Entrevista a Anelio Rguez. Concepción

Entrevista a Anelio Rguez. Concepción

Debemos arrancar esta entrevista recomendando antes la lectura de la obra excepcional que nos ha impulsado a realizarla. Para quienes no conozcan Historia ilustrada del mundo, de Anelio Rodríguez Concepción, le hemos pedido permiso para reproducir sus primeras páginas, que arrancan con una imagen familiar: la de su abuelo y su padre. Primeras paginas cuya excepcional calidad no hace sino crecer a lo largo del libro, en el que recorreremos, de la mano de muchas otras imágenes prolongadas en texto, una saga que desde la pequeña isla canaria de La Palma se extenderá hasta abarcar una metáfora en la que cabe el mundo entero, como ya nos anticipa el título.

Hemos invitado a Anelio a un diálogo en el que profundizar en su práctica de esa su escritura que no teme mezclar con otros recursos distintos a la palabra; en dos libros anteriores a este, el autor ya había experimentado escribiendo a partir de los dibujos de uno de sus hijos cuando era aún un niño pequeño. Dado que, además de un escritor excepcional, Anelio es profesor de Lengua y Literatura, nos proponemos también abarcar un tema del máximo interés en Fundacion Escritura(s): la didáctica de la escritura.

PRIMERA CUESTIÓN

Quisiera comenzar pidiéndote que nos reconstruyas cómo ha sido el proceso de composición de Historia ilustrada del mundo, cómo surgió la idea de escribir a partir de un archivo familiar de fotografías y, muy en particular, sobre cómo, una vez te lanzaste, fue evolucionando tu relación con las fotografías como elementos de lenguaje más allá de su condición ilustrativa (a la que ya aludiría el título) y las distintas estrategias técnicas que has ido descubriendo para trenzar la esencia y los detalles de cada imagen con el relato por escrito que las acompañaría.

RESPUESTA

Desde niño, quizá inspirado por lo que veía en los viejos álbumes familiares, hice uso de las cámaras de mi padre, que era aficionado a la fotografía y al cine (con su fabuloso tomavistas Bolex, filmó muchas pequeñas películas de un valor testimonial incalculable, unas en el ámbito doméstico, otras sobre acontecimientos que concernían en general a nuestra isla, La Palma –la más occidental de Canarias– , como por ejemplo los carnavales de los años 60 o la erupción del volcán Teneguía en 1971). En la adolescencia y en la juventud dispuse de una Yashica de 6×6, de doble objetivo, una Waltz de 35, telemétrica, y una Praktica, réflex, con la que retraté a algunos parientes que vivían cerca de casa, unos más ancianos que otros, todos cariñosos, picarones, de mirada franca y aguda. Antes de iniciar los estudios universitarios en la isla vecina de Tenerife, tomé conciencia de que, junto a aquellas imágenes captadas sin pretensiones artísticas, convenía guardar para más adelante el gran caudal de historias familiares que allí borboteaba (cuando digo “allí”, me refiero al barrio donde nací y me crié, entre la carretera de Timibúcar y la calle de San Telmo, en la zona alta de Santa Cruz de La Palma, pequeña capital de la isla, delicioso enclave alongado al mar en el que durante siglos ha confluido la españolidad, el criollismo latinoamericano y la impronta liberal procedente de diversas partes de Europa). En este punto debo aclarar que mis escarceos literarios de juventud se circunscribían al género de la poesía, cómo no, pero nunca dudé de que había una pulsión de narrador detrás de ellos (es lo que sucede, no por casualidad, en mi primer libro, Poemas de la guagua, publicado en 1984). En fin, supongo que la fotografía venía a alimentar esa pulsión de narrador en ciernes. Me gustaba hacer fotos y me gustaba también, más aun si cabe, ver fotos, quizá porque sugerían el planteamiento, el desarrollo y el desenlace de mil y una historias. Ahora me parece lógico que esa temprana pasión por el retrato fotográfico se extendiera más adelante al arte pictórico y al oficio literario, tanto en el plano de espectador y lector como en el de pintor y escritor (téngase en cuenta que –mal que bien– he hecho incursiones en el arte de la pintura a partir de las enseñanzas puntuales de mi tío Quico, el paisajista Francisco Concepción, maestro del óleo y la acuarela ).

Con todo esto quiero precisar que Historia ilustrada del mundo es el fruto de un larguísimo proceso de aprendizaje y autorreconocimiento que, más allá de los filtros de la memoria personal y colectiva, tarde o temprano habría de traducirse tanto al medio de la imagen como al de la palabra oral o escrita. Ciertamente en este libro prevalece el peso de las palabras, si bien el referente de las fotografías confiere al conjunto un halo de expresividad añadida que libera a la literatura del corsé de las convenciones genéricas. Por eso se presenta como una obra heterodoxa, no sé si desconcertante (desde luego no tendría que serlo a estas alturas, cuando ya se ha experimentado de tantas maneras y con tan variados resultados en las fronteras de todas las artes): su discurso narrativo se asienta sobre el plano de la realidad –no el de la ficción–, busca resonancias poéticas y, al mismo tiempo, lleva al lector al terreno de la Antropología y al de la Historiografía puesto que se adentra en la intrahistoria de una comunidad muy concreta.

Decidí componerlo así hace muchos años, cuando en los ratos libres empecé a escanear todas las fotos de los viejos álbumes familiares, no sólo las que yo había hecho. Mientras las “limpiaba” valiéndome de un programa informático de tratamiento de imágenes, me recreaba ampliándolas para observar los mínimos detalles, incluso los del trasfondo de aquellas figuras humanas que se dejaban retratar. En la pantalla del ordenador se expandía y se reconcentraba el universo cerrado, autosuficiente, de cada imagen: los ojos, los gestos, los pliegues de la ropa, las gradaciones en las sombras, los reflejos desde una ventana lateral, la floración en el paisaje, los objetos de uso diario en un salón concurrido, las sonrisas de los comensales en un convite de boda, los cambios en el decorado urbano, etc. ¿Cómo no iba a inspirarme con aquella información visual, con aquellos destellos que transformaban recuerdos en ensoñaciones? El blanco y negro sugería una amplia paleta de tonalidades con las que lo figurativo se volvía abstracto, y lo abstracto, figurativo. Sólo había que poner en marcha y a su servicio la maquinaria de las palabras anhelantes.

Así pues, durante varios años, mientras de tarde en tarde transitaba por el espacio enmarcado en esas fotos, mientras pude convivir con las figuras reconocibles en dicho espacio, mi mente se estiró y se sintió estimulada como la del lector de un largo relato sin principio ni final. Ese ejercicio de introspección trascendería los grumosos límites de la memoria hasta una nueva dimensión en la que interactúan los cinco sentidos. De pronto recobré el poderoso olor del tabaco en rama almacenado en la lonja de la fábrica de abuelo Pancho, el sonido lleno de raspaduras del tocadiscos portátil en el que mi primo Manolito solía poner “All you need is love” (ah, aquel arranque bullanguero de La Marsellesa), el runrún sosegado del Simca 1300 de papá subiendo cuestas, el vozarrón del vendedor ambulante de helados en verano, el contacto con los cachetes fláccidos de abuela Lola en un beso de saludo o despedida, el infierno de la fiebre y el horripilante sabor de aspirina disuelta en agua a la luz incierta de una lamparilla de noche… Chispazos que te guían en medio de un territorio real y a la vez mítico, reconstruido emocionalmente con la parsimonia que se merece. Nada de eso habría sucedido si no me hubiera introducido a conciencia en lo que la visión de cada fotografía ofrecía. Era como traspasar un espejo, hacia lo que el narrador José María Merino denomina el “misterio”, tesoro oculto pero palpitante de todo buen relato. Casi sin querer, emprendí la conquista del alma de la literatura, esa cosa indefinible que Borges reconoce como “entonación”. Llegué a la entonación a partir de la imagen. No nos engañemos, esto es mucho más que una sinestesia. Las imágenes, fieles a la realidad en la misma medida en que dependen de elementos tan subjetivos y en ocasiones tan azarosos como el encuadre, el enfoque o la velocidad de obturación, actúan como palancas: sugieren, no dictan.

El caso es que, por un lado, fui seleccionando unas cuantas fotos, y por el otro tomé notas, apunté nombres, fechas, momentos memorables, y un día, quién sabe cuándo exactamente, empecé a escribir. No hay duda de que en el acto de escribir influían las sensaciones despertadas con el acto de ver las fotos, y viceversa.

SEGUNDA CUESTIÓN

Tu respuesta a nuestra primera cuestión ha sido fértil y hermosa, abarcando respuestas a otras preguntas que teníamos planeado hacerte. No desmerece a los relatos del libro que despertó nuestro interés por dialogar contigo, y comprendemos ahora mucho mejor cómo, al haber surgido tu libro de un proceso de maduración muy pausado, sería esa su clave para, a la postre, haber conseguido esa hondura de pensamiento y sentimiento que sólo el tiempo permite que alcancen las palabras de un relato (¡y no solo sus palabras!); en suma alcanzar esa originalidad, profundidad y humildad necesarias para merecer el rango de gran literatura. El hecho de que, en este caso, y de forma tan clara, la fotografía, más allá de ser origen haya sido sustancia privilegiada y destacada del relato, probaría efectivamente qué generosos y amplios son los territorios literarios. Al respecto hemos recordado lo que una vez escribió Álvaro de Campos (para los lectores no familiarizados, uno de los 136 heterónimos que en su día usó el entonces vanguardista y hoy universalmente conocido escritor portugués Fernando Pessoa): «Todo arte es una forma de literatura». Una afirmación sin duda muy osada.

 

Como sabes, a nosotros nos intriga cómo las herramientas digitales ampliarán esos territorios de vanguardia que han hecho siempre de la literatura el lugar donde mejor se ve reflejada la esencia y la evolución de lo humano. En ese sentido, el estrictamente digital, nos ha llamado la atención un detalle de tu reconstrucción: el proceso previo de tratamiento digital de las imágenes, que según cuentas fue semilla de los relatos. Al aplicar por ejemplo sencillos recursos como el zoom digital, con el que hoy es posible amplificar los detalles más recónditos de una fotografía, mucho más allá de lo que permitían las lupas convencionales, tu imaginación, no exenta de rigor casi científico al observar lo revelado, se habría visto poderosamente avivada a partir de ese viaje microscópico, esa inmersión en las imágenes que hoy es posible ejecutar con gran sencillez y sorprendente nitidez en la pantalla de cualquiera de nuestros dispositivos electrónicos.

Llegando ya a nuestra segunda cuestión, y más allá de la obviedad de que cualquier obra que exija un proceso de investigación y documentación —en tu caso, como señalas, la ambición bordearía por momentos lo historiográfico—, tendría una deuda indudable con otros recursos digitales como Google, Wikipedia y otras vías de documentación hoy posibles gracias a internet, nos gustaría invitarte a que nos contases un poco más sobre tu relación a día de hoy con la dimensión digital de tu escritura. ¿Cómo describirías en el presente esa relación que cada vez más nos aleja de la tinta y el papel (entidades que por lo demás nos consta que mantienes presentes en tu escritorio)? Y en una extensión de la pregunta proyectada al futuro, una vez tu poética parece declararse flexible y abierta a la experimentación, habiéndonos además hablado de otras fuentes audiovisuales (filmadas por tu padre) o sonoras que se asocian también al proceso de Historia ilustrada del mundo, ¿qué otras sorpresas piensas (o sueñas) que le podrían deparar a tus futuros relatos los crecientes recursos que el ámbito digital pone (o pondrá, puestos a soñar) a tu disposición?

RESPUESTA

Antes de nada, admito que sigo prendado del papel y su aroma a ingenio sagrado. El papel en blanco y el papel impreso que se deja acariciar y lo resiste todo por los siglos de los siglos aun siendo un material fungible (hermosa paradoja, ¿verdad?). ¿Cómo no voy a declararme bibliófilo? Por supuesto que lo soy. Bibliófilo no fetichista (no he cedido al vértigo del coleccionista de revistas y libros, aunque los acumulo en cualquier rincón de casa como lo que son, prendas ajadas por la fiebre de la lectura). Ahora bien, nada de esto impide que el mundo digital interactúe con el proceso de escritura de mis textos, siquiera como medio facilitador, que no es poco. Todavía utilizo cuadernos para tomar notas a mano, pero hace años que cerré la vieja Olympia. Hoy dispongo de un ordenador fiable con pantalla de alta resolución, de las que menos afectan a los ojos aunque se trabaje varias horas al día. La wifi posibilita la búsqueda y la aparición de más de un espacio virtual sobre esa pantalla, de tal manera que, mientras escribo, me tranquiliza saber que con el simple cliqueo del dedo índice puede fluir ahí mismo un manantial de información incesante —imágenes, sonidos y palabras—, testimonio indirecto de casi todo lo que hay entre el cielo y el infierno, y aun en el propio cielo y en el propio infierno. Evidentemente, en el ordenador no habitan las musas, ni muchísimo menos, y sin embargo presta un servicio inmediato que en cierto modo reanima la creatividad individual al tiempo que engrasa los mecanismos de la expresión (un ejemplo: la consulta del Diccionario de la Real Academia en su versión online sin necesidad de cargar y hojear el tocho impreso). Entre las tentativas de poeta adolescente, allá a finales de los años 70, a ratos aporreabas la máquina de escribir y otras veces garabateabas, subrayabas y tachabas con la punta del bolígrafo sobre cuartillas sueltas; una década después, antes de la llegada de las primeras canas, te iniciabas con las letras pespunteadas de color ámbar en un pecé cachazudo, rumoroso, que permitía hacer prosa a fuego lento, reescribiendo ad libitum, sin pausa; a mitad de los 90 llegaron otras moderneces, otra resolución de pantalla, otra velocidad en el procesamiento de datos, otros soportes para archivar. Mientras todo eso sucedía, el horizonte del escritor en que quería convertirme se fue alargando por fases: del poema pasé al relato (año 89), y del relato a la novela (año 99), y entre una cosa y otra, disfrutando con la suavidad del teclado, me ejercité como articulista (del 90 en adelante) y como investigador (en el 96 defendí una tesis doctoral). Está claro que no se habría podido administrar tanto esfuerzo sin los pertrechos electrónicos.

Incluso en mis labores paralelas de pintor, menos intensas que las de escritura, ha habido un aprovechamiento de la tecnología digital. Gracias al prodigio del escáner ligero y asequible, he vuelto a manipular, sin mancharme los dedos, algunas de mis pinturas de pequeño formato, por fin transmutadas —diríase que desde el fondo de un sueño— en cuadros que vibran con el brillo y la sensación de liquidez del cristal, como seres luminiscentes en continua metamorfosis.

Me preguntas también por las posibilidades del uso informático en mis futuros libros, y la respuesta queda en el aire por más que me lo plantee en firme. ¡Hay que ver cómo intimidan estos aparatejos, en especial los de última generación, cada vez más sofisticados! Conservo alguna que otra obra inédita hasta que le llegue el momento oportuno de salir a la luz desde una imprenta, pero lo cierto es que hay algunos proyectos pendientes que apuntan en otra dirección bien distinta, como el de una guía turística de la Isla del Tesoro (sí, la de Stevenson) con fotografías, mapas, gráficos, grabaciones de audio y vídeo… ¿Os imagináis algo así en un blog dotado de enlaces que a su vez condujeran a otras entradas en la red, todas ellas urdidas como una gran patraña?

TERCERA CUESTIÓN

Imaginamos, sí, islas, rutas y caminos fascinantes, como el que sugieres. Son numerosos los que se abren a la posibilidad de nuevas narrativas, tantas nuevas estructuras se despliegan en la imaginación

Sin embargo, en este intercambio que te hemos propuesto, queremos que seas tú el principal protagonista, sin abusar de nuestro turno de palabra (de ahí que hayamos metido nuestra pequeña reflexión en respuesta a tu pregunta en esa suerte de muñecas matrioska que son los subrayados verdes que permite la escritura en este club). Aunque nos gustaría entrarle a tumba a ese fascinante pozo de las nuevas posibilidades que hoy ofrece la transformación de las nuevas técnicas y hábitos de lectura y escritura, tenemos otras grandes curiosidades muy ajustadas a tu perfil y que estamos impacientes por plantearte. Nos parece un buen momento para girar el foco y, mientras mantenemos fresco en la memoria lo que nos acabas de contar, en conexión con ello dirigir ahora la luz hacia otro ámbito de tu experiencia, el de tu condición de docente en materias como el lenguaje y la literatura, labor que te pone en contacto muy próximo con la población más joven. Tu testimonio sobre cómo observas y describirías la relación con estos temas que estamos repasando en el ámbito de esos jóvenes, aún adolescentes, con quienes se entrevera tu vida cotidiana, son de nuestro máximo interés en la Fundación Escritura(s) / Fuentetaja, más aún considerando que has demostrado ser un observador tan perspicaz, un auténtico cazador de sutilezas nada sencillas de detectar.

Así, pasamos a desplegar ya nuestra pregunta, que requiere cierto preliminar excluyente que ayude a centrar lo más posible nuestro interés en tu experiencia docente y sus aledaños. Más allá de las interpretaciones más catastróficas de lo que viene ocurriendo en ese ámbito más juvenil y adolescente, sobre las que existirían ya muchos testimonios, más allá también de la evidente y legítima preocupación con la que un amplio sector del profesorado observa hoy la disruption –un auténtico abismo digital– debida a la expansión masiva y dominio, tan intuitivo como básico, que demuestra la población más joven en su uso de las nuevas tecnologías y espacios de relación virtual, más allá en suma de esa disrupción que alimenta el desconcierto e impotencia en una parte importante del ámbito adulto (aunque muchos de esos adultos críticos y desconcertados son también y paradójicamente cada vez más adictos al móvil y a las redes sociales…), más allá de todo eso, tan comprensible como ya conocido, que no haría si no poner en evidencia un marco de conflicto flagrante entre las viejas estructuras educativas creadas en tiempos «analógicos» con las expectativas, capacidades y comportamientos de las generaciones más jóvenes, tan vinculadas a las pantallas en su condición de nativos digitales, más allá de esta secuencia de más allás que hemos enumerado:

¿Cómo percibes que es hoy la relación con la tecnología y los nuevos registros expresivos, comunicativos y creativos entre tus alumnos, por una parte entre aquellos que demuestran una cierta inquietud creadora —esos que más cerca podrían estar de aquel joven que fuiste y que comenzó a hacer pinitos con la poesía—, y por otra parte, en caso que se pudiesen establecer diferencias, en tu alumnado en su conjunto? ¿Tienes algún tipo de interacción con ellos al respecto, bien sea en el marco de tus clases o en el extraescolar?

RESPUESTA

El recurso de las nuevas tecnologías es inevitable en las Enseñanzas Medias. El Departamento de Lengua y Literatura del IES “Luis Cobiella Cuevas”, el pequeño centro público donde trabajo de lunes a viernes por la mañana, dispone de un blog para publicar esquemas y ejercicios del alumnado de 2º de Bachillerato. En las aulas, tanto en los cursos de ESO como en los de Bachillerato, hay ordenadores y proyectores que nos permiten compartir contenidos, exponer trabajos y consultar fuentes de información. A veces, en medio de una clase convencional, echamos mano del smartphone para buscar un dato o una imagen aclaratoria. Hay, además, una plataforma virtual creada por la Consejería de Educación para facilitar la interacción fuera del horario lectivo (esa plataforma, de cuyo nombre no quiero acordarme, llega a provocar entre algunos profesionales un recelo bien fundado: sobre ella, más allá de nuestra conciencia de usuarios, parpadea un gran ojo orwelliano que registra la hora a la que se emplea y la duración de cada sesión, una forma como otra cualquiera de controlar el trabajo de los empleados). A lo largo de treinta años de dedicación docente he ido recurriendo a todo tipo de artilugios necesitados de corriente eléctrica: del casete al reproductor de CD, del televisor panzudo a la pantalla de plasma, del proyector de diapositivas al vídeo y al DVD, de la pizarra electrónica al ordenador con cañón, del cable particular al router comunitario… Y en esas seguimos. Dándole al botón de on y al de off. Aun así, pase lo que pase en el reino de la tecnología digital, el libro de texto con sus hojas de papel se mantiene como herramienta indispensable. Y te diré más: en contra de lo que promulgan muchos teóricos de la Pedagogía desde el sosiego de sus despachos, el formato de la lección magistral, aunque se haya visto relegado por un sinfín de tácticas de participación en el aula, se resiste a desaparecer (seguimos siendo criaturas cavernarias en busca de la guía inmediata de la palabra en voz alta de un narrador que nos mira a los ojos).

Fuera del instituto, la misma tecnología puede ayudar al alumnado en su tiempo de estudio, claro que sí, pero de igual modo puede distraerlo más de la cuenta. De hecho la segunda de ambas contingencias supera con creces a la primera. Lo que me preocupa es que el incremento imparable de su uso a menudo conlleva una especie de depreciación de los sentidos. Muchos chicos se sienten en la cima del mundo por el simple hecho de que tienen acceso a una tecnología poderosa, basada en la velocidad, en el fácil trasiego de información y en la mareante capacidad de crear estímulos para los sentidos. Les suelo advertir a mis alumnos de que tener buenos reflejos no significa pensar deprisa. Los reflejos van de perlas para disparar contra naves espaciales en un videojuego, o para ganar partidas de pimpón, pero no te fortalecen ante los retos que obligan a la mente a estrujarse en busca de fructíferas asociaciones de ideas o de estrategias psicosociales para la superación personal. Entre adolescentes, lo sé porque lo veo cada día, la falta de experiencia y la montaña rusa de las hormonas propician este tipo de confusiones.

Otros peligros: la bullanga de las fake-news que se cuelan a la primera de cambio, la tentación del exhibicionismo narcisista y distorsionador en las redes sociales, el descuido de las convenciones gramaticales y ortográficas a favor de una mayor rapidez de los pulgares durante el “whatsappeo”, la ausencia de límites en Internet, algo que entre menores de edad entraña más de un riesgo de derrape.

También remarco las ventajas, que conste: cómo la comunicación se potencia con la enorme variedad de canales disponibles, al abrirse tantas puertas al campo se tambalea aquello que impide el crecimiento, sobre todo las barreras de los prejuicios y las inseguridades. Así, los jóvenes que están interesados en experimentar con el lenguaje audiovisual aprenden enseguida a grabar, a editar vídeos, a manipular imágenes, a multiplicar los frutos de su imaginación como nunca lo habían hecho las generaciones precedentes. Sin ánimo de establecer comparaciones con lo ya vivido –trampa en la que caen de bruces los nostálgicos–, compruebo que el talento de los alumnos brillantes llega ahora más lejos y con más probabilidades de éxito. Quizá los idealice, pero estos ejemplos, no tan abundantes como uno quisiera en medio de la abrumadora estandarización de los hábitos y las apetencias “culturales”, te dejan boquiabierto. Cada uno de esos jóvenes que dan un salto cualitativo hacia donde quieren, como una flor de cactus en plena sequía, irrumpe por sus aptitudes y por su voluntad de zafarse de la mediocridad rampante. En los últimos años me he encontrado con poetas atrevidos, magníficos creadores de cómic, cineastas y fotógrafos autodidactas, diseñadores de moda, músicos experimentados, ingenieros vocacionales con propuestas increíbles, informáticos de primer nivel, etc. Con todos ellos se aprende muchísimo. Es un deber moral aprender con ellos. Te recuerdo que soy profesor por la mañana y escritor por la tarde. En este caso, el profesor, calentado al baño maría por las enseñanzas vitales de sus alumnos, ayuda al escritor a poner los pies en el suelo, a ser humilde, a escuchar las voces que suenan en el entorno, a mostrarse flexible ante el prodigio de la realidad, y, lo más importante, a que no pierda nunca la capacidad de asombro (por el otro lado, el escritor ayuda al profesor a tener paciencia, a ser tenaz en la brega, a mantenerse fiel a sus ideas frente al materialismo brutal que se impregna en todo, incluso en la labor docente, sometida a la burocracia y a las exigencias de quienes, desde la “altura” de algún cargo político, sólo piensan en cifras, porcentajes a la alza de aprobados frente a los suspensos, como si los resultados fuesen el único propósito de algo tan sutil e intangible).

Añadiré que, más que la lectura de textos antológicos –que ya va incorporada en la programación didáctica–, con frecuencia les recomiendo a mis alumnos que vean películas y escuchen música. De vez en cuando, como “regalo” de fin de trimestre –excentricidad que puedo permitirme si vamos cumpliendo con los plazos previstos en la marcha del curso–, les proyecto en clase algún fragmento de película. Por ejemplo, los primeros veinte minutos de El circo, de Chaplin, un divertido prodigio de la inventiva humana del que nadie debiera privarse y ante el cual estos adolescentes reaccionan, cómo no, con chiribitas de agrado en los ojos. Llámalo gesto subversivo. Me sobrecoge comprobar que los jóvenes apenas conocen las joyas del cine clásico. ¡No puede ser que se pierdan algo tan grande! ¡Y además en un momento en que hay acceso para casi todo!

ÚLTIMAS CUESTIONES

A estas alturas de las preguntas que hemos ido hilando a la par que iban llegando tus respuestas, confiamos en que podrá quedar claro, para ti como para quien nos pueda estar leyendo, que al invitarte a responder las preguntas que seguirán, y que lanzamos en bloque (tres últimas cuestiones), nos interesa sobre todo ese doble punto de vista que confluye en ti: el de experimentado profesor de lengua y literatura y el de creador con un gran y muy noble compromiso con la palabra, a la vez que con una abierta disposición a experimentar y lanzarse a territorios formales desconocidos o poco frecuentados en literatura: fotos familiares, dibujos de niños, mapas del tesoro virtuales.

CUARTA CUESTIÓN

Un amigo con quien mantenemos un contacto próximo, Víctor Sampedro, ha publicado recientemente un libro, Dietética digital. Para adelgazar al gran hermano (Editorial Icaria, 2018) con el que justamente busca dar apoyo a maestros y profesores con las preocupaciones que tú manifiestas a lo largo de tu respuesta. Es evidente la cantidad de conflictos desatados con la popularización de dispositivos así llamados “inteligentes”. Inteligencia artificial: ya en su enunciado estaría alertándonos de lo absurdo de la situación, la falta de autenticidad, implícita a la palabra artificial, ya augura el lío tremendo en el que nos están metiendo las grandes industrias tecnológicas al haber apostado por ese camino que cada vez afecta de forma más profunda a la evolución de nuestras sociedades y a cada vez más de nuestras costumbres y hábitos cotidianos.

En esos jóvenes a quienes tú tratas de alertar, ¿percibes un debate específico, un sector al menos que desconfíe, que cuestione, que trate de diferenciarse del uso compulsivo de la tecnología? Y en el aspecto muy concreto de la escritura, ¿cómo crees que debería tratarse en la escuela ese nuevo lenguaje escrito propio, por ejemplo, de WhatsApp (pero no sólo), en el que la fotografía, el video, los emoticonos, los audios, alcanzan el mismo rango expresivo que la palabra? ¿Cómo crees que estaría afectando a su relación con la escritura la omisión de una guía, de una preparación específica en el ámbito de la enseñanza reglada sobre los recursos de lenguaje propios de la fotografía, los sonidos, las imágenes en movimiento o los signos dibujados (emoticonos o de otra naturaleza: stickers, intervenciones dibujadas sobre imágenes…)?

RESPUESTA

Aunque no me gusta, voy a generalizar para ponernos en situación. No veo por ningún lado actitudes de desconfianza juvenil hacia la tecnología digital, ni siquiera conciencia plena de que su uso sea desmedido. Los chicos, al menos los que he tratado como docente, rara vez se plantean los “peligros” del recurso de los dispositivos portátiles. Estos forman parte de sus vidas del mismo modo que hace años lo hacían para las nuestras el teléfono, la radio, la televisión, el tocadiscos o el reproductor-grabador de cintas magnetofónicas. Es algo que está ahí las veinticuatro horas del día, al alcance de su mano desde que tienen uso de razón, y lo mismo les vale para chatear que para consultar la hora o para tomar una instantánea, grabar un vídeo, jugar en solitario o en compañía, escuchar música, compartir documentos, conversar en voz alta con alguien en particular, etc. Da igual que les hables de las perversiones del trasvase de información dudosa en las redes, o de las intenciones torticeras que suelen esconderse detrás de un contenido que se hace viral. Ellos, a pesar de que intuyen la gravedad de lo que significa cuanto les comento en este sentido, no se sienten realmente amenazados (repito que estoy generalizando). Acaso habitan el país de nunca jamás. Los chicos perciben que el período de adolescencia se prolonga sine die, hasta donde puedan marcarse los límites de un futuro incierto que de momento no existe porque de momento no les interesa; y no les interesa porque no les afecta en la consecución de sus ambiciones cotidianas, que no son demasiadas. Vivir el instante es su santo y seña, pero no porque hayan aprendido que el tiempo se les escapa entre los dedos como oro molido. Se encuentran al margen de muchísimas cosas por culpa del afán proteccionista de la mayoría de los padres y del propio sistema educativo, que se empeña en alfombrarles el paso ofreciéndoles mil formas de pasar de un curso a otro superior trabajando lo mínimo y soslayando la importancia de la disciplina (con cuánta facilidad se confunde el concepto de disciplina con el de sometimiento a imposiciones arbitrarias o dictatoriales, distorsión nacida entre pedagogos que nunca han dado clase a menores). Los chicos crecen convencidos de que es mejor asumir que están dentro de una burbuja, y punto pelota. Empiezan a acercarse a los periódicos cuando tienen que preparar la prueba de comentario de texto de opinión para la EBAU. Antes de llegar a esa tesitura, el flujo de información a la que acceden apenas tiene consistencia. Les llama la atención el drama de los inmigrantes más desesperados –odiseos con mala estrella–, la insistencia de la violencia machista, la grosera actitud de espalda plateada de Trump…, pero atienden estas manifestaciones de la realidad social con cierta distancia –mientras no les afecte de forma directa–, manteniendo una actitud de espectador provisional que no puede permitirse el lujo de apasionarse. Los dispositivos electrónicos los ayudan a mecerse en el limbo. La simplificación de los mensajes escritos con ambos pulgares forma parte de este proceso. No nos engañemos, los emoticonos recortan aun más las posibilidades de desarrollar la expresión de pensamientos complejos, si bien a menudo dan en la diana con una precisión del carajo. Quiero decir que los pensamientos complejos borbotean en sus cabezas, pero rara vez se comunican con el lustre de una serie de frases escritas in extenso. En los institutos se incide a cada rato en la trascendencia de los mensajes escritos, incluso en los de Whatsapp, aunque mucho más en los que puedan redactarse con amplios párrafos introducidos por conectores textuales. No nos cansamos de repetir que la madre del cordero es el uso de los signos de puntuación (que por cierto se esfuman en el formato Whatsapp). Los profes revisamos algún tipo de estrategia comunicativa con estas nuevas tecnologías basadas en la electrónica, pero nos preocupa mucho más que no se pierda el recurso de las técnicas tradicionales de redacción. Cuando practicamos la escritura en clase, los signos de puntuación iluminan el camino como faros en medio de una noche cerrada. Ay, las comas. Ay, los puntos. Qué sería de nosotros sin ellos. Inciden en el ritmo, pero también en la melodía de la tonada que queramos cantar.

 

Disculpa que vaya tan deprisa en este análisis visceral de algo que veo, huelo, palpo cada día. Ya sé que el panorama parece confuso. Podemos intuir que detrás de él está el hecho de que los chicos leen poca literatura (poesía, novela, cómic, etc.), ven poco cine de calidad y apenas disfrutan con las bellas artes. No han tenido muchas oportunidades para escarbar en los tesoros más deslumbrantes de la cultura occidental (por ejemplo, las pelis de Chaplin, a quien antes nombraba), y ya con eso tenemos suficiente para darnos topetazos contra la pared. Aun así, siempre hay que tirar adelante con paciencia y buena fe. Como profesor he sido testigo de experiencias redentoras que compensan tantos tropiezos.

QUINTA CUESTIÓN

Uno de los autores a los que invitaremos más adelante a mantener un intercambio con nosotros en esta sección es Víctor Moreno. Por si alguno de nuestros lectores no supiese quien es, aclarar que se trata de uno de los grandes pioneros en nuestro país en la lucha por transformar la enseñanza de la lengua y la literatura en la escuela, con una ingente obra publicada, repleta de propuestas lúdicas, originales y atrevidas, que arrancó con la publicación en 1994 en la editorial Pamiela de su libro El deseo de escribir. Una rareza editorial en aquel lejano tiempo en que fue publicado por primera vez. Víctor Moreno, en la presentación de su último libro, “A la literatura por la escritura”, lanzó una crítica contundente al sistema educativo en su tratamiento de la asignatura de literatura, en la que afirmaba que nadie en realidad sabe lo que es la literatura.

Nos gustaría que nos explicases cuál es tu reflexión al respecto, qué consideras tú que es la literatura y cómo la escuela debería según tú integrar una disciplina de márgenes tan difusos, adaptándose por su parte a unos tiempos que, como hemos ido viendo, se estarían ampliando a marchas aceleradas.

RESPUESTA

Puesto que desde hace años asistimos a una transición de la cultura de la escritura a otra digital –aún en proceso de expansión e inflación–, de algún modo los más talluditos hemos podido sucumbir a la tiritera de la incertidumbre, unos con mayor pesimismo que otros. Y ya se sabe que en épocas de incertidumbre afloran teorías “clarificadoras” desde cualquier parte. Cada gurú tiene la suya. Yo no soy ningún gurú, ni quiero ejercer de tal, aunque la experiencia docente me obliga a replantearlo todo, de pe a pa, midiendo los vaivenes del presente con ganas de mejorar lo que no funciona y de empujar hacia delante lo que está parado, a veces con esa comezón del que suda la gota gorda (ponte varias horas al día delante de decenas de adolescentes y verás si sudas la gota gorda). Se hace complicado alterar de raíz lo que se te impone con un aparato burocrático de mil pares de narices. Por encima del equipo de profes al que pertenezco están los directivos del Centro, la Dirección Insular de Educación, la Dirección General de Personal, el Consejero de Educación del Gobierno de Canarias y las normas globales que vienen desde el Ministerio. Por eso, cuando quieres acercarte lo más posible a tus aspiraciones pedagógicas, corres el riesgo de meterte en camisa de once varas –por no decir camisa de fuerza–. Aunque asumas riesgos puntuales con la originalidad de tus tanteos, tienes que seguir una programación y una retahíla de pautas marcadas desde no se sabe dónde con el ribeteado de sus nomenclaturas técnicas, cambiantes casi de un año para otro. Eso es así, te guste o no. Además, ahora mismo siento que la Inspección Educativa es más puntillosa con nuestro trabajo que cuando empecé a dar clases a finales de los 80 (no soy ningún viejo, luego ¿serán manías de veterano?). Se trata de una impresión personal, pero no aislada. El apremio de nuestros “superiores” está ahí, como una sombra envolvente.

Entre tantas limitaciones (mayor control administrativo, mayor carga de labor burocrática, mayor oferta de ocio que en consecuencia dispersa la atención de los chicos), me conformo con enseñar el correcto uso de la lengua y con transmitir el interés que merece la buena literatura. Con la que está cayendo, ya es un logro enorme conseguir que el alumnado lea textos de calidad. Suelo decir a comienzo de curso que lo ideal sería dedicar las clases por entero a leer y a hablar sobre lo leído; y a hacer talleres de escritura dejándonos sacudir por el sentido crítico. El planteamiento, utópico y hermoso, así en bruto requiere un gran esfuerzo y unos criterios previos para no caer en el laberinto de las buenas intenciones. Antes de lanzarnos a la aventura lectora en grupo, convendría dibujar un mapa que oriente nuestros pasos. Hace falta un cronograma, una clasificación por géneros –y subgéneros– y una selección de lecturas perfectamente justificada por la excelencia y el poder de influencia de sus autores. Todo eso viene en parte marcado con las programaciones, pero siempre se debe añadir algo de nuestra cosecha.

Las clases de Literatura en la EGB, el BUP y el COU estaban cortadas por el mismo patrón siguiendo el orden cronológico de los movimientos literarios más relevantes y estableciendo un canon de autores intocables con datos contextualizadores y biográficos previos a sus respectivas antologías breves de textos (un exponente de este esquema lo tendríamos en los libros coordinados por Lázaro Carreter, que tanto influyeron durante el período de transición a la democracia). Ahora se intenta generar otro tipo de dinámica: la lectura de textos ajenos predispone la creación de textos propios. La lectura actúa como espoleta, persuade a los alumnos de que sus destrezas expresivas están latentes y deben producir mensajes orales y escritos que merezcan la pena. Primero se pone a prueba su capacidad de comprensión lectora, en segundo lugar se les pide que escriban con coherencia y por último que expongan ante los compañeros de aula, y hasta que realicen vídeos para mostrar las habilidades de comunicación oral.

Por otro lado surge el reto de incentivar la creatividad. Algunos chicos andan con sus primeros pinitos como escritores, y ahí tenemos que darles aliento leyendo con rigor sus textos, recomendando más y más lecturas, prestándoles libros, desbrozando el camino sin imponer nada, haciéndoles ver que para encontrar su propia voz no les queda más remedio que desarrollar la experiencia lectora en muchos frentes paralelos. Con franqueza, lo normal es que esos primeros pinitos de la pubertad acaben diluyéndose como intentos anecdóticos, pero te juro que por mí también han pasado adolescentes con un talento descomunal. Recuerdo que hace años dos alumnas de promociones distintas, mientras cursaban 2º de Bachillerato, ganaron sendas ediciones del premio de narrativa “Félix Francisco Casanova”, con el que –dicho sea de paso– muchos escritores noveles de Canarias se han dado a conocer. Una de ellas, precisamente la que más leía, ha seguido en la brecha mientras continuaba con sus estudios en la Universidad, escribiendo narrativa y poesía sin miedo a exponer públicamente el fruto de su vocación temprana. Hoy es filóloga y profesora en Enseñanzas Medias, y supongo que, sienta o no la presión de la Administración a través de las programaciones, tendrá que aplicarse con ahínco en la tarea de guía multidisciplinar y por tanto animará a su propio alumnado a que siga la estela de las inquietudes creadoras en la que ella misma se zambulló desde jovencita.

 

Más recientemente, a lo largo de este año, he vivido otra experiencia interesantísima, esta vez con chicos de 2º ESO: tras formar varios grupos, les propusimos que elaboraran por su cuenta textos teatrales para representarlos en clase. Los resultados fueron admirables. Los adolescentes siempre sorprenden con su desparpajo porque actúan libres de prejuicios. Han leído poco y acaso por eso se dejan llevar por un atrevimiento envidiable, cuando menos inspirador.

SEXTA CUESTIÓN

Nos ha dado una gran alegría leer que, por tu propia iniciativa, ya usas el espacio de la clase de literatura para introducir el cine de calidad a tus alumnos. Te reproduzco el fragmento de una correspondencia mantenida recientemente con un amigo sobre estos temas:

«A nuestro sentir —en Fuentetaja/Fundación Escritura(s)—, los talleres de escritura serían una herramienta fabulosa en el marco escolar, siempre que se rompiese la fascinación por el deseo de “ser un artista” en el sentido que el star system promociona hasta con los artistas e intelectuales más críticos y anti-sistema, que a la postre y a su vez terminan también por beneficiarse de él (el prestigio como capital y las mecánicas de mitificación autoral: cuanto queda por debatir y analizar críticamente sobre esas zonas turbias del mercado de la cultura y el arte). Y aún más fabulosa nos parece esa herramienta de los talleres de escritura si se adaptase a los tiempos y consiguiese incorporar en su dinámica al cine y su lenguaje, integrándolos plenamente en la escuela, ya no como complemento si no como alternativa a las asignaturas de lengua y literatura tal y como hoy se articulan.”

Al margen del tema de los talleres de escritura como herramienta didáctica, atendiendo a tu experiencia con los adolescentes, ¿cómo crees que establecen ellos la relación y las diferencias entre cine y literatura? ¿Dónde crees por tu parte que deberían demarcarse unas “fronteras” entre esas y otras disciplinas relacionadas con la expresión y las manifestaciones artísticas (música, pintura, teatro…) dentro del ámbito escolar?

RESPUESTA

Los más jóvenes relacionan el cine y la literatura de forma natural como una suma de resultados de la inventiva humana con intención estética. No creo que sean totalmente conscientes de la trascendencia del guión cinematográfico (eso sí, les importa la definición de la imagen digital, la calidad del sonido, la fotografía, los efectos especiales, etc.), quizá porque, como dije antes, en general se lee menos de lo que se puede y esto implica cierta falta de atención ante los aspectos literarios –construcción argumental y diálogos– de la película que estén viendo. De hecho los grandes éxitos en las pantallas comerciales, muchos basados en videojuegos o en comics de superhéroes, actualmente se diseñan para un público juvenil según coordenadas extraliterarias. Por si fuera poco, el cine ya casi no cuenta como pretexto para el rito social que lo sostuvo como un arte clave en el siglo XX. Más que de cine, habría que hablar ahora de productos audiovisuales. Mis hijos, que ya son veinteañeros, siguen series de televisión desde sus ordenadores personales o sus tabletas electrónicas a través de plataformas audiovisuales que ofrecen contenidos por Internet; y mis alumnos van por el mismo camino. Nos encontramos ante otros hábitos cada vez más personalizados, sin duda estables en el ámbito doméstico, en los que cabe la posibilidad de que se altere la percepción de todo cuanto ofrece la película al romperse inconscientemente el ritmo marcado con su montaje final. Pausamos para ir al baño o para contestar a una llamada telefónica, saltamos hacia delante o hacia atrás, dejamos pendiente una escena final para verla en otro momento… El espectador no sabe que así, al manipular el tempo planteado por los creadores de la obra, conculca a la ligera una ley sagrada del arte cinematográfico –algo que no se cortan en hacer los programadores de televisión cuando detienen arbitrariamente la proyección de una película para emitir a destajo los anuncios publicitarios–. Este riesgo de las interrupciones no planeadas por guionistas y realizadores, que ya podía darse con el VHS y con el DVD, es hoy una constante en el consumo individual de productos audiovisuales. Este tipo de deslices viene derivado de la falta de cultura general. Si no nos acostumbramos a cultivar el gusto por el arte en su extraordinaria variedad, el paladar se atrofia. Nada digamos de aquellos que se entretienen picoteando en la telebasura.

Volviendo a tu pregunta, considero que, del mismo modo que hay que saber encontrar los límites divisorios entre unas artes y otras, hay que mostrar su potencial combinándolas en el proceso de formación de niños y adolescentes. Lo ideal sería que se acercasen a todas las manifestaciones posibles, para que sepan relacionarlas y para que sepan diferenciarlas. La base del desarrollo de la inteligencia debe pasar por la asociación de ideas y la interconexión de todo lo que se aprende.

 

Durante unos cuantos años tuve ocasión de impartir la asignatura de Ámbito Sociolingüístico con contenidos de Lengua, Literatura, Geografía e Historia para alumnos que cursaban el programa de diversificación curricular en 3º y 4º de ESO, no hace mucho eliminado absurdamente por el Gobierno de España. Por entonces experimenté sin cortapisas: llevé a los chicos a ver exposiciones de pintura, de fotografía, de escultura (con talleres incluidos); vimos películas clásicas, y de todo tipo (Nanook el esquimal, Tiempos modernos, Los cuatrocientos golpes, Matar a un ruiseñor, El sol del membrillo…), en una gran pantalla del salón de actos del instituto; dimos alguna clase al aire libre, en un parque cercano al Instituto; relativizamos el valor de las calificaciones en los exámenes; navegábamos por Internet con el proyector del aula; colgábamos de la pared mapas físicos y políticos (recuerdo haber “utilizado” el campeonato mundial de fútbol en Suráfrica como referente para recorrer el mundo con el dedo índice); escuchamos recitales de poetas de la isla que venían a visitarlos en exclusiva… Fue una experiencia increíble que los ayudó a crecer y a titular. El objetivo principal pasaba por la ampliación de su cultura general. La expresión “cultura general” será anticuada, pero la pronuncio con la boca llena.

 

 

 


 

 

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