Ella desesperaba de alcanzar un justo contrato con el energúmeno de su editor. Aquél le daba largas y algún pequeño anticipo «a cuenta» que luego no sustentaba con una liquidación pingüe. Al final la autora, frustada, se contentaba con lo poco que obtenía pensando en el mérito que iba acumulando al tiempo que estaba convencida, en sus momentos de euforia, de que su hora estaba a punto de llegar.

Un día, al pasar por la gigantesca cristalera de la LIBRERÍA CENTRAL, se quedó atónita. Allí, en primer plano, rodeado de pétalos, anuncios y reseñas, se encontraba «su» obra. La carátula presentaba un tren que entraba en una niebla azul y un horizonte de cálidos resplandores donde, en letras de oro figuraba el título: TU CUERPO, TIERRA DE NADIE.

Era un relato intimista que recordaba parte de la azarosa vida de su abuelo, siempre caminando por lugares fronterizos. Los episodios centrales, LAS ALAMBRADAS, MAYO EN EL INFIERNO y SUTIL ES TU SONRISA, trataban el encuentro, peripecias y primeros amores con la abuela, a la sazón partisana…

El corazón le latía con fuerza y entró en el establecimiento con la idea de identificarse y empezar a firmar ejemplares.

«¿Es esto lo último?», preguntó a la empleada que se entretenía en hacer lacitos de regalo tras el mostrador.

«Sí, y la tirada es de…»

Ya no la oyó.

Se había percatado de que como autor figuraba el nombre de su editor y ella no aparecía por ningún lado.

Musitando algo ininteligible, salió a la calle.

Milagrosamente, los vehículos iban esquivando a la joven, incapaz de situarse en sitio alguno con cierta lucidez. Insegura fue callejeando hasta llegar a su casa.

Estuvo una semana sin salir. Tan sólo un par de veces a la droguería y a la farmacia.

Comía poco de sus reservas de la alacena siempre bien surtida. Bebía agua fría, café y ron.

Durante ese tiempo no se duchó y apenas lavaba lo elemental de su persona.

Al fin lo acabó.

Desnuda se introdujo en la bañera. Encendió un cigarrillo de la pitillera que su madre le regalara cuando cumplió años de mayoría de edad. Eran especiales. Labor cubana con mezcla de alguna yerba ritual…

Tarareaba una melodía repetitiva y obsesiva del más puro Rachmaninoff. La música tenía que ver con el cuadro de Böcklin que tenía en la cabecera de su cama. Una figura, con una sábana, por tocado, erguida sobre una barca, navegando hacia una lúgubre isla flanqueada por cipreses.

Movía rítmicamente su mano derecha ora dentro, ora fuera del agua.

Fumaba e introducía su cabeza en el líquido elemento, con sales en disolución, dejando resbalar su menudo cuerpecillo bajo la superficie. Soltaba el humo en burbujas que rompían al llegar al exterior, liberando un aroma digno de la cueva de una pitonisa.

El baño parecía cualquier cosa menos una habitación higiénica.

Un último trago y se puso en pie.

La piel erizada. Las manos violáceas. Los pechos jóvenes firmes. La línea de la cadera podría ser ejemplo de manual de un tratado de Praxiteles, con una curva lánguida y mortal.

Cubrióse toda con una gran toalla y marchó solemne hacia el dormitorio. El espejo reflejaba una cerúlea figura muy acorde con el cuadro.

Se miró. Se gustó.

Sin ropa interior, enfundóse en una especie de peplo blanco que ciñó con un cíngulo morado con hilillos de oro auténtico.

Con una capa de color negro, de un tejido ligerísimo, disimuló la vestimenta, más propia de una vestal que de una pobre novelista.

Cargó con la carpeta de cuero que llevaba habitualmente con los originales que ella escribía.

El taxi solicitado el día anterior esperaba.

Durante el trayecto las mejillas de la muchacha fueron encendiéndose producto del alcohol y de la ira. Su cuerpo se tensó.

El taxista evitó con miedo la mirada torva de la extraña mujer que acababa de transportar.

«¡Quédese con el cambio!», masculló ella.

«¡Y suerte!», añadió torvamente.

Sube las escaleras del viejo inmueble.

Hay un fuerte olor a legajos antiguos.

El marmol sisea al contacto de unos pies cubiertos con unas raras chinelas.

«¡Hola, tú aquí!»

«Pasa. Te explicaré»…, inicia el editor…

«¡Lee!», ordena ella.

El hombre, extrañado por el tuteo, se sienta en el sillón desgastado al fondo de un salón abarrotado de libros, documentos viejos y papeles resecos.

Ella, en pie, se deshace de la capa.

Él se sobresalta y comienza una lectura entrecortada con miradas furtivas hacia la figura de la cariátide de ropa translúcida.

El claroscuro de la escena va componiendo un escenario de tragedia griega.

El sol se ha puesto. Quedan pocos folios y el rostro del editor está congestionado.

«Esto es una obra de arte», se dice mientras enciende un antiguo quinqué.

«Discúlpame, voy a tu servicio», dice ella resuelta.

Y marcha entreabriendo su ropa y esbozando una sonrisa enigmática y sugestiva que es casi una invitación…

El editor galopa sobre las últimas líneas más pendiente de los sonidos y suspiros de la habitación contigua que del sentido del texto casi finiquitado…

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El jefe de Bomberos habla con el jefe de la Policía.

«Indudablemente el siniestro ocurrió por un despiste. No se puede quedar uno leyendo a la luz de las velas en un lugar repleto de libros que arden como la yesca».

«¿Se salvó alguien?», pregunta una periodista inquieta.

«Mire usted, joven, el dueño de la editorial durmióse y es la única víctima. Probablemente quiso salvarse con una prenda larga y negra como una capa que se encontró pegada a su cuerpo y aceleró la combustión. Al parecer algo le estalló entre las manos. Y por todas partes recogimos hojas marcadas en su borde con una extraña leyenda: «SIC SEMPER…»

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La muchacha vuelve a tener una joven apariencia. Está pintando un cuadro. Es un atardecer con tonos ocres en el que se distingue un tren que desaparece en la niebla azulada. Da pinceladas mientras repite «…TYRANNIS».

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