Cuento corto: Puertas abiertas

Cuento corto: Puertas abiertas

Ignacio Yaguez

26/07/2018

En mi nueva casa, los pomos de las puertas no cumplen una de sus dos funciones básicas: no se pueden cerrar. Al no poder cerrarse tampoco se pueden abrir, pero yo creo que lo uno causa lo otro y que al principio las puertas se podían abrir hasta que un día no se pudieron cerrar más y abrirlas dejó de ser una posibilidad.

Cuando esto ocurrió en primer lugar no era algo que me preocupase de manera especial. Sin embargo, por alguna razón la voz se corrió por el edificio y se acabó perdiendo por las calles del pueblo fruto de los saludos vespertinos y de los “¿Sabía usted que …?” que los suelen acompañar.

Ahora mi casa está llena de desconocidos que entran y salen a todas horas del día.

El primero de ellos entró unos días después de que los pomos se volvieran inútiles. Yo estaba en la cocina sirviéndome una taza de café caliente cuando de repente una cabeza se asomó por la puerta. Los ojos pasearon lentos por la habitación, inspeccionando cada mueble y cada espacio. La falta de sorpresa en su gesto me indicaba que para él yo no era más que otro de aquellos muebles. Aquel hombre me recordó al que se pasea por un museo con curiosidad, pero sin demasiado interés en lo que allí se expone.

No supe bien que hacer en aquel momento, me quedé sentado en la cocina con el café en la mano y pensando sin saber porqué en globos de colores escapándose en un cielo falto de nubes. Ni siquiera lo perseguí cuando sacó la cabeza de detrás de la puerta. Imagino que continuaría su paseo por la casa, escudriñando cada rincón en busca de algo que lo sacara de aquel aburrimiento crónico al que parecía sometido. Nunca podré comprobar esta teoría, ya que cuando salí de la cocina, me encontré sólo en la casa.

Apenas tuve tiempo para poner orden en mi mente acerca de lo que acababa de suceder cuando alguien más entró por la puerta principal. Esta vez era una pareja joven. El chico parecía estar en contra de entrar, pero su novia lo arrastraba tirándole de la mano. Los dos entraron, la chica irradiando entusiasmo. Pasaron por mi lado sin repararse en mí, de la misma manera que el hombre anterior había hecho. Pensé en decirles algo, pero después decidí no molestarles y me retiré a la sala. Estaba metido en la lectura de “La isla” de Huxley cuando escuché la puerta de la entrada rebotar contra su marco. La pareja se había marchado.

Aquel momento es el último momento de tranquilidad que recuerdo. Poco después todo tipo de fauna empezó a hacer presencia por la casa: familias enteras con abuela incluida, jubilados a los que les habían quitado las obras de la calle principal o adolescentes que debían encontrarse en la escuela. Incluso una vez llegó una novia que, según pude escuchar que les contaba a los otros que se encontraban en la casa en aquel momento, se había escapado de su boda justo antes de dar el “sí, quiero”. Por supuesto todos aquellos siguieron tratándome como parte de la casa, nunca ninguno me dirigió una palabra.

A día de hoy, no me es poco habitual encontrarme a una madre haciéndole macarrones a sus hijos en la cocina mientras estos montan un escándalo o empujar la puerta del baño para ver a un anciano dándose un baño caliente. Más de una vez me he encontrado a alguien metido en la cama tapado hasta la coronilla.

Debo admitir que una vez uno se acostumbra, la situación deja de parecer tan extravagante como la puedo estar describiendo. Me he acabado acostumbrando a esta compañía silenciosa que camina en paralelo a mí con suficiente proximidad para poder sentir su calor, pero sin nunca cruzarse en mi camino.

El otro día cuando salí de mi casa para ir al trabajo e hice el inútil amago de sacar las llaves para cerrar la puerta una idea curiosa se paseó por mi cabeza. Quizá pudiese llamar a un cerrajero. Conforme meditaba la posibilidad, una señora de mediana edad me apartó con suavidad y entró en la casa. Desde la entrada pude escuchar como la señora saludaba a los otros:

– ¡Hola, buenos días!, ¿Sabía usted que…?

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