Camino por una calle de tierra con la camisa desprendida. Ha llovido y yo voy saltando, tratando de esquivar los charcos. No puedo mojarme los zapatos, no estoy segura de cuándo será la próxima vez que encuentre unos nuevos. Me dirijo hacia la ruta, estoy dispuesta a salir de aquí. Tal vez pueda llegar a la ciudad, me dijeron que en la ciudad pasan cosas grandes. Y yo necesito que algo grande me pase.

Deben ser las siete de la tarde, en esta época el viento del sur se comienza a sentir antes que anochezca. La campera negra quedó sobre el sillón. Debería haberla levantado antes de salir, pero no tuve tiempo. Salí lo más rápido que pude. Camino rápido, doy un paso y me levanto el jeans. Doy otro paso y me refriego los brazos, me acomodo el pelo.

Estoy un poco despeinada. Paso los dedos por un mechón y me lo pongo hacia delante para tapar el agujero de mi camisa. No sé si el agujero es grande o pequeño, creo que depende desde la perspectiva de quien lo mire. Si se tratara de una mujer fina que va a la iglesia, seguro que lo verá grande. Aquí en el pueblo todas las mujeres finas van a la iglesia. La mayoría de ellas compran su ropa en la capital. Por eso están siempre impecables: con sus tapados de piel, sus botas charoladas y sus pantalones ajustados. Cuando van a la panadería donde yo trabajo bueno… donde yo trabajaba; ni siquiera te miran a los ojos. Solo señalan los productos, te preguntan cuánto es, le pagan a la dueña y se van. Pero yo sé que si le preguntara a La Moni qué tan grande le parece el agujero, me dirá que es un agujerito… pequeñito. La Moni es mi vecina. La dueña de la panadería siempre separa una bolsita de pan para ella. Yo me encargo de acercarle la bolsa hasta su casa, como quien va a tomar mates con una amiga y le lleva un obsequio. Le hubiera dejado una nota de despedida, pero no tuve tiempo. Ni siquiera pude cambiarme la camisa rota. Sé que si Roberto hubiera visto el agujero, me hubiera dicho que me iba a quemar la camisa, como de costumbre.

La primera vez que salimos con Roberto fuimos al Rosedal. El Rosedal es un camino largo repleto de rosas y de flores a orillas del río. Dónde las parejas se pasean, se abrazan, se besan. No es que las rosas fueron puestas ahí apropósito. No es que la comuna haya hecho, en nuestro pueblo, un paseo exclusivo para los enamorados. Las rosas están ahí porque el jardín de Doña Mercedes está rodeado de flores. Y el fondo del jardín de Doña Mercedes colinda con la orilla del río. El escenario es hermoso: la casa es tan grande que da la sensación que no acaba nunca. A lo lejos se escucha cómo el agua golpea suavemente en las rocas. Con Roberto paseábamos tomados de la mano. El paseo fue mágico: yo cerraba los ojos para percibir mejor el aroma a tierra mojada, y sentía como las flores se hacían parte de mi piel. Es más, me sentía una flor de su mano. Una frágil rosa de pétalos colorados. A mitad del camino hay una gruta con la Virgen del Valle. Quien pasa por ahí enciende una vela o le deja una notita. Yo estaba tan emocionada que saqué de mi mochila un encendedor. Quise prender una vela para pedirle a la Virgencita que mi amor con Roberto no acabara nunca. Cuando estaba por agacharme, él me tomó por la cintura, me levantó y me hizo dar una pequeña vuelta con los pies fuera del suelo. Con Roberto reímos. Luego quise agacharme de nuevo para encender la vela. Pero esta vez me levantó por detrás de las rodillas, hizo que todo mi cuerpo recayera sobre su hombro. Corrió conmigo a cuestas, lejos de la gruta, lejos del camino. Llegamos hasta el río y él siguió corriendo hasta que el agua le llegó a la cintura. A mí me zambulló entera. Estaba empapada. Nos causaba mucha risa. En un intento de salpicarle agua en la cara, me resbalé con una piedra. Me resbalé y él agarró mi cintura. Quedamos muy cerca mirándonos a los ojos. Para eternizar ese momento con una mano agarró mis mejillas, me llevó contra sus labios. Nos fundimos en un beso perfecto. Salimos del río antes de la puesta de sol. Camino a casa, yo pensaba cuánto me quería.

Las cosas con Roberto se fueron dando poco a poco. A mí me gustaba salir de casa y caminar doce cuadras hasta la panadería. Me gustaba sentir el viento en mi rostro. Pero Roberto comenzó a buscarme y llevarme del trabajo. Siempre se cercioraba que llegara bien a mi casa. La calle estaba muy peligrosa, me decía. Antes en el pueblo no había rumores de robos, ni de mujeres asesinadas a un costado de la ruta. Pero habían aumentado esos rumores. Un día vimos patrullas de policías a un costado del camino. El pueblo no tenía patrulleros. Eso significaba que eran de la ciudad. Y considerando que la gente de la ciudad no se interesa por la gente del pueblo; los patrulleros le daban gravedad al asunto. No sabemos muy bien qué buscaban. Pero buscaban algo o alguien. O alguien enterrado en algo. Nunca supimos el motivo de los policías en el pueblo. Pero fue suficiente para que Roberto insistiera con el tema de las doce cuadras hasta el trabajo. A mí me gustaba caminar sola, como dije antes. Pero me seducía la idea que Roberto me quiera cuidar. Al principio no me parecía bien cambiar de rutina. Ya no podía acercarme hasta lo de Mónica y tomar mates. Pero era cómodo que él me llevara en la moto. Y aunque la perspectiva era distinta lo mismo sentía el viento en mi cara.

Así que me acostumbré a la idea de que me lleve y me busque de todas partes. Me acostumbré a eso y a muchas cosas más. O no salir más con mis amigas porque siempre era motivo para pelear. Me acostumbré al pensamiento de que todo sería distinto. De que en algún momento volveríamos a ser los dos enamorados caminando por el Rosedal. Me acostumbré a que me visite a la hora que él quisiera. Y de a poco se le hizo costumbre llegar borracho a casa.

Estoy llegando a la ruta, sólo me faltan dos cuadras. El plan es ir, hasta la ciudad, en colectivo, si es que pasa… Por lo general demora una hora. Espero tener suerte porque si no, pasa cada dos y yo no puedo seguir esperando. De última si veo que el colectivo está retrasado voy a hacer dedo. Quizás pasa algún conocido que me quiera dar un aventón. A Roberto no le gustaría nada que me suba al auto de un extraño. Aunque aquí en el pueblo nos conocemos todos. Eso es lo que jamás pudo entender. Recuerdo la vez que se había demorado en buscarme del trabajo. Yo ya no usaba zapatillas. Llevaba los zapatos taco aguja que me había regalado en compensación de una pelea que tuvimos. A mí me encantaban esos zapatos, me sentía una chica de la ciudad. En la panadería las mujeres finas de la iglesia me saludaban con respeto. Eso me hacía sentir bien, así que los usaba seguido. Ese día Roberto ya llevaba retrasado media hora, estaba por oscurecer y no me quedó otra que ir caminando. Las calles de tierra no ayudan a las caminantes de taco aguja. En la tercera cuadra trastabillé, me doble el tobillo y quedé esparcida por el suelo con el taco en la mano.

Para mi buena–mala suerte pasaba por ahí Fede. Mi gran amigo Fede, el que siempre aparecía en las situaciones más inoportunas. El que siempre estaba, aunque no se lo pidiera. No sé bien si se trataba del destino o simplemente resultaba que existía alguna energía extrahumana que nos hacía toparnos en los momentos menos predecibles. Desde que había comenzado a salir con Roberto, esa energía se había esparcido y como consecuencia nos habíamos distanciado. Me gusta pensar así. Creer en el destino, en que las cosas están escritas, que la vida cuando uno nace ya está marcada y que no puedes saltarte los capítulos. Prefería pensar así y no adjudicar esa distancia con Federico a los celos de Roberto. A veces es mejor creer en las fuerzas sobrenaturales antes que hacernos cargo de nuestras decisiones. Pero ese día, ese tropezón hizo que alguna cosa que estaba estancada comience a fluir. A veces las personas necesitan tropezar para volver a levantarse. Se necesita tropezar para mirar a tu alrededor y ver las cosas con otros ojos, desde otra perspectiva. Se necesita tropezar para armarse de valor y poder levantarse con más fuerza.

Luego del circo de los taco aguja, el tobillo y la rodilla ensangrentada. Fede se estacionó con el auto y me ofreció acercarme. No lo dude por mucho tiempo. Cuando estábamos llegando a casa apareció Roberto en la moto. El escándalo que armó es irrepetible. Me obligó a bajarme del auto y a subirme a la moto. Y no supe más de la vida de Federico.

Desde ese momento ya no volví a mirar de la misma manera a Roberto. Podía aguantar que me levante la voz. O que me rompa la ropa. Hasta podía aguantar que me agarre el brazo con fuerza. Pero no iba a permitir que lo haga frente de mis amigos. Me arrepiento de aquel día en el Rosedal. Me arrepiento de haber dejado de prender una velita porque él no quería que lo haga. De haber aceptado a que me busque en su moto. Pero ya no más. Es por eso que ahora estoy llegando a la ruta. El camino se hizo largo pero aquí estoy. Se ven unos bultos que parecen personas. Y que en realidad son las mujeres finas de la iglesia, que distinguí cuando estuve más cerca. Están al rededor de un auto con la cajuela levantada. Una de ellas lleva una pala en su mano, como si estuvieran por enterrar a algo o a alguien. Pensé en esconderme, pero no tuve tiempo. A penas notaron mi presencia comenzaron a perseguirme. Y ahora estoy corriendo, por el costado de la ruta, escapando de cinco mujeres de botas charoladas, con la esperanza que pase de una puta vez el colectivo.

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