humillándolos hasta que se agoten, enjuiciándolos y por fin declarando su culpabilidad, para hacerles beber, como a Sócrates, el brebaje mortal de la cicuta.

Lucía y Gastón hablaban animados en uno de los tiempos de recreo entre clase y clase. Su relación se había afianzado rápidamente hasta hacerse muy íntimos. El compartir no solamente los tiempos de clases sino además sus reuniones secretas como discípulos del filósofo semana tras semana, había hecho de los dos jóvenes algo así como inseparables y confidentes.

– Recuérdalo siempre Gastón, dijo Lucía. El conocimiento y la actitud de búsqueda del mismo es lo que nos hace ser lo que somos, o por lo menos lo que queremos ser. Eso es algo con lo que no se negocia, es lo que realmente nos pertenece, algo de lo que uno debe sentirse orgulloso, algo que no se puede robar ni cambiar por dinero, fama o poder. Precisamente, el conocimiento es poder y la ambición de búsqueda del mismo es el camino para lograr la felicidad.

Sócrates incitaba a sus jóvenes seguidores a ser mejores cada día, a superarse constantemente, a no bajar los brazos ni dejar que nadie nos los baje. El ser mejores comenzaba con una máxima socrática que expresaba en la frase “conócete a ti mismo”. El conocimiento de uno mismo no podía siquiera pensarse sin el previo reconocimiento de nuestra propia ignorancia. Pero una ignorancia bien entendida, no de connotaciones negativas, sino al contrario, como camino para llegar al saber aún no alcanzado.

Sólo el ser humano que reconoce su incompletud, su deseo de conocer, puede estar preparado para emprender la búsqueda de conocimiento; sólo éste sujeto puede reconocerse sabio, ya que conoce su debilidad, reconoce que no sabe, se conoce a si mismo.

Entenderás en éstas palabras el espíritu y la intención de Sócrates cuando repetía una y otra vez hasta el cansancio su máxima inmortal: “Sólo se que no se nada”.

CAPÍTULO 11

Atenas, siglo V a.C.

SÓCRATES – Evidentemente, sobre estas cuestiones la situación está ahora así. Si en la conversación tú estás de acuerdo conmigo en algún punto, este punto habrá quedado ya suficientemente probado por mí y por ti, y ya no será preciso someterlo a otra prueba. En efecto, jamás lo aceptarías, ni por falta de sabiduría, ni porque sientas excesiva vergüenza, ni tampoco lo aceptarías intentando engañarme, pues eres amigo mío, como tú mismo dices. Por consiguiente, la conformidad de mi opinión con la tuya será ya, realmente, la consumación de la verdad. Es el más bello de todos, Calicles, el examen de estas cuestiones sobre las que tú me has censurado: cómo debe ser un hombre y qué debe practicar y hasta qué grado en la vejez y en la juventud. Pues si en algo yo no obro rectamente en mi modo de vivir, ten la certeza de que no yerro intencionadamente, sino por mi ignorancia. Así pues, ya que has empezado a amonestarme, no me abandones y muéstrame suficientemente qué es eso en lo que debo ocuparme y de qué modo puedo llegar a ello. Y si encuentras que yo ahora estoy de acuerdo contigo y que, después, no hago aquello mismo en lo que estuve de acuerdo, considera que soy enteramente estúpido y no me des ya más consejos, en la seguridad de que no soy digno de nada. Repíteme desde el principio: ¿cómo decís que es lo justo con arreglo a la naturaleza Píndaro y tú? ¿No es que el más poderoso arrebate los bienes del menos poderoso, que domine el mejor al inferior y que posea más el más apto que el inepto? ¿Acaso dices que lo justo es otra cosa, o he recordado bien?

CALICLES. –– Eso decía antes y ahora lo repito.

SÓC. –– Pero ¿llamas tú a la misma persona indistintamente mejor y más poderosa? Pues tampoco antes pude entender qué decías realmente. ¿Acaso llamas más poderosos a los más fuertes, y es preciso que los débiles obedezcan al más fuerte, según me parece que manifestabas al decir que las grandes ciudades atacan a las pequeñas con arreglo a la ley de la naturaleza, porque son más poderosas y más fuertes, convencido de que son la misma cosa más poderoso, más fuerte y mejor, o bien es posible ser mejor y, al mismo tiempo, menos poderoso y más débil, o, por otra parte, ser más poderoso, pero ser peor, o bien es la misma definición la de mejor y mas poderoso?

Explícame con claridad esto. ¿Es una misma cosa, o son tosas distintas más poderoso, mejor y más fuerte?

CAL. ––Pues bien, te digo claramente que son la misma cosa.

SÓC. –– ¿No es cierto que la multitud es, por naturaleza, más poderosa que un solo hombre? Sin duda ella le impone las leyes, como tú decías ahora.

CAL. –– ¿Cómo no?

SÓC. –– Entonces las leyes de la multitud son las de los más poderosos.

CAL. –– Sin duda.

SÓC. ––¿No son también las de los mejores? Pues los más poderosos son, en cierto modo, los mejores, según tú dices.

CAL. –– Sí.

SÓC. –– ¿No son las leyes de éstos bellas por naturaleza, puesto que son ellos más poderosos?

CAL. –– Sí.

SÓC. –– Así pues, ¿no cree la multitud, como tú decías ahora, que lo justo es conservar la igualdad y que es más vergonzoso cometer injusticia que recibirla? ¿Es así o no? Y procura no ser atrapado aquí tú también por vergüenza. ¿Cree o no cree la multitud que lo justo es conservar la igualdad y no poseer uno más que los demás, y que es más vergonzoso cometer injusticia que recibirla? No te niegues a contestarme a esto, Calicles, a fin de que, si estás de acuerdo conmigo, mi opinión quede respaldada ya por ti, puesto que la comparte un hombre capaz de discernir.

CAL. ––Pues bien, la multitud piensa así.

SÓC. –– Luego no sólo por ley es más vergonzoso cometer injusticia que recibirla y se estima justo conservar la igualdad, sino también por naturaleza. Por consiguiente, es muy posible que no dijeras la verdad en tus anteriores palabras, ni que me acusaras con razón, al decir que son cosas contrarias la ley y la naturaleza y que, al conocer yo esta oposición, obro de mala fe en las conversaciones y si alguien habla con arreglo a la naturaleza lo refiero a, la ley, y si habla con arreglo a la ley lo refiero a la `naturaleza.

CAL. –– Este hombre no dejará de decir tonterías. Dime, Sócrates, ¿no te avergüenzas a tu edad de andar a la caza de palabras y de considerar como un hallazgo el que alguien se equivoque en un vocablo? En efecto, ¿crees que yo digo que ser más poderoso es distinto de ser mejor? ¿No te estoy diciendo hace tiempo que para mí es lo mismo mejor y más poderoso? ¿O crees que digo que, si se reúne una chusma de esclavos y de gentes de todas clases, sin ningún valer, excepto quizá ser más fuertes de cuerpo, y dicen algo, esto es ley?

SÓC. ––Bien, sapientísimo Calicles; ¿es eso lo que dices?

CAL. –– Exactamente.

SÓC. –– Pues bien, afortunado amigo, también yo vengo sospechando hace tiempo que es a eso a lo que tú llamas más poderoso, y te pregunto porque deseo afanosamente saber con claridad lo que quieres decir. Pues, sin duda, tú no consideras que dos juntos son mejores que uno solo, ni a tus esclavos mejores que tú mismo porque sean más fuertes que tú. Sin embargo, di, comenzando de nuevo, ¿qué entiendes por los mejores, puesto que no son los más fuertes? Y, admirable Calicles, enséñame con más dulzura para que no me marche de tu escuela.

CAL. –– Te burlas, Sócrates.

SÓC. ––Por Zeto, Calicles, del cual te has servido ahora para dirigirme tantas ironías. Pero, vamos, ¿quiénes dices que son los mejores?

CAL. –– Los más aptos.

SÓC. –– ¿No ves que tú mismo dices palabras, pero no explicas nada? ¿No vas a decir si llamas mejores y más poderosos a los de mejor juicio o a otros?

CAL. –– Sí, por Zeus, a éstos me refiero exactamente.

SÓC. –– En efecto, muchas veces una persona de buen juicio es más poderosa, según tus palabras, que innumerables insensatos y es preciso que éste domine y que los otros sean dominados, y que quien domina posea más que los dominados. Me parece que quieres decir esto ––y no ando a la caza de palabras––, si dices que uno solo es más poderoso que un gran número de hombres.

CAL. –– Pues esto es lo que digo. Sin duda, creo que eso es lo justo por naturaleza, que el mejor y de más juicio gobierne a los menos capaces y posea más que ellos.

SÓC. –– Deténte ahí; ¿qué irás a decir ahora? Supongamos que estamos en un mismo lugar, como ahora, muchas personas reunidas, que tenemos en común muchos alimentos y bebidas y que somos de todas las condiciones: unos fuertes, otros débiles, y que uno de nosotros es de mejor juicio acerca de esto por ser médico, pero que, como es natural, es más fuerte que unos y más débil que otros; ¿no es cierto que éste, por ser de mejor juicio que nosotros, será mejor y más poderoso respecto a esto?

CAL. ––Sin duda.

SÓC. –– ¿Habrá de tener, entonces, más parte de estos alimentos que nosotros, porque es mejor, o bien, por tener el mando, es preciso que reparta todo, pero que en el consumo y empleo de ello para su propio cuerpo no tome en exceso, si no quiere sufrir daño, sino que tome más que unos y menos que otros, y si es precisamente el más débil de todos,

no tendrá el mejor menos que todos? ¿No es así, amigo?

CAL. –– Hablas de alimentos, de bebidas, de médicos, de tonterías. Yo no digo eso.

SÓC. –– ¿Acaso no llamas mejor al de más juicio? Di sí o no.

CAL. –– Sí.

SÓC. ––¿Y no es preciso que el mejor tenga más?

CAL. –– Pero no alimentos ni bebidas.

SÓC. ––Ya comprendo. ¿Quizá vestidos, y es preciso que el tejedor más hábil tenga el manto más grande y que pasee con los vestidos más numerosos y bellos?

CAL. ––¿De qué vestidos hablas?

SÓC. –– Pues bien, respecto al calzado, es evidente que debe tener más el de más juicio para esto y el mejor. Quizá es preciso que el zapatero ande llevando puesto más calzado y de mayor tamaño que nadie.

CAL. ––¿Qué calzado es ese? Insistes en decir tonterías.

SÓC. –– Pues si no te refieres a esto, quizá sea a esto piro; por ejemplo, el agricultor de buen juicio para el cultivo de la tierra y, además, bueno y honrado ¿no debe quizá tener más parte de las semillas y usar para sus terrenos la mayor cantidad posible de ellas?

CAL. –– ¡Siempre diciendo lo mismo, Sócrates!

SÓC. –– No sólo lo mismo, Calicles, sino también sobre las mismas cosas.

CAL. –– Por los dioses, no cesas, en suma, de hablar continuamente de zapateros, cardadores, cocineros y médicos, como si nuestra conversación fuera acerca de esto.

SÓC. ––Así pues, ¿no vas a decir acerca de qué cosas el más poderoso y de mejor juicio tiene con justicia mayor parte que los demás? ¿O, sin decirlo tú mismo, no permitirás que yo lo sugiera?

CAL. –– Estoy diciéndolo desde hace tiempo. En primer lugar, hablo de los más poderosos, que no son los zapateros ni los cocineros, sino los de buen juicio para el gobierno de la ciudad y el modo como estaría bien administrar y no solamente de buen juicio, sino además decididos, puesto que son capaces de llevar a cabo lo que piensan, que no se desaniman por debilidad de espíritu.

SÓC. –– ¿Te das cuenta, excelente Calicles, de que no es lo mismo lo que tú me reprochas a mí y lo que yo te reprocho a ti? En efecto, tú aseguras que yo digo siempre las mismas cosas y me censuras por ello; yo por el contrario, te censuro porque jamás dices lo mismo sobre las mismas cosas, sino que primero has afirmado que los mejores y los más poderosos son los más fuertes; después, que los de mejor juicio, y ahora, de nuevo, vienes con otra definición: llamas más poderosos y mejores a los más decididos. Pero, amigo, acaba ya de decir a quiénes llamas realmente mejores y más poderosos y respecto a qué.

CAL. –– Ya he dicho que a los de buen juicio para el gobierno de la ciudad y a los decididos. A éstos les corresponde regir las ciudades, y lo justo es que ellos tengan más que los otros, los gobernantes más que los gobernados.

SÓC. ––Pero ¿y respecto a sí mismos, amigo? ¿Se dominan o son dominados?

CAL. –– ¿Qué quieres decir?

SÓC. –– Hablo de que cada uno se domine a sí mismo; ¿o no es preciso dominarse a sí mismo, sino sólo dominar a los demás?

CAL. –– ¿Qué entiendes por dominarse a sí mismo?

SÓC. –– Bien sencillo, lo que entiende la mayoría: ser moderado y dueño de sí mismo y dominar las pasiones y deseos que le surjan.

CAL. –– ¡Qué amable eres, Sócrates! Llamas moderados a los idiotas.

SÓC. –– ¿Cómo? Todo el mundo puede darse cuenta de que no digo eso.

CAL. –– Precisamente eso es lo que dices, Sócrates. Pues ¿cómo podría ser feliz un hombre si es esclavo de algo? Al contrario, lo bello y lo justo por naturaleza es lo que yo te voy a decir con sinceridad, a saber: el que quiera vivir rectamente debe dejar que sus deseos se hagan tan grandes como sea posible, y no reprimirlos, sino, que, siendo los mayores que sea posible, debe ser capaz de satisfacerlos con decisión e inteligencia y saciarlos con lo que en cada ocasión sea objeto de deseo. Pero creo yo que esto no es posible para la multitud; de ahí que, por vergüenza, censuren a tales hombres, ocultando de este modo su propia impotencia; afirman que la intemperancia es deshonrosa, como yo dije antes, y esclavizan a los hombres irás capaces por naturaleza y, como ellos mismos no pueden procurarse la plena satisfacción de sus deseos, alaban la moderación y la justicia a causa de su propia debilidad. Porque para cuantos desde el nacimiento son hijos de reyes o para los que, por su propia naturaleza, son capaces de adquirir un poder, tiranía o principado, ¿qué habría, en verdad, más vergonzoso y perjudicial que la moderación y la justicia, si pudiendo disfrutar de sus bienes, sin que nadie se lo impida, llamaran para que fueran sus dueños a la ley, los discursos y las censuras de la multitud?

¿Cómo no se habrían hecho desgraciados por la bella apariencia de la justicia y de la moderación, al no dar más a sus amigos que a sus enemigos, a pesar de gobernar en su propia ciudad? Pero, Sócrates, esta verdad que tu dices buscar es así: la molicie, la intemperancia y el libertinaje, cuando se les alimenta, constituyen la virtud y la felicidad; todas esas otras fantasías y convenciones de los hombres contrarias a la naturaleza son necedades y cosas sin valor.

SÓC. –– Te entregas a la discusión, Calicles, con una noble franqueza. En efecto, manifiestamente ahora estás diciendo lo que los demás piensan, pero no quieren decir. Por tanto, te suplico que de ningún modo desfallezcas a de que en realidad quede completamente claro cómo hay que vivir. Y dime, ¿afirmas que no se han de reprimir

los deseos, si se quiere ser como se debe ser, sino que, permitiendo que se hagan lo más grandes que sea posible, hay que procurarles satisfacción de donde quiera que sea, y que en esto consiste la virtud?

CAL. –– Eso afirmo, ciertamente.

SÓC. –– Luego no es razonable decir que son felices los que no necesitan nada.

CAL. –– De este modo las piedras y los muertos serían felicísimos.

SÓC. –– Sin embargo, es terrible la vida de los que tú dices. No me

extrañaría que Eurípides dijera la verdad en estos versos :

¿quién sabe si vivir es morir y morir es vivir?,

y que quizá en realidad nosotros estemos muertos. En efecto, he oído decir a un sabio que nosotros ahora estamos muertos, que nuestro cuerpo es un sepulcro y que la parte del alma en la que se encuentran las pasiones es de tal naturaleza que se deja seducir y cambia súbitamente de un lado a otro. A esa parte del alma, hablando en alegoría y haciendo un juego de palabras, cierto hombre ingenioso, quizá de Sicilia o de Italia, la llamó tonel, a causa de su docilidad y obediencia, y a los insensatos los llamó no iniciados; decía que aquella parte del alma de los insensatos en que se hallan las pasiones, fijando la atención en lo irreprimido y descubierto de ella, era como un tonel agujereado aludiendo a su carácter insaciable. Éste, Calicles, al contrario que tú, expresa la opinión de que en el Hades ––se refiere a lo invisible–– tendrían el colmo de la desgracia los no iniciados y llevarían agua al tonel agujereado con un cedazo igualmente agujereado.

Dice, en efecto, según manifestaba el que me lo refirió, que el cedazo es el alma; y comparó el alma de los insensatos a un cedazo porque está agujereada, ya que no es capaz de retener nada por incredulidad y por olvido. Estas comparaciones son, probablemente, absurdas; sin embargo, dan a entender lo que yo deseo demostrarte, si de algún modo soy capaz de ello, para persuadirte a que cambies de opinión y a que prefieras, en vez de una vida de insaciedad y desenfreno, una vida ordenada que tenga suficiente y se de por satisfecha siempre con lo que tiene. Pero ¿te persuado en algo y cambias de opinión en el sentido de que los moderados son más felices que los desenfrenados o no vas a cambiar en nada, por más que refiera otras muchas alegorías semejantes?

CAL. –– Más verdad es lo último, Sócrates.

SÓC. –– Veamos; voy a exponerte otra imagen procedente de la misma escuela que la anterior. Examina, pues, si lo que dices acerca de cada uno de los géneros de vida, el del moderado y el del disoluto, no sería tal como si hubiera dos hombres que tuviese cada uno de ellos muchos toneles, y los del primero estuviesen sanos y cabales, el uno lleno de vino, el otro de miel, el otro de leche y otros muchos de otros varios líquidos, y que estos líquidos anduviesen escasos y sólo se pudiesen conseguir con muchas y arduas diligencias; este hombre, después de llenar los toneles, ni echaría ya más líquido en ellos, ni volvería a preocuparse, sino que quedaría tranquilo con respecto a ellos. Para el otro sujeto, sería posible adquirir los líquidos como para el primero, aunque también con dificultad; pero, teniendo sus recipientes agujereados y podridos, se vería obligado a estarlos llenando constantemente día y de noche, o soportaría los más graves sufrimientos. Puesto que el género de vida de uno y otro es así, acaso dices que el del disoluto es más feliz que el del moderado? ¿Consigo con estos ejemplos persuadirte a que admitas que la vida ordenada es mejor que la disoluta, o no lo consigo?

CAL. –– No me persuades, Sócrates. Para el de los toneles llenos, ya no hay placer alguno, pues eso es precisamente lo que antes llamaba vivir como una piedra; cuan do los ha llenado, ni goza ni sufre. Al contrario, el vivir agradablemente consiste en derramar todo lo posible.

SÓC. –– ¿No es preciso, si derrama mucho, que sea también mucho lo que sale y que sean grandes los orificios para los desagües?

CAL. –– Sin duda.

SÓC. –– Tú hablas de la vida de un alcaraván, pero no de la vida de un muerto ni de una piedra. Y dime, ¿quieres decir, por ejemplo, que es preciso tener hambre y, cuando se tiene hambre, comer?

CAL. –– Sí, ciertamente.

SÓC. ––¿Y tener sed y beber cuando se la tiene?

CAL: –– Sí, y tener todos los demás deseos y, al tenerlos y ser capaz de satisfacerlos, gozar y vivir felizmente.

SÓC. –– Muy bien, amigo; continúa como empezaste y procura no ceder por vergüenza. Es preciso, según parece, que tampoco yo me contenga por vergüenza. Dime, en primer lugar, si tener sarna, rascarse, con la posibilidad de rascarse cuanto se quiera, y pasar la vida rascándose es vivir felizmente.

CAL. –– ¡Qué absurdo eres, Sócrates, verdaderamente un orador demagógico!

SÓC. –– Pues así, Calicles, he desconcertado a Polo y a Gorgias y les he hecho avergonzarse; pero es seguro que tú no te desconciertas ni te avergüenzas, porque eres decidido. Pero, simplemente, responde.

CAL. –– Digo, pues, que incluso el que se rasca puede vivir plácidamente.

SÓC. ––¿Si puede vivir plácidamente, puede vivir también felizmente?

CAL. –– Sin duda.

SÓC. ––¿Si se rasca sólo la cabeza, o te sigo preguntando más? Piensa, Calicles, qué contestarás si te preguntan a continuación todas las cuestiones consiguientes a ésta. Y como resumen de ellas, ¿no es la vida de los disolutos terrible, vergonzosa y desgraciada? ¿O bien osarás decir que son felices si tienen abundantemente lo que desean?

CAL. ––¿No te avergüenzas de llevara tales extremos la conversación, Sócrates?

SÓC. –– ¿La llevo yo a este punto, amigo mío, o el que dice así, simplemente, que los que gozan, de cualquier modo que gocen, son felices, y no distingue qué placeres son buenos y qué otros son malos?

Pero di aún otra vez, ¿afirmas que son la misma cosa placer y bien, o hay al placer que no es bueno?

CAL. –– Para que no me resulte una contradicción si digo que son distintos, afirmo que son la misma cosa.

SÓC. –– Destruyes, Calicles, las bases de la conversación, y ya no puedes buscar bien la verdad conmigo si vas a hablar contra lo que piensas. 3.-

La conversación se sucedía a gran ritmo, el “tábano” arremetía una y otra vez, preguntaba, escuchaba y volvía a preguntar, era insoportable para los sofistas, los confundía, los desbordaba.

Y de fondo sus discípulos escuchaban atentos y emocionados, el público expectante, el des – velar la verdad era algo que Sócrates hacía parecer fácil, el desenmascarar a sus interlocutores, el refutarlos era algo que solamente él podía lograr.

Y de fondo el siempre presente murmullo.

3.- “Gorgias”, Platón.

CAPÍTULO 12

La vida para Gastón había realmente cambiado, había experimentado un giro sorpresivo, por lo menos en parte. Su relación para con la lectura y el conocimiento que emanaba de ella había resultado verdaderamente seductora, intrigante, una nueva fuente de placer y de crecimiento personal. Pertenecer a aquel grupo selecto de los discípulos de Sócrates lo seducía tanto como la presencia y la compañía de Lucía.

Su madre, como quizás toda madre, se había percatado de aquello; había observado en su hijo un cambio de actitud sumamente favorable. Lo veía más animado, entusiasta, con ganas de aprender, más dedicado a sus tareas curriculares, menos dispuesto a simplemente hacer pasar el tiempo.

En alguna oportunidad, volviendo del trabajo, su madre había encontrado a Gastón en la mesa de la cocina rodeado de una cantidad considerable de libros, fotocopias, apuntes y demás y sorprendida gratamente por aquella imagen había felicitado a su hijo y le había besado y abrazado fuertemente.

– Estoy siguiendo tu consejo mamá, ¿lo recuerdas? – le respondió Gastón.

Uno debe estudiar para ser alguien en la vida, para alcanzar la felicidad, para realizarse plenamente como persona.

Gastón había informado brevemente a su madre de la existencia de aquel “grupo de estudio” que se reunía cada semana, no explayándose en detalles ni en su significado real.

A Marta la vida le sonreía al ver a su hijo encaminarse en sus estudios, mostrándose responsable, increíblemente mucho más maduro que hace unos meses atrás. Para ella era una enorme satisfacción, le demostraba que algo, por lo menos algo, había hecho bien en la crianza en soledad de sus hijos. Eso a Marta, después de mucho tiempo, la hacía sonreír.

CAPÍTULO 13

Ese día había amanecido nublado, con la amenaza inminente de la tormenta que se avecinaba y acercaba con rapidez por el horizonte. Hacía frío, quizás demasiado, pero la época del año lo propiciaba.

Gastón hablaba con amigos y bromeaba con alegría en los minutos de recreo en los pasillos de la institución, esperando el inicio de la próxima clase. Lucía había permanecido a su lado hasta hace un instante cuando, de repente, un mensaje de texto en su celular había transformado su rostro distendido y angelical por una expresión seria y de preocupación. Luego de eso, había salido como disparada hacia las escaleras con el celular apoyado en uno de sus oídos buscando la puerta de calle en donde hablar con tranquilidad.

Gastón lo había observado todo como espectador de lujo, sabiendo que algo no andaba bien pero intentando, de todas las formas posibles, disimular su preocupación.

El timbre anunciaba el inicio de la nueva hora de clases pero Gastón se resistía a entrar al salón sin saber noticias de Lucía que aún no regresaba. Ya en clase, la irrupción abrupta de su compañera en el salón hizo a Gastón dar un salto en su asiento, volviéndose velozmente sobre su eje buscando comprender, en el rostro de Lucía, lo que estaba ocurriendo. Ella se sentó a su lado calladamente, haciendo que la clase retomara su habitual ritmo y desarrollo.

– Ha ocurrido algo, le susurró Lucía, algo horrible al parecer.

– ¿A qué te refieres? pregunto él.

– El profesor ha desaparecido.

– ¿Cómo que ha desaparecido? ¿Se ha ido?

– No precisamente, continuó ella con la voz susurrada casi al oído de Gastón.

Aparentemente lo han secuestrado.

– ¿Qué? Gimió Gastón, olvidándose por completo de que estaba en un salón de clases.

Inmediatamente, el resto de sus compañeros dirigieron las miradas hacía Gastón y Lucía, que seguían manteniendo entre si sus miradas de asombro y sorpresa.

Luego de un llamado de atención por parte de la profesora, la clase tomó, por segunda vez, su ritmo y desarrollo habitual y Gastón tuvo que contenerse hasta el final de la misma para develar aquello que Lucía acababa de comentar.

CAPÍTULO 14

– ¿Cómo que ha sido secuestrado? ¿Estás segura Lucía? ¿Quién te lo dijo? Preguntaba Gastón de regreso de clases, no pudiendo asimilar todavía lo que ese hecho pudiera significar y que consecuencias pudiera arrojar.

– Su esposa me ha enviado un mensaje, estaba muy preocupada pues hace tres días no sabe nada de él. El lunes pasado salió de su casa camino al liceo y desde ese entonces no ha regresado.

Conozco personalmente a la familia del profesor, a su esposa y sus dos hijas, una de nuestra misma edad, perteneciente como podrás suponer a nuestro grupo de discípulos. He estado en varias oportunidades de invitada en su casa, almorzando con ellos, compartiendo tardes de reflexión y lectura, disfrutando de conversaciones de todo tipo. Incluso una vez he dormido allí al hacerse tarde para volver a mi casa, quedándome de grandes charlas de mujeres con sus hijas, riendo y pasándola muy bien.

Pero ahora todo eso parece un lindo recuerdo, nada más, ya que el profesor ha desaparecido y nadie lo ha vuelto a ver ni a comunicarse con él. No contesta su teléfono ni devuelve los mensajes y su esposa teme que lo peor le haya ocurrido. En realidad no sabe que pensar, o mejor dicho, no quiere pensar que todo ésto tiene conexión, en algún punto, con nuestra comunidad de los discípulos de Sócrates.

Si ésto resultara cierto solo existe un responsable para lo que está ocurriendo y esos responsables son las Mentes Oscuras. No me extrañaría que ellos fueran los responsables, el modus operandi encaja en el perfil de la organización que se ha dedicado por siempre a la extorsión, secuestro y en el peor de los casos a dar muerte a nuestros guías e iluminados. Basta con repasar y observar un poco la historia de la humanidad. Éstas fuerzas oscuras han estado empañando el trabajo mental y de pensamiento de aquellos destinados y preparados para hacerlo. Siempre ha sido así, una lucha de fuerzas antagónicas, contrapuestas, de luz y oscuridad, de pensamiento y adoctrinamiento colectivo, de libertad y dominación.

Y así llegamos hasta nuestros días, en la cual la guerra continúa siendo la misma bajo otro disfraz, con otras armas, más sofisticadas quizás, con otro tipo y variedad de elaboraciones culturales pero con el mismo sentido y objetivo de siempre: prohibirnos el acceso a la verdad, la reflexión, la búsqueda del conocimiento, para así despojar al hombre de su única fuente real de poder.

– Debemos ir a la policía, dijo Gastón. Debemos notificarlos de lo que ha ocurrido. Ellos podrían hacer algo.

– No podemos ir con la policía, replicó Lucía, no tendría sentido, además podría resultar peligroso y por otra parte quedaríamos en evidencia. ¿Qué les diríamos? ¿Qué somos los discípulos actuales del filósofo Sócrates y que nuestro guía principal ha sido secuestrado? ¿Qué pruebas tenemos de ello?

Nos responderán que el tipo pudo simplemente haberse ausentado por unos días. Y por otro lado, ¿a quién atribuiríamos el secuestro del profesor? ¿A una organización denominada Mentes Oscuras? ¿Qué es eso nos preguntarán? ¿Una mafia o una especie de broma? ¿Cómo demostramos qué existen y que son capaces de hacer lo que hacen?

Es prácticamente imposible, tan imposible como demostrar la existencia de nuestros colegas discípulos y nuestra comunidad socrática, ya que lo único que aparentemente hacemos es estudiar textos filosóficos antiguos y otros no tan viejos y reunirnos en nuestras casas para tal fin.

No podemos ir a la policía Gastón, realmente no podemos hacerlo. Lo que tenemos por delante requiere de nuestras capacidades y fuerzas al máximo y que estemos lo más unidos posible, más que nunca. Tenemos que rescatar al profesor sea como sea.

CAPÍTULO 15

Al otro lado de la ciudad, en la habitación sombría y fría, el teléfono volvía a sonar más frecuentemente que de costumbre en los últimos días. Una mano levanta el auricular y responde al llamado:

– Diga.

– Gran Señor, soy yo.

– Hola Juan, ¿qué sucede?

– Disculpe que lo moleste Gran Señor, pero no me encuentro muy bien.

– ¿Acaso estás enfermo o algo parecido?

– No es eso señor, lo que ocurre es que no me creo capaz de continuar asistiendo a las reuniones de los discípulos. Podría quedar en evidencia, no se si podré llevar por más tiempo el ocultamiento de mi verdadera presencia allí.

– Ya veo, ya veo. Escucha muy bien lo que voy a decirte Juan. Es primordial e indispensable tu participación en esa comunidad, de lo contrario levantaría demasiadas sospechas tu ausencia repentina. No podrías excusarte correcta y convincentemente, saben donde vives, estudias en la misma institución que alguno que ellos. No tienes donde esconderte por mucho tiempo. Seguirían el rastro hasta nosotros, nos encontrarían y todo se habría acabado.

– Lo se Gran Señor, lo se, pero…

– ¡Escucha atentamente! No te lo estoy consultando Juan, harás lo que te acabo de decir sin más. De lo contrario serás el único que pague las consecuencias. No caeremos todos por tus caprichos de niño. ¡Está claro!

– Si Gran Señor, está claro.

– Muy bien, así está mejor. Anímate Juan, solo precisamos tiempo, más tiempo y el profesor cederá a nuestra negociación y requerimientos. No pondrá en peligro la vida futura de los jóvenes discípulos que forman su comunidad, no querrá arruinar la vida de los muchachos, ni por supuesto tampoco de su familia.

Anímate Juan, has hecho un buen trabajo, solo te pedimos un poco más de colaboración. Lo has hecho bien de verdad. De aquí en más no me llames, podría ser riesgoso. Yo me comunicaré contigo cuando necesite hacerlo.

El profesor por ahora se encuentra imposibilitado de comunicarse y está bajo control. Necesitamos que nos informes cuales son los pasos a seguir planificados por los discípulos para los próximos días, sabemos que no se van a quedar con los brazos cruzados, eso es seguro.

Necesitamos que nos informes de todo al respecto, pero recuerda, no me llames aquí, yo lo haré cuando crea que es el momento para hacerlo.

Anímate Juan, lo has hecho bien.

CAPÍTULO 16

La reunión de esa semana no era igual a las anteriores ni a ninguna otra que habían tenido lugar hasta entonces. No solamente por la situación actual que se cernía sobre ellos con la desaparición del profesor, sino además porque la reunión se daba lugar no en su día habitual, sino en un sábado por la mañana. Parecía como si, ante lo indefensos que se sentían, tuvieran la necesidad de unirse cada vez más, de juntarse más seguido, de verse y consolarse mutuamente.

Sobre sus integrantes pesaba la sensación de impotencia de no saber nada del profesor y la incertidumbre futura de lo que podía llegar a suceder. Parecía como si el tiempo se hubiese detenido en algún lugar en la antigua Grecia y los discípulos del gran filósofo ateniense se encontraran desorientados, indefensos y temerosos, luego que Sócrates fuera condenado por aquel tribunal infame y obligado a beber la cicuta y a dejarlos solos.

Sentían en sus corazones la presencia de su mentor, de su guía, pero no sabían muy bien que hacer con eso y como reaccionar al respecto.

Pero el profesor no los había dejado, no había muerto aún, al menos eso era lo que ellos querían creer. Al menos esa era la esperanza que querían alimentar, al menos la mayoría de ellos.

– Dada las circunstancias actuales, afirmó Lucía, no tenemos demasiados datos ni información acerca del paradero del profesor, ya habiendo transcurrido de su secuestro más de dos semanas.

– ¿Cómo sabes que se trata de un secuestro? Replicó Juan desde el otro lado de la mesa.

– ¿Qué otra cosa puede ser? Contestó Lucía. Conocemos bien al profesor como para saber que no se ha ausentado voluntariamente. Por otro lado, si el desenlace hubiese sido fatal, su cuerpo se hubiese encontrado en algún lugar. No lo hubiesen conservado tanto tiempo, no sería inteligente hacerlo.

Por éste motivo podemos tener la certeza de que el profesor aún vive, en algún lugar, aún respira y espera por nosotros. Lo que es intrigante es el hecho de que no han querido extorsionarnos de alguna manera, no se han puesto en contacto bajo ninguna forma y así no tenemos indicios de lo que pueden estar tramando los Mentes oscuras.

Lo que si sabemos es que ellos están detrás de éste secuestro y de alguna forma pondrán al profesor en una situación incómoda, difícil, querrán por todos los medios poner a su familia y a nosotros, sus discípulos, en la línea de tiro, para ver si es capaz de sacrificar a los suyos.

Y de alguna forma el profesor se las está arreglando para resistir, para alargar la negociación, la agonía, para darnos más tiempo para actuar y movilizarnos. Por eso nos reunimos hoy, porque debemos tomar medidas y debemos tomarlas ya, debemos actuar pronto, el profesor está haciendo lo suyo, nosotros debemos hacer nuestra parte. Debemos evaluar ahora nuestras posibilidades de acción, evaluar los datos con los que contamos, que de hecho no son muchos, buscar pistas, repasar los acontecimientos una y otra vez para ver si hallamos y descubrimos algo que se nos escapa, que no hemos podido ver anteriormente. El profesor cuenta con nosotros, no le podemos fallar.

Al otro lado de la habitación, Juan se dedicaba simplemente a escuchar con atención como la reunión sabatina seguía su curso. Miraba fijamente un punto muerto en la gran mesa de madera que los reunía encuentro tras encuentro. Nadie notaba un leve temblor que su pierna derecha mantenía insistentemente desde que la reunión había comenzado. Nadie notaba su ansiedad y nerviosismo. Solamente él evaluaba las posibilidades que tenía de terminar la reunión de ese día sin ser descubierto por sus compañeros discípulos.

CAPÍTULO 17

Transcurrían ya los últimos instantes de aquel encuentro extraordinario en día sábado y Juan se sentía satisfecho consigo mismo por la buena representación de su personaje en el día de hoy. Estaba pensando que el Gran Señor había tenido razón, una vez más, en confiar en su capacidad para infiltrarse en la comunidad de los discípulos de Sócrates.

Si bien no conocía personalmente al Gran Señor ni conocía tampoco su aspecto, ya que sus contactos se limitaban y reducían exclusivamente a las llamadas telefónicas, le resultaba curioso que aquel misterioso hombre pudiera llegar a conocerlo de alguna manera y le confiara grandes desafíos dentro de la organización de las Mentes Oscuras. Le resultaba de hecho que aquel hombre podía haber sido perfectamente su padre, padre que había perdido muy joven en un accidente de trabajo. Su madre había fallecido tiempo después de una dolorosa enfermedad que la fue consumiendo lentamente, hasta apagarla completamente poco tiempo después. Juan, único hijo de la pareja, al no contar con familiares que se hicieran cargo de su patria potestad, conoció rápidamente la vida de delito y violencia, siendo internado luego para su rehabilitación.

Y fue ahí, en una de esas vueltas que da la vida que conoció a integrantes de aquella organización, integrantes que resultaban ser de mucho más edad que aquel adolescente, pero que supieron ver en él aptitudes más que sobradas para llevar adelante los fines que la organización se proponía seguir llevando a cabo. Y así fue reclutado como integrante de las fuerzas oscuras, uno de los reclutas más jóvenes en su larga historia como organización, honor que se aseguraban que fuese un orgullo para Juan. Guiado en sus comienzos por aquellos otros jóvenes que lo habían descubierto, Juan supo ascender rápidamente en la medida que su cuerpo crecía y se desarrollaba y se hacía más grande, Rápidamente pasó a tratar directamente con mediadores de mayor status dentro de la organización y en otro momento se encontraba hablando directamente, aunque solo vía telefónica, con aquel misterioso hombre.

Al ver su destreza y habilidad para el conocimiento y aprendizaje, decidieron que sería posible incluir a aquel joven dentro de los sistemas educativos y la vida curricular de los estudiantes, para así tener una ventaja evidente sobre sus enemigos, los discípulos del filósofo, al intentar incluir posteriormente al muchacho dentro de las propias comunidades de discípulos.

Y así fue que Juan se hizo miembro de la comunidad de discípulos, llamando particularmente la atención del profesor, de ese mismo profesor que le había brindado su confianza y que él había ayudado a secuestrar al ofrecer a la organización de las Mentes Oscuras, los detalles minuciosos de sus movimientos y horarios.

Y así se sucedían los últimos instantes de la reunión de los discípulos y del papel airoso de Juan, cuando sucedió lo inesperado.

El sonido del teléfono móvil de Juan retumbó en uno de sus bolsillos y en el total de la habitación del fondo de la casa de Lucía. Y más elocuente aún fue el salto que Juan fue a dar en su silla conjuntamente con la atención focalizada en él de todos los allí presentes. La cara de Juan había cambiado drásticamente de aspecto y una gota de sudor comenzaba a observarse bajando por su frente.

Con gestos apresurados y torpes, intentaba sacar el celular del bolsillo, que parecía haberse atascado o no querer salir, como queriendo evitar el desenlace fatídico que le esperaba. Y esos mismos gestos nerviosos y torpes a la vez hicieron que el celular saliera despedido de las manos de Juan, al haber forcejeado con el en su bolsillo, cayendo de lleno sobre la mesa, deslizándose por la misma y habiendo terminado su recorrido frente a Gastón.

La pantalla del teléfono móvil arrojaba aquellas pistas que tanto buscaban los discípulos con desesperación por aquellos días, como señales ocultas, como revelaciones que se acababan de manifestar, bastando solamente con acercarse al mismo y leer lo que éste decía:

Llamada entrante

Gran Señor

CAPÍTULO 18

Gastón miró inmediatamente a Lucía que, a su vez, observó atónita a Juan, que en un acto de querer desaparecer o por un momento ser invisible, se tomaba el rostro con las manos mientras era incapaz de pronunciar palabra o de realizar algún movimiento. De hecho las palabras sobraban en aquella habitación que no daba crédito a lo que acababa de pasar. Juan, de la forma menos pensada, había quedado en evidencia, se habían caído de un tirón los velos que cubrían su imagen convirtiéndola en un personaje. Ahora era solamente un traidor, un impostor, ahora en realidad sus compañeros no sabían quien era. Y muy en el fondo él tampoco lo sabía.

Ésta vez fue Gastón que con decisión tomó la iniciativa:

– ¿Qué significa esto Juan? ¿Estás con ellos? ¿Eres parte de su organización? ¿Quién es el Gran Señor? ¿Sabes donde tienen al profesor?

– Yo… comenzó a decir Juan, pero de su boca no salieron más palabras, como si se hubiese quedado sin ellas.

Repasó mental y rápidamente el error cometido hace instantes y sus posibles causas. Todo había sido una maldita coincidencia o una cuestión del destino, aún no lo sabía. Pero lo cierto es que en pocos minutos se parecía mucho a aquel niño que, otra vez, volvía a perderlo todo.

En su repaso de los acontecimientos se dio cuenta de lo que sucedió: la reunión de los discípulos había cambiado de día o, mejor dicho, se había repetido en la semana en un día para nada habitual. El Gran Señor le había explicado claramente las reglas a seguir; había dejado claro que no llamara, que recibiría una llamada por parte de él cuando creyera conveniente. El único problema es que la llamada llegó al teléfono de Juan en un momento para nada conveniente, dato que el Gran Señor no podía manejar ni saber.

– Nosotros, todos nosotros aquí, te creíamos nuestro amigo y nos has clavado un puñal en el corazón, repuso Lucía con los ojos a punto de explotar en lágrimas.

Ahora, a los únicos que tienes es a nosotros, aquellos que siempre confiamos en ti, aquellos que no te usamos nunca sino que compartimos contigo nuestro secreto más preciado, aquellos que te brindamos lo mejor de cada uno.

Tienes que redimirte para con nosotros Juan, tienes que tomar la decisión adecuada, éste es el momento oportuno para hacer lo correcto, éste es el momento justo para salvar la vida del profesor y salvarnos a todos nosotros.

Sabes que tengo razón Juan, prosiguió Lucía, en cuyas mejillas las lágrimas caían hace un buen rato como cascada.

La confesión de Juan fue una confesión sincera, desde el corazón, abierto de par en par para sus compañeros y, por primera vez en todo este tiempo, los pudo ver como sus verdaderos amigos.

Contó y relató los pormenores de la operación, su tarea y rol en dicha operación, sus comunicaciones con el Gran Señor y la filtración de información que Juan realizaba, les contó todo, absolutamente todo, hasta aquellos detalles de su niñez que solamente permanecían hasta ahora en su interior.

Pidió perdón, suplicó perdón, clamó por piedad, por compasión.

Y Juan lloró, lloró como nunca lo había hecho, lloró como si jamás hubiese llorado en su vida, con lágrimas acumuladas de muchos años, de dolorosas experiencias, de una vida no muy grata vivida hasta ahora, lloró como un niño, como el niño que quizás nunca fue.

CAPÍTULO 19

El sol se ponía lentamente por el horizonte, haciendo de las sombras que pronunciaban los objetos en los que se reflejaba, largos bastones oscuros y fríos. La brisa que provenía del mar y se desparramaba por la ciudad hacía de aquel atardecer de invierno un paisaje desolador. La mayoría de las personas se habían reclutado tempranamente en sus casas debidamente calefaccionadas y preparadas para el azote de la noche invernal.

Ellos, los discípulos de Sócrates, no se habían ni siquiera movido de aquella habitación, calefaccionada solamente por el calor humano que de allí emanaba.

Habían pasado la tarde ideando un plan, haciendo conjeturas, midiendo posibilidades, calculando errores y lo cierto era que aún no sabían como lo harían.

Juan, para sorpresa de lo esperado en su situación, se había repuesto rápidamente de aquel shock emocional y aportaba ideas y se veía asombrosamente animado. Gastón, Lucía y los demás no sabían que pensar, no llegaban a entender si se trataba de un nuevo artilugio de Juan para sortear la situación o si había en él un cambio radical y verdadero, una real adhesión a la causa de los discípulos.

Lo cierto es que toda ayuda en éste momento era bienvenida, sean cuales fueran sus verdaderos motivos.

Lo otro que tenían claro era la forma de conducción que utilizarían para llegar al otro lado de la ciudad. La línea M los dejaría a un par de cuadras del sitio que, según Juan, suponía se encontraba secuestrado el profesor de acuerdo a algunos datos que le habían brindado los Mentes Oscuras.

De allí en más, la forma en que ingresarían a la vieja casona era todo un misterio, de hecho no conocerían sus posibilidades de ingreso sino hasta estar en el lugar y Gastón había sido partidario de la idea de improvisar llegado el momento.

El celular de Juan podía resultar de utilidad, como un as en la manga, a la hora de contactar al Gran Señor e intentar seguir un juego que sabían por demás arriesgado. Pero valía la pena intentarlo, los discípulos no se abandonan jamás unos a otros y el profesor hubiese hecho lo mismo por cualquiera de sus muchachos.

Ahora solo cabía esperar que la noche se cerniera sobre la ciudad para ponerse en marcha. La oscuridad de una noche gélida de invierno podía actuar de telón de fondo en la aventura que aquellos amigos iban a emprender en unos instantes. Podía también darle cierta invisibilidad a sus cuerpos que debían moverse con sigilo y cuidado para no ser captados de antemano.

El tiempo de la reflexión y el pensamiento había quedado atrás, por lo menos momentáneamente; ahora debían prepararse para la acción.

CAPÍTULO 20

Al otro lado de la ciudad, en una habitación más al fondo pero igual de sombría y fría que las restantes y la casa misma, acompañado de paredes de color gris por la humedad depositada allí hace años, se encontraba el profesor.

Atado fuertemente de las manos a una vieja silla de metal, con los brazos hacia atrás y la mordaza cubriéndole la boca, respiraba agitadamente por el cansancio acumulado de hacía ya muchos días, alimentando en su interior la esperanza que todo concluyera pronto.

Recordaba sus inicios como un joven principiante, joven con parecida edad de la que tenía actualmente su hija mayor, a la cual había iniciado ya hace un tiempo en la comunidad de los discípulos de Sócrates, edad que tenía también Lucía y el resto de sus compañeros.

Pensaba en su familia, su tesoro, así como el honor de ser un discípulo más. Pensaba en su mujer, en sus hijas, en los jóvenes a quienes había iniciado, a tantas generaciones de ellos y, en ese pensamiento llegó a la conclusión de el tiempo no había pasado en vano.

Su cuerpo no era el mismo que hace unos años aunque su mente se había enriquecido de tal manera que el aspecto físico no era un impedimento para sentirse joven espiritualmente. En la adoración por la lectura y la reflexión filosófica había encontrado su fuente de la eterna juventud, había encontrado el tesoro más preciado al que cualquier hombre podía aspirar, había encontrado algo que realmente le pertenecía: la necesidad y el deseo por el saber.

Entre pensamientos y reflexiones los días se le habían hecho menos largos. Entre recuerdos de tiempos mejores se les habían hecho menos dolorosos.

Tenía el pelo desarreglado, estaba sudoroso, con una barba ya pronunciada por el tiempo que llevaba allí, pero aún resistía, era un hombre de palabra, un hombre honesto a sus principios y se negaba por tanto a negociar algo con aquella organización.

La disolución de aquellas comunidades de discípulos a cambio de su liberación y la promesa de que no dañarían a los integrantes de su familia, le había propuesto el Gran Señor en uno de aquellos tortuosos días de encierro.

Se las habían arreglado para convencer a las autoridades del centro educativo en donde trabajaba, que el profesor debía ausentarse por un tiempo relativamente prolongado a raíz de un problema familiar ocurrido con algún pariente de no se que lugar. No habían levantado demasiadas sospechas.

Ellos, los Mentes Oscuras, acostumbraban a lograr satisfactoriamente lo que se proponían. Ese había sido uno más de los muchos ejemplos de aquello.

Pero con él no tendrían la posibilidad, pensaba el profesor, con él no podrían, porque eso significaba cederles la partida y la victoria en el juego. Eso significaba que las personas no tendrían la posibilidad nunca más de reflexionar libremente en torno a un texto, eso significaba que los seres humanos se acostumbrarían cada vez más a recibir una interpretación del mundo armada y prefabricada, una visión de la realidad acrítica, dogmática, obvia, definida, evidente. Eso significaba que los hombres y mujeres con capacidad consciente y crítica serían censurados y perseguidos siempre, en toda época, en toda cultura, en todo lugar, teniendo que resignarse a acoplar su pensamiento al de los demás.

El ceder a los requerimientos de las fuerzas oscuras era, en cierta forma, ir contra todo lo que había profesado y cultivado por tanto tiempo.

Aquellos primeros discípulos, aquellos que habían visto morir a Sócrates no habían bajado los brazos. Lo habían llorado, aunque Sócrates se los había prohibido, entendiendo que la muerte no era digna de tal manifestación de dolor, que solo era un tránsito a una vida quizás mejor, una vida inmortal del alma, una vida sin sufrimientos ni lamentaciones, una vida llena de puros y límpidos pensamientos.

Aquellos discípulos supieron mantener a fuego aquella práctica enseñada por su maestro, la práctica de la crítica constante y la reflexión a lo instaurado como verdad pero que había que comprobar. Supieron hacer de ella una norma de vida y la supieron transmitir de generación en generación hasta nuestros días.

Quizás algunos habían desistido y no se habían animado a seguir, quizás otros habían cedido al poder y la amenaza de aquellas fuerzas del mal, pero él no sería uno de ellos, él no cedería, aunque eso le costara la vida.

El profesor repasaba y recordaba acontecimientos, rostros, personas, textos, emociones y eso le daba fuerzas para seguir. No le fallaría al filósofo, no le fallaría a sus discípulos, no se fallaría a si mismo.

Pero había algo, tan solo algo, que lo tenía en un estado de intranquilidad y hasta le generaba cierta culpa. Había algo que había hecho que posiblemente lo había llevado a la situación en la que se encontraba. Había algo que no lo dejaba en paz y ese algo estaba relacionado directamente con Gastón.

CAPÍTULO 21

– Estamos prontos para partir, comentó Lucía,

– Si me permiten, contestó Gastón, debo hacer primero una llamada, no me tardo.

Lucía supuso que la madre de Gastón podía estar preocupada por su ausencia, así como la madre de los demás, así que dedujo que no había inconvenientes en que la tranquilizara antes de comenzar el rescate del profesor.

Gastón se apartó a una distancia considerable para no ser escuchado por los demás mientras hablaba y, al cabo de unos minutos volvió presuroso, hizo un guiño a Lucía, que ella no comprendió muy bien, quedando listo para partir.

Y sin más, los jóvenes abandonaban uno a uno la habitación que los había tenido como huéspedes durante casi todo el día.

La noche había caído lo suficiente como para que todo se cubriera de un negro casi sepulcral. Las luces de la calle actuaban como mojones en el camino y de antorchas de viaje. La temperatura había descendido lo suficiente como para que el frío se colara aún por debajo de los abrigos de aquellos muchachos, que se juntaban cada vez más al caminar para tratar de darse más calor.

Por fortuna, el transporte colectivo que los llevaría a su lugar de destino se asomó rápidamente por la curva desde donde lo esperaban ansiosos y con frío, apurándose a abordarlo y a pagar su pasaje.

El ómnibus que los transportaba era un coche viejo, que hacía demasiado ruido al moverse, las ventanas y demás aberturas dejaban pasar el aire gélido del exterior y los asientos eran fríos y duros. Había que acostumbrarse, el viaje duraba aproximadamente cuarenta minutos.

Gastón se recostó en el asiento junto a la ventana apoyando la cabeza contra el cristal y se abandonó a sus pensamientos. En éstos últimos días el recuerdo de su padre se había hecho presente más recurrentemente que de costumbre, como si eso fuera una señal de algo.

Se recordaba jugando, brincando, corriendo, al aire libre, con su padre a su lado, luego de un tiempo ya estaba corriendo solo pues su padre los había abandonado. Se hacía las preguntas de siempre ¿por qué lo había hecho? ¿qué había sido lo que ocurrió? ¿qué tan grave pudo ser? No lo sabía y cada vez se imponía más fuertemente la idea de querer saberlo, de poder llegar a resolver aquello que se convertía lentamente en una prioridad en su vida.

Abandonado a sus pensamientos Gastón se quedó completamente dormido mientras el colectivo seguía sacudiéndose por la carretera vacía.

La mano de Lucía en su hombro hizo que Gastón se sobresaltara de tal forma que llegó a golpear fuertemente su cabeza contra el cristal.

– ¿Auch! ¡Demonios! ¿qué sucede? Gritó Gastón completamente exaltado, a lo que Lucía contestó:

– Disculpa por el susto Gastón, hemos llegado.

CAPÍTULO 22

Al bajar del bus a la noche oscura, cerrada y gélida, la sensación de pánico creciente se apoderaba cada vez más de aquellos jóvenes. Intentaron orientarse y saber para donde ir, pero la oscuridad era tal que apenas se distinguían ellos mismos.

Todo parecía muerto en aquel barrio, las calles, las casas, los galpones; solo el ladrido de los perros a la distancia les recordaba que aún había vida allí.

Según las indicaciones de Juan no debían de estar demasiado lejos, solo que no lograba saber por donde ir, por donde avanzar.

– Debemos separarnos en grupos más pequeños, así cubriríamos mejor la zona en el mismo tiempo, sugirío Juan.

Las caras, que apenas se visualizaban, fueron de total desaprobación.

– De ninguna manera, repuso Lucía. Llegamos juntos y permaneceremos juntos, de principio a fin, por más que eso exija que busquemos el lugar durante toda la noche.

Todos estaban de acuerdo con lo que Lucía acababa de proponer. El separarse implicaba disminuir fuerzas para enfrentar el peligro que los esperaba más adelante.

De todas formas, debían de apresurarse en la búsqueda, ya que el frío reinante a esa hora de la noche los dejaría rápidamente congelados en aquel desolado lugar.

Caminaron tratando de orientarse por más de media hora, hasta que fueron a dar contra un muro de piedra lo suficientemente alto como para no dejar ver lo que se escondía detrás. Gastón trató de escalarlo pisando en las irregularidades de la superficie de piedra, pero como si fuera tirado desde abajo, una y otra vez volvía a estar en el lugar de inicio. Necesitaría ayuda. Comenzaron a buscar algún objeto con el cual elevarse un poco del suelo e intentar llegar hasta la cima del muro para así saltar hacia el otro lado. Lo único que consiguieron fueron unos tachos viejos de basura, alguna caja de madera y lo que parecía ser los restos del esqueleto de una bicicleta ya fuera de funcionamiento hace mucho tiempo.

Gastón se elevó primero, resultaba ser, para el resto de sus compañeros, un joven con agallas, osado, intrépido, favorecido además por su estado atlético que era óptimo.

La oscuridad del otro lado del muro era aún mayor y Gastón no podía visualizar con claridad que lo esperaba más abajo cuando tuviera que saltar. Era como tirarse al abismo, era un salto a ciegas.

Respiró profundamente, llenó sus pulmones de oxígeno, cerró los ojos implorando al cielo algo parecido a una plegaria y saltó.

Cayó con un golpe seco pero amortiguado por la hierba. Muy diferente a lo que creía, un pasto abundante y largo se extendía por todo el perímetro del lado interior del alto muro. Inmediatamente se puso de pie y con un leve susurro animó a sus amigos a que se pusieran en marcha.

Uno a uno, con más dificultad algunos que otros, comenzaron a elevarse primero y a saltar después, con la tranquilidad de que Gastón ya había demostrado que no existía peligro ninguno en la maniobra.

La enorme casona que se extendía por detrás del muro los aguardaba. A Gastón le pareció visualizar algo parecido a una luz, un resplandor, pero rápidamente abandonó la imagen de su cabeza. Sólo hasta que Lucía dijo ver lo mismo, Gastón se dio cuenta de que aquello no era una ilusión.

– Es una luz y proviene de alguna habitación, según parece, dijo Gastón.

– Pues vayamos a ver, respondió Lucía, acercándose sigilosamente por entre la hierba alta.

La escena que los aguardaba y esperaba detrás de los cristales de aquella habitación era algo para lo que quizás no estaban preparados aún.

CAPÍTULO 23

Los jóvenes contemplaban atónitos aquella imagen, sin poder decir palabra alguna.

A la luz de una enorme vela que se consumía lentamente se encontraba la figura, ya muy demacrada y consumida, del profesor. Atado de las manos por detrás de una vieja silla que apenas lo sostenía, con la boca amordazada, en un estado de dejadez y suciedad deplorable, como nunca lo habían visto, se encontraba el profesor, que dejaba caer su cabeza que se apoyaba en su pecho, en un estado de inconsciencia evidente.

Lo que separaba a los discípulos de su profesor era solamente aquel cristal que, si bien parecía tener un grosor importante, no parecía que fuera irrompible ni mucho menos y se las arreglarían como sea para hacerlo volar en pedazos.

Pero el hecho era que debían pensar inteligentemente lo que hacían, debían pensar rápidamente sus posibilidades, ya que el estallido del cristal llamaría demasiado la atención como para tener el tiempo suficiente de liberar al profesor y salir de allí sin ser capturados antes.

Gastón analizaba la situación; en estos momentos se mostraba ágil de pensamiento, rápido mentalmente, a diferencia de otras personas que, en situaciones de estrés, son apoderadas rápidamente por el pánico, la desesperación y la inacción completa.

Difusamente, Gastón pudo ver que, por el lado interior de la ventana, se asomaba débilmente lo que parecía ser un pestillo alargado, una especie de manibela que hacía que la ventana se abriera por el lado de adentro con un leve movimiento hacia abajo. Había que accionar el mecanismo pues, provocando los menores daños posibles al cristal.

Y sin pensarlo demasiado, Gastón comenzó a quitarse su abrigo y envolverlo sobre su puño, ante el desconcierto de sus compañeros que lo observaban sin comprender.

– Sepárense un poco de la ventana, sugirió Gastón.

Un golpe seco bien propinado contra el marco de la ventana y muy cercano al pestillo produjo inmediatamente la rotura de una parte del cristal que casi ni se escuchó. Los restos de vidrio que cayeron hacia el interior de la habitación apenas se hicieron sentir cuando tocaron el sucio suelo de aquella habitación.

Gastón desenrrolló el abrigo de su mano, lo sacudió levemente y se lo volvió a colocar, pasando luego la mano por el orificio que había provocado recién, accionando la palanca y viendo como la ventana les dejaba el lugar para pasar.

Sus amigos lo observaban con una sonrisa en los labios, como demostrando admiración y satisfaccción por tener a Gastón en su bando.

– Me gustan las películas policiales, se limitó a decir Gastón, como justificando lo que acababa de realizar exitosamente.

Los jóvenes se impulsaron rápidamente hacia el interior de la habitación y fue Lucía quien, comprobando primero con una mirada rápida que estuvieran solos, se adelantó al encuentro con el profesor. Primero comprobó si respiraba, notando que si bien su respiración apenas se sentía no había abandonado aún el cuerpo de su guía. Luego tocó levemente su hombro, lo sacudió un poco más fuerte, le susurró “profesor” al oído, para finalmente, con movimiento ligero de su mano abofetearlo fuertemente en el rostro a modo de cachetazo, ante el respingo de sus compañeros que miraban dos pasos más atrás.

El profesor abrió los ojos bruscamente y en ellos se denotaba cierto grado de temor. Los tenía rojizos, lagrimeantes, irritados, producto del estado evidente de cansancio y agotameinto en el que se encontraba hacía ya bastante tiempo.

– ¡Profesor! Exclamó Lucía, siento haberlo golpeado pero no lograba despertarlo, a la vez que quitaba suavemente la mordaza que cubría su boca.

– Yo también te quiero Lucía, dijo el profesor haciendo un esfuerzo por sonreír.

Era admirable como el profesor, a pesar de estar en una situación apremiante y para nada sencilla, no había perdido su sentido del humor. Era algo que lo había caracterizado siempre.

– Menos mal que lo encontramos profesor. ¿Qué le han hecho por dios?

– Estoy bien, de verdad, solo un poco cansado. Cuánto me alegra verte Lucía y por lo visto tenemos cuorum, han venido todos. Cuánto me alegra ver a mis muchachos. ¡Qué orgulloso me hacen sentir de todos ustedes!

– Profesor, no tenemos demasiado tiempo, será mejor que nos pongamos en marcha si queremos salir de aquí. Supongo que no lo han dejado solo en esta casa para que lo rescatemos. Debemos desatarlo y liberarlo lo antes posible, antes de que nos encuentren a todos aquí.

– Gastón, -exclamó el profesor-, hay algo que debo decirte, hay algo que necesito decirte, hay algo que debes saber.

– ¡Profesor! – lo interrumpió Lucía -, no hay tiempo, nos descubrirán el cualquier momento y así todo habrá sido en vano. Debemos escapar ya.

– Es solo un momento Lucía, por favor, concédeme unos minutos.

– ¡No hay tiempo profesor!

– Siempre hay tiempo para hacer lo correcto Lucía, y yo necesito hacer lo correcto. Gastón, continuó el profesor, dirigiendo la mirada hacia el muchacho que lo observaba sin entender. Gastón, no he sido del todo sincero contigo y te pido que me perdones. No soy así, te lo aseguro, supongo que el deseo personal del éxito me hizo cometer un grave error contigo.

– ¿De qué está hablando profesor? Interrumpió Gastón, que seguía sin comprender que papel jugaba el como centro de atención el aquel momento.

– Gastón, me has demostrado en poco tiempo que no me equivoqué al incorporarte como discípulo de Sócrates; me has demostrado que tienes avidez para aprender, agudeza para abrir tu mente, valentía y arrojo, como lo has demostrado hoy.

Al profesor le costaban las palabras, tenía la garganta seca y dificultad al respirar. Prosiguió:

– Gastón, eres digno de nuestra comunidad y lo serás por siempre, pero ese no fue el motivo real por el que decidí incorporarte como discípulo. Yo buscaba otra reacción contigo, buscaba unos intereses que hice personales y que fueron egoístas y por eso me arrepiento profundamente y te pido me disculpes. Tuve mucho tiempo para pensar lo que hice estando aquí y de alguna manera he estado pagando mi culpa, mi deuda contigo.

– ¡Profesor, por favor! Interrumpió Lucía, incitando al hombre para que se diera prisa para que dijera lo que tenía que decir y poder salir de allí.

– Gastón, prosiguió el profesor, la verdadera razón por la que hice que Lucía te propusiera el ingreso a nuestra comunidad fue…

Pero fue demasiado tarde. En ese preciso momento, unas figuras oscuras se materializaron al otro lado de la habitación, asomando por la puerta que se encontraba por detrás del profesor y los jóvenes discípulos.

CAPÍTULO 24

Por un momento el aire se cortaba al respirar. El desenlace de aquella situación era digno de un buen triller de suspenso. Allí se encontraban aquellos hombres oscuros, uno parado delante de otros dos, con sus enormes armas en las manos apuntando firmemente hacia los jóvenes discípulos que se encontraban junto al profesor que ya se había terminado de desatar pero que permanecía aún sentado a causa de su debilitamiento físico y mental.

Lucía se lamentaba y maldecía por no haber sido más firme en su decisión de abandonar el lugar cuando aún contaban con tiempo y ventaja. Ahora era demasiado tarde, ahora estaban atrapados, no solamente el profesor, los habían capturado a todos.

– Vaya, vaya, comentó el Gran Señor parado delante de los otros integrantes de la organización de las Mentes Oscuras.

Parece que tenemos compañía, continuó. Que coincidencia que hayan acordado una reunión de comunidad en un lugar tan alejado e inhóspito como éste.

Parece que por fin las cosas se acomodan en su sitio por sí solas. Has hecho un buen trabajo Juan al traerlos hacia nosotros, dijo el Gran Señor dirigiendo la mirada hacia el muchacho.

– Yo no los traje, replicó el muchacho, yo he venido con ellos a rescatar al profesor. He decidido no continuar con sus sucios juegos de espionaje, he decidido ser un discípulo más. He cometido grandes errores pero ahora no estoy dispuesto a seguir cometiéndolos. Se que ésto que ha sucedido ha sido en parte mi culpa y me arrepiento profundamente, dijo Juan mirando al profesor a los ojos.

– No te preocupes Juan, dijo el profesor, todos cometemos errores, pero lo importante es poder redimirse a tiempo. Hay más valentía en eso que en cualquier otra cosa en el mundo. Hay que tener realmente coraje para hacer lo que acabas de hacer, para jugártela por la apuesta más difícil en un momento complicado como éste en el que podías simplemente haber seguido la corriente y haber salido ileso.

Eres un buen muchacho Juan y serás un extraordinario discípulo de nuestra comunidad, lo puedo ver en tus ojos, lo puedo observar en tus determinaciones.

Además, por lo visto, tus amigos te han dado otra oportunidad, has venido con ellos y los has ayudado. No tengo más razón para no perdonarte puesto que ellos ya lo han hecho.

– ¡Qué conmovedor! ¡Qué escena tan lastimosa y sentimental acabamos de presenciar! Exclamó con voz fuerte y áspera el Gran Señor, que seguía apuntando hacia el centro de la habitación apenas iluminada.

¡Pero basta de disculpas y perdones! En cuanto a ti Juan, lo has hecho realmente muy bien, lástima que no quieras acompañarnos y te hayas quedado en el equipo equivocado, en el bando que va a perder ésta partida.

– No me importa, replicó Juan. No me importa lo que pueda pasarme, no volveré a dejarme manipular y controlar por nadie, menos por ustedes y sus intereses mezquinos. No volveré a arrastrarme, me iré de este mundo haciendo lo correcto por primera vez en mi vida.

De pronto algo ocurrió, algo que nadie hubiese predicho jamás, algo que cambiaría para siempre el desarrollo de los acontecimientos y la vida de Gastón.

El Gran Señor acaba de percatarse de algo que antes no había captado en su totalidad. Lo mismo parecía estar haciendo Gastón, que desde un largo rato observaba fijamente al Gran Señor.

El profesor, observando a Gastón a quién tenía delante, supo inmediatamente lo que ocurría. No tuvo que decir nada, no tuvo que deducir nada más.

Gastón, con la boca entreabierta y los ojos grandes como platos, parecía no salir de su asombro, de lo que acababa de hacer clic en su cabeza, en su entendimiento.

Y sin más, petrificado del espanto y del pánico que, por primera vez en la noche, se habían apoderado de su cuerpo, entumeciendo sus músculos, pronunció débilmente cuatro letras, apenas audibles, apenas comprensibles, pero para las cuales no se necesitaban traducción ninguna:

– ¡¿Papá?!

Irreconocible por el paso de los más de diez años trascurridos, con su rostro más frío y oscurecido, más envejecido de como lo recordaba débilmente siendo todavía un niño, recubierto además con una barba espesa que nunca hubiese imaginado en él, ahí estaba su padre, aparecido como un espectro frente a el, como un fantasma del pasado, como nunca en su vida se imaginó ese encuentro.

En el Gran Señor ocurrió más o menos lo mismo: ver a su pequeño hijo Gastón, no tan pequeño ahora sino más bien ya todo un hombre, alto, robusto, elegante, apuesto, lleno de vida e ilusiones, hizo que se desplomara sobre sus rodillas, bajando ligeramente el arma que sostenía en su mano derecha, logrando esbozar ésta vez dos palabras:

– ¡Hijo mío!

CAPÍTULO 25

La reacción de toda la asamblea reunida allí fue de gran estupor e incredulidad, permaneciendo inmóviles en sus lugares, excepto por el profesor que, en la medida que intentaba lograr la vertical, parecía conocer bien lo que inevitablemente iba a ocurrir.

– Ésto es lo que intentaba decirte Gastón y por lo que te pedía disculpas hace unos minutos atrás. Yo conocía la identidad del Gran Señor y, una vez que te hiciste presente en mis clases, supe inmediatamente quien eras. Fue cuestión de cotejar fechas, apellidos, lugares, edades y demás cuestiones, para unir los cabos que hasta ahora se encontraban sin unir.

Y así fue que, en mi cabeza, comenzó inevitablemente a gestarse una idea y un plan que, luego de un tiempo, no pude sacármelo más de mi mente.

No importaba tu interés académico, tu avidez intelectual, tu amor por la filosofía. Tu ingreso a la comunidad de los discípulos de Sócrates debía hacerse inevitablemente, irremediablemente.

La idea era utilizar tu persona para ejercer influencia sobre el Gran Señor, ablandar su corazón, despertar sus sentimientos de padre que en algún lugar permanecían dormidos.

Tu participación en clase opinando sobre la figura del filósofo simplemente aceleró las cosas, hacía que parecieran como naturales, no forzadas. Entonces hablé con Lucía, le comenté sobre mi interés en tu ingreso a la comunidad y así llegamos hasta acá.

Gastón, que escuchaba al profesor y a la vez por su cabeza desfilaban un torrente de pensamientos, imágenes, vivencias, recuerdos, miró a Lucía con cierto rencor y fastidio.

– No culpes a Lucía por ésto, Gastón; ella no conocía mis intenciones reales, ella no conocía la verdadera identidad del Gran Señor, no podía saberlo, por lo menos no todavía, es muy joven aún. Esa información la manejábamos solamente unos pocos, entre los cuales estaba yo.

La estadía en éste lugar, apartado de todo y de todos, en la compañía de mi mismo, me hicieron ver que lo que había hecho no había estado bien, que me dejé llevar por el deseo de controlar y castigar a nuestros enemigos y de ésta forma actuaba precisamente como uno de ellos, actuaba precisamente como lo que tanto repudiamos y censuramos.

Por eso te suplico una vez más me perdones, porque no me comporté como un adulto responsable, como un verdadero guía de la comunidad. Sin embargo, hagas lo que hagas, me perdones o no, estoy orgulloso de ti, de lo que has logrado, de tu crecimiento personal y tu relación con el conocimiento. Es un honor tenerte como uno de nosotros.

El clima en la habitación no había bajado en lo más mínimo sus niveles de tensión y nerviosismo. Había poco para agregar al ambiente, quizás una declaración más.

Era en cierto modo sorprendente, a pesar de las circunstancias, que tanto discípulos como mentes oscuras estuvieran congregados en un mismo lugar y pudieran sentirse hipnotizados por las revelaciones que allí se estaban dando.

La declaración que faltaba era la del Gran Señor:

– ¡Hijo mío! Cuanto tiempo ha pasado; te he echado mucho de menos aunque quizás no puedas o quieras creerme, pero te juro que así ha sido.

No entenderás que hago aquí, que ha sido de mí, por que no he podido volver a verte todos estos años…

– ¡Me abandonaste! Lo interrumpió Gastón, con lágrimas en los ojos y rojo de furia, de rencor acumulado durante tantos años.

¡Nos dejaste! ¡Te fuiste y nos dejaste solos sin saber nada de ti como si nunca hubieras existido! Y ahora quieres explicar y justificar tu ausencia, pues hazme un favor y ahórrate el discurso pues no soy más aquel niño indefenso del que eras padre.

– ¡Por favor Gastón! Déjame explicarte, te lo suplico, dame unos minutos por lo menos para que entiendas que pasó. No te estoy pidiendo que aceptes lo que he hecho solo que me escuches, quizás tu también necesitas algún tipo de explicación de lo sucedido, quizás necesitas saber para callar tus dudas, para llenar los vacíos que no has completado aún.

Gastón notó que su padre tenía razón, por lo menos en algo. Necesitaba completar algo en su pasado, necesitaba entender que había pasado en realidad que hizo que las fotos de álbum familiar no tuvieran fotos de él y su padre juntos desde hacía más de diez años.

Con un gesto con la mano y un leve movimiento de cabeza, Gastón asintió:

– Adelante, te escucho.

– Gracias hijo, gracias de verdad.

Cuando me fui de casa nunca pensé en no volver a verlos, eran mis hijos, son mis hijos y los amo profundamente. El terminar la relación con tu madre no incluía el terminar la relación con ustedes dos.

Como te habrá comentado Marta, las cosas no iban muy bien del todo, peleábamos seguido, discutíamos por nada o por muy poco; yo no lograba afianzarme en un trabajo que era despedido o simplemente se terminaba.

No lograba ganar lo suficiente como para darles un estilo de vida decoroso, era un fracaso como esposo y como hombre, pero no como padre. Amaba a mis hijos, ellos eran todo para mi. Debía demostrarles que podía salir adelante y que se sintieran orgullosos de su padre.

– Yo me sentía orgulloso de ti padre, era solamente un niño, a que otra cosa podía aspirar que no fuera a tu compañía.

– Eso lo se hijo, déjame proseguir por favor.

Resultó que comencé a buscar un trabajo en el que estabilizarme, una vez que los dejé. Probé en varios sitios sin resultados favorables, hasta que fui a caer en la casa de un hombre muy poderoso y adinerado en las afueras de la ciudad, que precisaba personal que se encargase del mantenimiento general del predio, como ser jardinería, albañilería, carpintería y demás cuestiones. Siempre tuve cierta habilidad para esas cosas y, una vez que se las demostré, no tuvo reparos en contratarme a tiempo completo.

Mi buena letra y mi dedicación al trabajo hicieron que rápidamente ascendiera en mi puesto, nombrándome encargado del resto del personal que había contratado para colocar bajo mis órdenes.

Ese hombre me hizo sentir importante por primera vez en mi vida, me dio un respeto que no creía que podía llegar a tener.

Y todo siguió un tiempo más sin sobresaltos hasta que sucedió lo inesperado.

Me encontraba trabajando en el interior de la casa, más concretamente en el despacho de aquel señor, dentro de una especie de receptáculo destinado al almacenamiento de documentos, archivos y otros materiales, como una pieza interior dentro del despacho, lo suficientemente amplia como para que entrara una persona o dos quizás. Una brisa proveniente del exterior hizo una especie de corriente de viento que propició que la puerta de aquel cubículo se cerrara bruscamente, activándose automáticamente la cerradura que solamente se abría desde el exterior.

Percatándome de que me había quedado encerrado allí traté de gritar y golpear, no obteniendo por respuesta más que silencio. Opté entonces por no perder la calma y esperar a que alguien se acercara para hacer sentir mi presencia encerrada en la pequeña habitación.

A continuación, transcurrido unos pocos minutos, un cúmulo de voces se acercaban rápidamente por el pasillo hacia el despacho, hablando animada y claramente.

Y lo que escuché a continuación cambió mi vida para siempre: aquellas voces hablaban algo que tenía que ver con grupos, comunidades, discípulos que no había escuchado nunca en mi vida. Hablaban como si fueran los dueños de una verdad que debía seguir imponiéndose a toda costa, hablaban de su organización como la organización de las mentes oscuras, de sus detractores, unos tales discípulos de Sócrates, que continuaban insistiendo en darle a la gente el poder de la iluminación de la búsqueda del conocimiento y de lo peligroso que eso podía resultar para sus intereses.

Hablaban de eliminar a éstos últimos, de desgastarlos, de perseguirlos hasta el cansancio, de exponerlos al ridículo, de matarlos si fuese necesario.

Planificaron estrategias a corto plazo, desecharon otras y una vez terminada aquella reunión se marcharon presurosos.

Yo estaba totalmente paralizado ante lo escuchado, no sabía que pensar, no sabía de que se trataba todo eso o si simplemente era una terrible alucinación.

Intenté no moverme en absoluto pues ahora mi presencia allí, en el encierro de esa habitación, me habría delatado torpemente. Pero precisamente, el pensar en no mover mis músculos hizo que mi mano extendida tocara uno de los tantos objetos que allí se encontraban y éste cayera al suelo, sin que pudiera alcanzarlo antes de que impactara al final.

El ruido provocado fue un rito metálico pero leve, pero bastó para indicar mi posición.

Con una apertura rápida de la puerta de aquel recinto, aparecía frente a mí el dueño de casa, con los ojos desencajados y la mirada distante, sin llegar a entender del todo mi presencia allí.

Te juro Gastón que pensé que no habría mañana para mi, que ese era mi final. Pero contrariamente a lo que pensaba, aquel hombre me hizo salir de allí, me hizo sentar en su escritorio y me hizo partícipe y cómplice de sus secretos más crueles. No se que lo llevó a tomar aquella determinación, tal vez vio en mi alguien ávido de éxito personal, alguien en quien confiar, alguien a quien incluir en los propósitos de la organización.

Y así fue y en tiempos sucesivos me convenció de la finalidad de aquel cometido, de lo importante que era lo que estaba en juego y de lo peligroso que podía resultar la revelación de aquello confiado. Y ese peligro incluía a mi familia, incluía a mis hijos.

Bajo la amenaza de no volverlos a ver nunca más si no cumplía mi promesa de alejarme para siempre de ustedes, me hizo su mano derecha, me enseñó todo para llevar adelante esa misión, misión de la que ya era parte.

Me confió además que no le quedaba mucho tiempo de vida terrenal, que padecía una grave enfermedad que lo iba consumiendo lenta pero decididamente desde el interior de su ser y de la importancia de tenerme a su lado en esos momentos. Aquel hombre me protegió, me cobijó y además, como sinónimo de su lealtad hacia mi, al no tener más familiares que reconocer, me hizo único heredero de su imperio económico y material, repitiéndome, como últimas palabras en su lecho de muerte, que debía cumplir aquella promesa de olvidarme para siempre de todo lo que alguna vez se había parecido a una familia.

CAPÍTULO 26

La noche había resultado más reveladora de lo que alguien hubiera imaginado. En aquella habitación se habían dado lugar confesiones asombrosas. La expectación generada por todo aquello que se sucedió vertiginosamente los había dejado a todos sin habla, por lo menos a casi todos. Hasta los dos hombres que acompañaban al Gran Señor no sabían como reaccionar ante aquello que habían acabado de presenciar.

La vida de los integrantes de la organización de las mentes oscuras era, en general, una vida solitaria, alejada de sentimientos reales y duraderos para con alguien. La vida del Gran Señor parecía reflejar esto y era un ejemplo de vida en solitario, abocada solamente a las tareas de la organización. Pero lo revelado por éste hombre refutaba cabalmente lo que habían pensado hasta ahora.

El principal representante de aquella organización se mostraba frágil y sentimental, emocionado y conmovido por ver a su hijo una vez más después de mucho tiempo.

Aquel hombre, llamado Gran Señor, – como lo fue en un tiempo el sujeto que lo contrató como su empleado primeramente, luego se vio obligado a incluir en su organización y posteriormente le entregó todo lo que tenía, conjuntamente con su lugar de líder -, aquel hombre ahora era vulnerable. Y así de vulnerable no prestaría un buen servicio a los intereses de la organización.

Pero aún la noche era joven y no había llegado a su desenlace final. En ese preciso momento, luces de todos colores se veían a lo lejos como destellos de cometas y estrellas, voces apagadas de fondo, pasos apresurados que se acercaban por el pasillo central hasta aquella habitación.

Y de pronto, como salidos de un cuento, aparecieron oficiales de policía de todos lados al grito al unísono de:

¡Quietos! ¡Qué nadie se mueva! ¡Suelten sus armas!

Inmediatamente, los únicos hombres armados que pisaban la habitación, los que acompañaban al Gran Señor, soltaron y dejaron caer sus pistolas, levantando las manos al cielo como acto reflejo de aquella presencia policial.

Los jóvenes discípulos arremolinados junto al profesor que ya se encontraba de pie, estaban tan sorprendidos como aquellos hombres que se entregaban voluntariamente y eran apresados en ese momento por los oficiales.

El único que no expresó sorpresa fue Gastón, el único que conocía lo que parecía un acto de incoherencia e incomprensión para los demás.

– ¡Tío! Grito Gastón, ¡Nos encontraste! ¡Sabía que lo harías!

El tío de Gastón, hermano mayor de su madre Marta, había entrado en la escuela de policía muy joven y tuvo una carrera brillante dentro de la misma. Graduado con honores, condecorado en varias ocasiones por actos heroicos y de enorme valentía y arrojo, ocupaba actualmente un cargo más que importante dentro de la institución policial y poseía el rango mayor a alcanzar por cualquier policía.

Dedicado hoy más a los papeleos, las reuniones y los eventos de gala, Manuel, el tío de Gastón, no había olvidado sus días de patrullaje y de calle; es más, la llamada que recibió de Gastón hace unas horas atrás, lo había revitalizado en su espíritu de agente del orden y él mismo había organizado en pocas horas un numeroso escuadrón y se había puesto al frente del mismo.

– ¡Gastón! Lo saludó su tío, por suerte no te han hecho daño, ni tampoco a ninguno de tus amigos por lo que veo. Por suerte llegamos a tiempo.

La montaña de basura, cajones y demás elementos que dejaron apoyados en uno de los lados del muro de la casa nos fue de gran ayuda, de otra forma no se como hubiésemos encontrado el lugar. El barrio es grande y oscuro, era como buscar una aguja en un pajar.

Gastón saludó a su tío con un fuerte abrazo, gustoso de verlo como nunca había estado en su vida. Sus amigos, imitando a Gastón, se arrojaron sobre Manuel haciendo de aquello un gran abrazo de oso, riendo con ganas, riendo como hace tiempo no lo hacían.

El profesor, extendiendo su mano a Manuel le agradeció con un fuerte apretón de manos.

– Agradézcaselo a él, dijo Manuel, señalando a Gastón. Él fue quien nos advirtió, él fue el héroe de ésta película.

Gastón mirando a Lucía dijo:

– No quise decirte lo de la llamada a mi tío antes de salir para aquí porque me habías dicho que la policía no debía involucrarse en el secuestro del profesor, que ellos no nos entenderían y no nos darían importancia. Pero mi tío no es así como puedes ver.

– No me dijiste que tenías un tío en la policía.

– No tuve la oportunidad, de veras, además tú estabas al mando, sonrió Gastón.

Lucía presurosa y con una sonrisa tímida, se acercó a Gastón y lo besó dulcemente en la mejilla.

Gastón experimentó algo que quizás no había experimentado jamás en su vida: el amor.

– Realmente, comenzó a decir el profesor, este chico es una caja de sorpresas.

Los oficiales, con los hombres ya esposados y prontos para ser trasladados, esperaban ansiosos la orden de su superior para comenzar con dicho operativo. Manuel, que todavía se encontraba cambiando alguna que otra palabra con el profesor, con un leve giro de cabeza y con un rápido ademán con la mano, daba la orden del traslado de los recién detenidos.

Entre ellos se encontraba el padre de Gastón que marchaba último en la fila humana, acompañado por un oficial que lo tomaba por detrás. Casi abandonando la habitación, habitación que había sido testigo de los sucesos más inhóspitos e insólitos en solamente un par de horas, el Gran Señor frena su andar y dando media vuelta mira a Gastón que lo observaba fijamente.

– Hijo mío, perdóname, expresó, con lágrimas que seguían cayendo en abundancia.

El momento duró una eternidad. El oficial que acompañaba al detenido lo empujó para que continuara con la marcha hacia los patrulleros.

Y en ese momento, Gastón emprendió una veloz carrera hasta quedar enfrentado con aquel hombre que supo conocer bien una vez.

– Si papá, te perdono, expresó Gastón, apoyando una de sus manos en las mejillas húmedas de su padre, cubiertas de barba.

El hombre sonrió a Gastón y le ofreció una mirada llena de dulzura, mirada que su hijo reconocía muy bien de su tiempo pasado juntos.

– Gracias hijo, se animó a decir.

CAPÍTULO 27

El verano se hacía sentir sobre la ciudad.

Ya habían pasado las épocas más oscuras y frías aquel año, también para Gastón en lo personal.

El sol brillaba fuerte y claro y parecía derretir todo a su paso.

La brisa cálida del mediodía hacía imposible cualquier intento de estar a la intemperie sin la protección de algún refugio de sombra.

Las clases habían terminado por ese año.

Desde aquellos acontecimientos oscuros y dramáticos, las cosas habían tomado su cauce normal. Gastón había resultado ser un muy buen estudiante, digno representante de la raza de los “homo sapiens-sapiens”, hecho que a su madre la hacía sentir plena y feliz. También ella, con la noticia de aquellos acontecimientos que tuvieron involucrados a su hijo y su exmarido, había cerrado una etapa aún inconclusa, que tenía relación con el conocimiento que ahora tenía de lo que había sido de aquel hombre todos estos años.

Gastón frecuentaba a Lucía. Se veían para ir a la playa, para salir a pasear, para comer con amigos. Era una relación muy especial y las cosas iban muy bien. Quizás con un poco más de tiempo juntos, podían intentar ser algo más.

Pero por ahora eso a Gastón no le preocupaba, disfrutaba plenamente de su compañía. Eran como dos almas gemelas nacidas para no separarse jamás. Era como el mito del “hombre andrógino” de Platón, que habían leído y comentado en una de sus reuniones de discípulos.

El mito relata que, en el comienzo de los tiempos, los hombres poseían los dos géneros a la vez, hombre y mujer en un solo ser. Pero su arrogancia, ambición y vanidad habían enfurecido mucho a los dioses, que contemplaban como estos hombres hermafroditas querían parecerse a ellos.

Y fue así que decidieron separarlo por mitades, hombre por un lado, mujer por el otro, para así disminuir su poder y sus pretensiones.

Desde entonces, hombre y mujer buscan incansablemente su otra mitad, la mitad que les fue arrebatada hacia el inicio de los tiempos, mitad que desean unir con desesperación para así volver a ser dioses otra vez.

De este mito de la antigüedad provenía la expresión de “alma gemela” o “media naranja”, expresiones usadas a menudo por las personas pero desconociendo su real significación.

Las reuniones de los discípulos de Sócrates habían entrado en el receso de verano. No se reunirían mientras duraran las vacaciones.

Al fin y al cabo, hasta los discípulos de Sócrates se merecen unas vacaciones, le había comentado Lucía a Gastón.

Pero para Gastón no habían terminado sino que acababan de comenzar. Eran distintas, en otro ambiente, bajo otras circunstancias.

Dos veces por semana, Gastón pasaba por la biblioteca o tomaba un libro disponible en su casa, subía al bus que lo llevaba hasta la penitenciaría de la ciudad y, en el horario de visita de reclusos, se sentaba con su padre a compartir el amor por la lectura. Gastón guiaba la reunión, leía las citas bibliográficas y realizaba comentarios de lo leído.

Su padre lo observaba y disfrutaba mucho al verlo, se recreaba con aquel hombrecito que ya era y que ahora se había convertido en un apasionado y entusiasta buscador del saber.

En la medida de sus posibilidades, su padre trataba de emitir una opinión que estuviera a la altura de los razonamientos y conclusiones que su hijo expresaba con soltura. Pero eso no era lo más importante.

Lo más importante era que había recuperado, por lo menos en una parte, a su hijo mayor. Quizás con el tiempo su hijo pequeño querría verlo; quizás con el tiempo la madre de sus hijos le regalaría una corta visita.

Pero por ahora le bastaba lo suficiente que Gastón lo hubiese perdonado por lo que había hecho. Y no se refería solamente a lo que había hecho al pertenecer a la organización secreta de las mentes oscuras y secuestrado al profesor, sino a lo que significaba haber desaparecido de la vida de su hijos por más de diez años.

Y así iba pasando el verano que había unido, una vez más, a un padre con su hijo en aquella cárcel de ciudad.

Unidos por la lectura, unidos por el conocimiento como única fuente de poder real que posee todo hombre, unidos por la búsqueda sincera de sabiduría que se realiza a través del diálogo, al igual que lo había hecho y enseñado el gran filósofo griego llamado Sócrates, hombre que según el oráculo de Delfos y quienes lo conocieron, fue el hombre más bueno, justo y sabio del mundo.-

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