Inmersión: La Crónica anónima de una Añeja Muerte

Inmersión: La Crónica anónima de una Añeja Muerte

De hojas secas, en un panorama negro, tan negro como el infinito de la soledad sin tiempo; y el desierto de la desazón suprema de la no cohesión entre ideas, seres y lenguajes; emergió el frío barro, mohoso, que acompañó aquella lápida pétrea olvidada, desgarrada, filtrada por el polvo y el hollín del olvido; la Voz Silente de quien murió en un ahogado grito, sin conocer jamás respuestas a las súplicas por la sublimación de su vital pena.

Primero fue, la descomposición, luego la degradante licuefacción en el letargo de la húmeda inhumación.
Posteriormente fue la desmaterialización del tejido – hueso, carne, cartílago – finalmente el amacijo inerte revuelto e infecundo de despojos fósiles; el alma fue estancándose con el paso de la saponificación cadavérica de la masa del cerebro; así, de esta manera, la conciencia de la muerte perduró apenas unos instantes más allá del certificado de deceso clínico.

Lo demás fue, paulatinamente el olvido en la memoria de quienes le conocieron, o más exactamente quienes lo apreciaron: Muy pocos. Lo cual fue tan evidente, cuando en su funeral faltaron brazos para cargar su pesado féretro. Los plañideros de los dolientes cercanos pudieron ser contados perfectamente por los dedos de una sola mano, sobrando varias falanges.

El legado de miseria, el legado de una vida tan llena como compleja, tan exquisita como vacía, impregnada de conocimientos, de experiencias, de vida, de sentimientos, de vivencias tan intensas, tan fuertes, tan extremas; subjetivas en su valoración y apreciación como las de todo el resto de los mortales. Quizá. Pero en últimas, la idiosincracia del elemento de momento de valor no tiene significancia, frente a la conciencia del dolor autoinflingido por su poco reconocimiento.

La tragedia estadística gaussiana, en últimas, de los intelectuales desprolijos, los artistas mezquinos y los poetas malditos… los verdaderos poetas.

La lluvia estacional ha llegado una vez más, para bañar la negrura de las ruinas marchitas; para humidificar, los estertores ecoicos atados a la imagen perenne en la memoria de quien alguna vez brilló y murió con las botas puestas, en la vorágine de la soledad. Pertinaz hiel que acompañó a su amargura en vida, el cianuro y el veneno de quien respirase, el aliento de su propia descomposición en vida hasta su condenado final.

Una muerte tan anunciada.

Y de repente…

Un puño de polvo fino oscuro, se levanta del panteón con misteriosa e invisible fuerza, la fuerza que siempre lo caracterizó con rebeldía suprema y en un gesto mueco de dura ira contenida, buscó prender la llama de la justicia – ¿O quizá la venganza? – reprimida por la cólera de todas las desaveniencias vividas, y la falta de oportunidad de equilibrio a la verdad. Su Verdad.

Con ojos inquinosos y el aura resplandecida del purificador llanto liberador del subterfugio de las trampas del silencio de la muerte – un gran Silencio como de Muerte – Su alma henchida en deseo de Justicia y Venganza se dirigió a la velocidad del instante sobre la esencia de los mortales que lo condenaron al exilio, al escarnio, y al ostracismo; aquellos que le demostraron con desprecio, el gran irrespeto que ellos cometieron en la frivolidad de sus acciones sin sentido, asesinándolo, las cuales socavaron una y otra vez, la noble paciencia que tuvo este ser en vida; hacia quienes escupieron con gran ingratitud, su entrega y el sacrificio de la consideración altruista hacia estos criminales… del frío cínico egoísta de su accionar con crueldad.

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