El rugido de la chiquillería al final de la jornada escolar llenaba la calle. Era el preámbulo del partido que aguardaba en el descampado frente al colegio. Una llanura terrosa, agreste y desnivelada, en lo alto de un terraplén, lo suficientemente alejado del tráfico urbano, se convertía en las soleadas tardes primaverales en escenario de desafíos futbolísticos pactados en el horario escolar.

La aridez del lugar lo supeditaba todo a la imaginación. El campo de juego no enmarcaba lindes. Desde un punto central, localizado a la buena de Dios, los pasos ansiosos de los chavales ejercían como única vara de medir hacia derecha y hacia izquierda. Puede que fueran cuarenta, quizás, cincuenta o sesenta zancadas a cada lado. Todo dependía de las ganas de correr tras el balón. En el empeño se vislumbraba la clase de jugador. Los técnicos, los de toque suave de pelota, generalmente de escaso fuelle, se inclinaban por dimensiones reducidas, para saborear mejor el juego inteligente y creador que atesoraban en pequeños espacios. Tiraban a chupones, pero abrían huecos y eran generosos en la culminación de la jugada. Los gregarios se posicionaban en contornos más abiertos. Les gustaba correr y marcar de cerca al que se suponía figura del rival. Conscientes de su escasa habilidad con el esférico, del que se desprendían a las primeras de cambio, daban la imagen de esforzados y guerreros, metiendo pierna sin remilgos, sin temor a la dolorosa patada en la canilla. Aquello abría las primeras discusiones acaloradas pre partido. Se iban sus buenos minutos en tan subjetiva delimitación de fronteras.

No terminaban ahí las cuitas y desconfianzas. Llegaba la medición esencial: la de las porterías. Sólo podían ser unidimensionales (a lo largo) .Nuevamente al ojo de buen cubero de los pasos, siempre con notario del equipo contrario, para evitar sospechosas picarescas de un paso de más o de menos. Unas cuantas carteras, reforzadas por el peso de libros y plumieres, eran las señales de los postes. Un testigo de escasos centímetros. La suerte suprema: el gol, tenía que pasar entre las metáforas de una muy básica cultura, aunque en ciernes de atractivas promesas. Las alturas del larguero quedaban en la nebulosa del reglamento no escrito. El de portero era puesto para el más bajito, si no había vocación o calidad contrastada en ese puesto. El límite se fijaba en la estatura del chaval, pues si no daba a alcanzar el balón con mano o dedos, el disparo a puerta se juzgaba en las proximidades de las nubes. Así, astutamente, se restaban posibilidades de acierto a los rivales.

Y con todo ese protocolo se empezaba el partido. Sin toque de silbato, porque el árbitro era perfectamente prescindible. ¿Para qué semejante estorbo? En aquel proscenio iban a caber tantas interpretaciones como jugadores. Las reglas del juego eran aeriformes, sin percha donde colgarse. Tampoco se pensaba en un entrenador, ni falta que hacía. La pizarra y los movimientos tácticos estaban supeditados a un objeto esférico y caprichoso, que tiraba de los hilos de la chavalería jugona como una marioneta, como moscas acudiendo a la miel. Un añadido a la emocionante alegría de una rivalidad sin dobleces. El juego no se olvidaba del instinto, ni de un prodigioso sentido de la orientación. Tenía que ser así. La vestimenta de unos y otros era el uniforme colegial. No había camisetas con colores distintivos, ni dorsales de posición. Un pase tenía que darse levantando la cabeza y escudriñando el rostro de un compañero de equipo u oyendo una voz amiga pidiendo la pelota, lo que tenía extraordinario mérito, porque, casi siempre, el griterío era formidable. El borceguí se disfrazaba de los zapatos Gorila, que consolidaban la fama de calzado todoterreno para las inclemencias y polivalencias de un curso escolar en aquellas épocas de nulas concesiones a lo superfluo.

El balón no era únicamente el símbolo de las porfías. El dueño cobraba el peaje de un protagonismo no siempre acorde con sus aptitudes. Podría ser el malhadado maleta, pero tenía el puesto asegurado por el salvoconducto incuestionable de su propiedad. Y si en las entrañas del chaval afloraban ramalazos caprichosos de liderazgo autoimpuesto, se aceptaban sin rechistar, no fuese que un cabreo arrebatase a todos el tesoro en disputa. Un chantaje afectivo consentido por unanimidad, por no oír un imaginado pitido final anticipado. Solían ser de plástico. Pensar en un balón de cuero, de los llamados pomposamente de reglamento, era tanto como imaginar el juego sobre una alfombra de hierba y golear en unas porterías con redes. Aquellas pelotas sorprendían con botes imposibles de predecir, pero aún peor era recibir un impacto en partes sensibles, porque dolía, vaya si dolía. Los ronchones colorados dejaban el acta notarial de la penitencia.

Así jugábamos al fútbol en mis años de colegial. Cierto que la ciudad era por aquellos tiempos abundante en solares e incluso en calles poco transitadas, en las que pegar unas patadas y fantasear con las jugadas imposibles que veíamos en los ídolos de los clubes de nuestros amores. Sí, había que esparcirse en el ámbito de las carencias. Ingeniosidad y camaradería operaban como señas de nuestra identidad. No había más donde escarbar.

Mezcla de envidia, nostalgia y también pena, seguro son hoy las emociones de mayores que fuimos niños futboleros de barriada de posguerra. Envidia, puesto que ver actualmente colegiales que apenas levantan un palmo del suelo, equipados con uniformidades impolutas, en las que no faltan ni espinilleras, nos ponen frente al espejo de unos tiempos propios inoportunos. Nostalgia, porque hoy no hay calle con un pequeño polideportivo acogiendo porterías con larguero y redes, en las que se alojan a pares balones de cuero, de reglamento a la última moda. Y pena, porque todo eso se sume en una liturgia de chavalería madurando aprisa, sin concesiones a la imaginación de la necesidad, junto a ensoñaciones y soberbias paternas, buscando necios atajos en el largo camino hacia la gloria.

ÁNGEL ALONSO

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