EL DÍA DE LA MARMOTA

EL DÍA DE LA MARMOTA

Para leer más relatos visita mi blog: http://hhalmogo2000.blogspot.com.es/

¿Qué harías si vivieras siempre el mismo día?, no lo pienses ligeramente; date cuenta que pueden ser muchos días, muchísimos días, pero siempre el mismo para todos menos para ti. Tú serías la única persona que puedes hacer que ese día sea distinto, o para los que tengan algún tipo de iteración contigo. Mientras lo piensas pasemos a relatar la siguiente experiencia.

Antes de nada recomiendo ver la película ‘Atrapado en el tiempo: el dia de la marmota’ con Bill Murray y Andie MacCowell, ver el siguiente tráiler:

También recomiendo el libro ‘El lobo estepario’ de Hermann Hess.

Yo era un lobo solitario, digo era porque ahora ya no me considero así; ahora creo que he cambiado (menos mal que cambié, menos mal que el día de la marmota pasó, menos mal que pude levantarme en un nuevo día y no repetir siempre, una y otra vez, el mismo. Una y otra vez vivir aquellos días rutinarios, sin sentido, agrios, sosos e insípidos. Vivir en una rutina sin sentido es un sinvivir).

Soy hijo único, quizás por eso era como era; aunque no creo que sea relevante, dado que conozco a varias personas que lo son y no son así. Mi niñez y adolescencia que recuerdo fue insulsa: yo era muy tímido, con muchos complejos, poco comunicativo y poco sociable. Me costaba tener relaciones con los demás: ni con chicos y ni, mucho menos, con chicas. Estudié lo justo, dejé los estudios en bachillerato y mi padre me dijo que o estudiaba o trabajaba, y decidí empezar a trabajar. En aquella época se conseguía trabajo para chicos de 16 años como aprendiz; te pagaban poco, pero lo suficiente para mis pequeños vicios y me enseñaron un oficio. No me gustaba nada aquel empleo, pero me permitía cubrir mis necesidades básicas.

El tiempo pasaba, los días, los meses, los años, sin pena ni gloria. Tuve algunos acercamientos de algunas chicas; digo acercamientos porque cuando me conocían un poco huían en estampida. En cuanto a amigos, casi lo mismo, eran conocidos, no amigos; nunca intimé con nadie. ¿Por qué no era de otra forma? ¿Por qué era tan egoísta y me refugiaba en mí mismo? La verdad es que yo tampoco hacía nada por cambiar, siempre me decía: ‘Yo soy así y no puedo cambiar’, ¡qué confundido estaba¡ Todos podemos cambiar, no totalmente; no estamos hablando de cambiar de cuerpo, salvo lo que envejecimiento y la propia naturaleza influyen en él; no estamos hablando de cambiar nuestros valores más hondos; no estamos hablando de cambiar totalmente nuestro carácter y nuestros gustos, pero sí adaptarlos al medio. Podemos suavizar nuestros peores defectos y ensalzar nuestras virtudes, las pocas que tengamos. Con la experiencia podemos aprender a tener más autocontrol, aunque, a veces, duela y tengamos que mordernos la lengua; aunque tengamos que ir a un paraje desierto y gritar todo lo fuerte que podamos para liberar la energía negativa acumulada, para llorar desesperadamente de rabia, de dolor, de sufrimiento. Sí, allí donde nadie nos observe; allí donde nos sintamos seguros de que nadie nos sienta u oiga. Después de eso, volveremos a nuestra ruin rutina pero algo liberados, con el estómago sin tensiones, hasta que se vuelvan a acumular y repetir la misma terapia.

Mi vida cambió, pero a peor, a raíz de que murieran mis padres. Ellos eran mi única relación con lo que, podríamos llamar, familiares. El resto de mis familiares o vivían muy lejos o se habían alejado de mí; como dicen ‘las distancias las marcamos las personas’. Tenía una casa, un trabajo y a mí mismo, era todo lo que tenía, ¡nada más tenía eso¡ Algunos pensarán que tenía cubierta mis necesidades básicas; sí, tenía cubiertas mis necesidades básicas físicas, terrenales y materiales; pero, y mis necesidades afectivas, sociales, ¿qué pasa con mis necesidades espirituales? De esas necesidades nada de nada. Lo cierto es que yo era el culpable de eso; cierto que yo fui quién sembré nada, y por tanto, ¿qué es lo que recogía?, pues eso: ¡nada de nada¡

Varias personas intentaron acercarse a mí, y fui yo quien las alejé, sólo pensaba en mí, ¿y los demás? ¿Los demás no existen? ¿Los demás no cuentan? Ahora me doy cuenta de que todo cuenta en esta vida, y en lo que respecta a las relaciones con los demás cuenta: el panadero, la cajera del banco, el vecino de arriba, el que se sienta a tu lado en el metro, el compañero de trabajo, …. hasta tu jefe cuenta por muy bien o mal que te trate.

Que fácil hubiera sido si a todas las personas con las que tenía contacto las mirara simplemente a los ojos y las hubiera sonreído; sólo con eso hubiera cambiado muchas cosas. Pero no, yo siempre miraba al suelo, ¿miraba sus zapatos?, ni eso, lo que intentaba era evitar cruzar la mirada con alguien, por si, al mirarme, descubrieran cómo era yo. Cuando, realmente, haciendo eso, mirar al suelo, decía a todos a gritos cómo era yo, no necesitaban mirarme a los ojos, ¡no les hacía falta¡

Mi vida se convirtió en una rutina continua: levantarme, ducharme, afeitarme, desayunar, ir a trabajar, comer sólo, claro, vuelta al trabajo, salir del trabajo, un paseo corto, hacer algo de compra, si se requería, volver a casa, algo de lectura, si conseguía concentrarme, tele, más tele, cenar, más tele y a dormir. Los fines de semana cambiaban algo: no iba al trabajo.

Pasé una época, que prefiero olvidar; entré en una depresión; no una depresión cualquiera, era una depresión dentro de otra depresión, dentro de otra depresión. De aquello sólo quiero mencionar que intenté hacerme daño, mucho daño. Menos mal que el siquiatra me dijo que únicamente había intentado llamar la atención, y yo le pregunté: ‘¿la atención de qué? ¿La atención de quién? ¡si no tengo a nadie¡’; él me contestó algo que fue lo que me hizo reflexionar; hizo darme cuenta que tenía que renovarme por fuera y, sobre todo, por dentro; hizo plantearme comenzar a vivir, no podía seguir con aquél sinvivir. Sus palabras fueron: ‘Dado que no tienes a nadie: ¡te has llamado la atención a ti mismo¡’

Aquello me hizo pensar durante muchos días. Poco a poco me fui dando cuenta que estaba en mi mano, y sólo en mi mano, la batuta de mi vida: yo podía redirigirla; yo podía cambiarla; yo podía manipularla, porque mi vida es solo mía, aunque tenemos elementos externos que nos pueden influenciar, lo fundamental de nuestra vida, el cómo orientarla, sólo depende de nosotros.

Todavía recuerdo aquel día, aquel día inolvidable que todo empezó a cambiar. Aquel día decidí hacer el primer cambio, un pequeño cambio, pero como dicen: para realizar un gran cambio, si quieres que perdure, tienes que hacer pequeños cambios y repetirlos hasta que ya no los consideres cambios. Mi primer cambio consistió en levantar mi cabeza al mundo, intentar mirar a la gente a los ojos, mirar mi entorno, mirar todas las cosas, mirar al cielo de vez en cuando y contemplar lo que me estaba perdiendo. Lo de la sonrisa, lo intenté, pero me fue imposible; aunque lo intenté varias veces notaba que era una sonrisa falsa, porque mis ojos estaban apagados y tristes. Una sonrisa verdadera no es enseñar los dientes, es enseñar los ojos sonrientes.

Aún recuerdo los detalles de aquel día: entré en el metro como cualquier otro día, pero esta vez con la cabeza alta, sin complejos. Entré en un vagón abarrotado, como cualquier día en hora punta. Empecé a ver las caras de los que me acompañaban en ese trayecto: caras somnolientas, caras sombrías, caras indiferentes, caras ensimismadas y alguna que otra cara feliz.

Todos me parecían que iban vestidos de forma parecida: toda una gama de grises, vestidos oscuros, abrigos nublados y chaquetas sombrías. ¿Se habían puesto todos de acuerdo? ¿Era el uniforme para ir a trabajar? Pero me sentí que, aunque fue mi primera vez y, por supuesto, no la última, sabía cómo eran las personas que estaban cercanas a mí: morenas, rubios, pelo corto, largo, sin pelo, con gorra, ojos oscuros, claros, … Cuando estaba ensimismado observando a la gente, de repente la vi, ¿quién era? Estaba al fondo del vagón y sólo podía ver, entre tantas cabezas y cuerpos, su cabello rubio dorado y un abrigo azul claro como el cielo que destacaba del resto, ¡ella iba sin el uniforme¡ No conseguí verle la cara, pero llamaba la atención ver aquel rayo de luz ante tanta nube. Intenté acercarme a ella a base de empujones y malas caras pero, justamente antes de poder acercarme lo suficiente, ella salió del vagón.

Quizás no fue nada especial para el resto de personas que abarrotamos aquel vagón descolorido, pero, para mí, fue lo más especial que me había pasado hasta ese momento. Lo que empecé a sentir fue algo que nunca había sentido. Empecé a tener una sensación en el estómago distinta, una sensación de bienestar por un lado y de relajación por otro; como si todas mis tensiones hubieran desaparecido de repente. Pero, además, tuve otra sensación extraña, una sensación de temor, ¿de temor a qué?, claro temor, no, mejor, pánico a no volver a ver aquella melena dorada.

Al salir del trabajo me sentí distinto, tenía ganas de caminar, tenía ganas de pensar, de reflexionar y, sobre todo, de recordarla. Me vi envuelto, sin querer, en mi segundo pequeño cambio. Fui caminando del trabajo a casa sin coger el metro con la cabeza alta: dos en uno, ¡no me lo podía creer¡ Pude observar lo que me rodeaba y, algo también me pasó que me dejó dubitativo, empecé a oler mi entorno, empecé a conocer un sentido que tenía olvidado, el olfato. Las calles huelen, los árboles huelen, el aire, aunque contaminado, también huele, la primavera huele y las ganas de cambiar huelen. Me sentía con ganas de expirar y aspirar profundamente, coger todo el aire que me rodeaba, que no se escapara ni un sólo aroma de mi entorno.

Al día siguiente me levanté muy animado, como nunca, ¿me encontraré con ella? ¿La podré ver la cara? ¿Cómo será? Pero, por otro lado, el miedo se apoderó de mí. Si la veo ¿qué verá en mi? ¿Verá a la persona que soy?. Y, como tantas personas, ¿al conocerme huirá de mí? Aun así, le eché valor y cogí el mismo vagón pero, como era de esperar, ella no apareció. Por la tarde volví andando de nuevo, aunque los olores se apagaron ligeramente, intenté pensar sobre lo ocurrido y llegué a la conclusión de que por ella, y sobre todo por mí, tenía que seguir con mis pequeños cambios, por si me volvía a cruzar con ella, viera a otra persona, no la que en aquel momento era.

Y así comencé a realizar pequeños cambios todos los días: hacer deporte, pasear mucho, reflexionar; hacer otras actividades sólo y otras con varios grupos, ¡empecé a relacionarme¡ empecé a leer más, ¡ya podía concentrarme mejor¡ Mis fines de semana eran de ocio, eran de diversión, no de introducirme en mi casa, de introducirme en mi mismo. Empecé a conocer a los que me rodeaban, a no tener miedo al qué dirán, a intentar conocerme más, porque yo no soy como yo era. Me di cuenta que una persona deprimida muestra eso: una persona deprimida. La gente ve lo que le muestras. Si estás bien, tus defectos y complejos parece que desaparecen.

Por supuesto que no he vuelto a ver aquél abrigo azul; aunque he vuelto a coger el mismo vagón multitud de días, no lo volví a ver. Algunos días me pareció verlo de soslayo, pero, al darme la vuelta, había desaparecido; no sé si fue real o no. Lo único que es real es que le tengo que agradecer mucho a aquella chica, a aquel rayo de sol, a aquel rayo de esperanza que irrumpió en mi vida y que me inspiró y ayudó a cambiar casi por completo.

Lo que aprendí es que hay que huir de las rutinas como de la peste. Todos los días intento hacer algo distinto: pasear por un sitio por donde antes no había paseado, escuchar una canción distinta, leer cosas variadas, dejarme llevar por la corriente y por lo inesperado; no planificar tanto, echarle un poco de pimienta a mi existencia, hacer de cada fin de semana unas mini vacaciones, relacionarme con los que me rodean: todos tienen algo nuevo que contarte, algo que transmitirte, y tú a ellos. Sonreír, que no duele, pero sonreír de verdad, con los ojos. Llorar cuando hace falta, no hay que avergonzarse de eso, y si es con un buen amigo o amiga que te entienda, mejor que mejor. Hacer las cosas con pasión, contra más cosas de las que haces, las haces con pasión, más cerca estarás de una vida plena.

Todavía hoy me pregunto: ¿quién era aquélla chica? ¿Alguien la puso allí para mí? ¿Por qué mi vida cambió a partir de ese instante? ¿Era real, o fue sólo mi imaginación? Por supuesto, nadie puede contestarme a esas preguntas, pero lo que sí es cierto es que fue lo que mi vida necesitaba, lo que yo necesitaba para despertarme en un nuevo día.

FIN

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