“Mi memoria es magnífica para olvidar.”

Robert L. Stevenson

I


Hace mucho frío hoy. Tanto que, contra todo pronóstico, logró despertarme temprano. Algo extraño en estos días de inactividad. Y mucho frío para ser junio en Santiago. Sin embargo, el frío no logró sacarme de ese limbo que existe al momento de despertar, ese espacio extraño en donde la realidad se mezcla con los sueños. Ese espacio que nos hace creer que estamos despiertos, pero en el que algo delata su irrealidad: un ronquido, alguna frase incoherente, el paso del tiempo. Pues bien, luego de levantarme, y mientras vagaba en ese limbo distorsionado, partí a la cocina a hacerme un escuálido desayuno. Del mismo modo, el frío no afectó en lo más mínimo mi natural flojera. En ese paso de mi cama a la cocina, mientras las fotos del pasillo de mi casa cobraban vida en mi cabeza, percibí un ligero susurro en el suelo. Ese típico sonido que hace el papel al rozar otra superficie. Por supuesto, atribuí ese ruido a mi cabeza medio muerta por el sueño, y no hice caso a ese acontecimiento absolutamente irrelevante.

Me tomaron 15 minutos lograr escapar del sueño, entre que comía, y respiraba ese aire helado que crispaba de a poco mis nervios y sentidos. Volví completamente a la vida, y, en consecuencia, se reactivó mi inestable memoria. Tenía poco tiempo para vestirme y salir a la universidad. Tenía que tomar una prueba, y luego, partir a una entrevista de trabajo. No era primera vez que este estado de sopor me jugaba una mala pasada. Por suerte, me encontraba solo en la casa, así que no existían obstáculos en mi camino. Con mi mejor terno y abrigo, me dirigí a la puerta de entrada. Fue en ese momento que me di cuenta de un montón de sobres estaban en el suelo. Entre ellos, un sobre blanco. Los tomé junto al diario, y los lance a la mesa del comedor, mientras volaba al centro de Santiago.

II


El frío calaba los huesos como nunca en todos los años que he vivido en esta ciudad. La lluvia no ayudaba en nada a mantener el calor. Y, como era de esperar, la Facultad era un témpano eterno. Tengo esperanzas en que la gran cantidad de alumnos apretujados en una sala pequeña de la universidad logre crear un microclima ideal ante este invierno adelantado de junio.

Hacía tiempo que no tomaba pruebas escritas. Había olvidado lo terriblemente aburridas que eran. No puedo dedicarme a hacer otra cosa como leer o que se yo. Alguien debe mantener el grado de seriedad que requiere un ayudante. Los demás que me acompañaban son más jóvenes, y, en periodo de pruebas, cualquier instante es adecuado para el estudio, así que no les pongo problemas. Por Dios que no echo de menos esa época. Pero ansío una vida más ocupada, de actividad intelectual intensa, y social que me permita salir de mi genética timidez.

Un escalofrío recorrió toda mi espalda hasta la nuca. ¿Había dejado hecha mi cama y ordenada mi pieza? Con el apuro, claramente lo había olvidado. Voy a tener que pasar a mi casa antes de la entrevista. Por suerte, tengo tiempo de sobra. Sobra. Sobre. Al salir de la casa, vi un sobre. No era el típico sobre de las cuentas de la casa. Que extraño, con la tecnología de hoy, sólo los hipsters mandan cartas. Claramente no es para mí. Ni siquiera Leonor, mi pareja, recibe cartas, siendo que ella es increíblemente más popular que yo. Siempre me ha llamado la atención que alguien como ella, infinitamente más sociable que yo, sienta algo por una persona tan introvertida y nerd como yo. Cada vez que le comento que estoy leyendo Wikipedia sobre algún tema o persona que me llama la atención, se ríe y me pasa su mano por mi cabeza, quejándose de lo largo que tengo el pelo. Por suerte, me lo corte hace unos días. Me molesta mucho el pelo largo, y siento que me veo extraño, sobre todo para una entrevista de trabajo. Un joven me pregunta cuál es la diferencia entre una hoja y una página, para efectos de responder la prueba. Llevo 5 años explicando la misma tontera, y estoy absolutamente seguro de que, en cuanto le aclare que es cada cosa, a ese pobre niño estresado se le va a olvidar. Todos los años la misma cosa.

III


Olvidé que era lo que estaba pensado antes. Probablemente no era nada importante.

La prueba terminó, y voy en camino para mi casa. Repasando los videos de mi sobrina en mi celular, recuerdo esa tarde en que la pasé a ver, cuando me pide que la lleve al segundo piso de su casa para ver a su hermano recién nacido. Me río de solo pensar en esas palabritas de niña de 2 años que, mal pronunciadas y pobremente hiladas, me llenan el corazón. No pasa desapercibido el amor y odio que ella siente por su hermanito, pugna tan natural en los niños. Por suerte, yo no viví eso, al ser el menor de tres hermanos. ¡Mierda! Me pase de la estación de metro. Tengo que concentrarme más en las cosas que hago.

Al fin en mi casa. El frío no da tregua, y las nubes anuncian una tormenta apocalíptica. Espero que no reviente mientras esté en la calle camino a la entrevista. Me quedan 2 horas libres aún. Antes de almorzar, leeré un poco mi libro. Hace muchísimo tiempo que no disfrutaba una lectura como la de Laurent Binet. Su manera de plantear sus dificultades en escribir una novela histórica, al mismo tiempo que relata la Operación Antropoide (el atentado contra Reinhard Heydrich, SS-Obergruppenführer y protector de facto del Protectorado de Bohemia y Moravia, o Checoslovaquia, durante la Segunda Guerra Mundial) me inspiran para creerme un escritor. Sus motivos para escribir sobre ese tema son casi iguales a los míos: su padre le contó de niño esa historia; y a mí, mi abuelo me contó sobre su padre, que había sido bombero en Valparaíso y que incluso llegó a ser comandante del Cuerpo de Bomberos del puerto en la década del 60. Sus dificultades en delimitar la línea entre la Historia y la ficción (lo que me hace recordar ese limbo que me acompaña casi todos los días en las mañanas) constituyen un tema fascinante. Leonor siempre me hace ver que duermo cuando yo creo estar perfectamente consciente de mi entorno. Lo que me delata es mi atroz ronquido. Por mí mismo, no soy capaz de diferenciar cuando estoy vivo, de cuando estoy soñando. ¿Tendrá algo que ver esto con mi naturaleza despistada? No tengo idea. En todo caso, sueño con que mi realidad deje de ser tan monótona, para recoger detalles fuera de lo común.

Termine de almorzar. ¿Será buena idea dejar para más tarde lavar la loza? Esta flojera terminará por matarme. ¡Aún no hago mi pieza!

Lo más probable es que en mi lápida se haga mención de estas características mías.

IV


He divagado tanto que, con toda esta corriente de pensamiento, el aseo de mi casa (me obligué a regañadientes a lavar la loza y hacer mi cama) y mi calmo proceder en la vida, que me queda media hora para irme a la entrevista. La Fortuna ha sido generosa conmigo y ha hecho que el lugar al que tengo que ir quede cerca de acá. Pero mi cerebro no ha sabido aprovechar bien esta bendición. Mientras dejo todo listo en la casa, y me acerco a la puerta de entrada, veo en el comedor un sobre. ¡El sobre de la mañana! Con tanta cosa en la cabeza lo había olvidado. La curiosidad se apodera de mi ser, y me hace arrastrar los pies hasta la mesa, tira de mis dedos para tomar la carta, darla vuelta y dirige mis ojos para ver para quién es. “Sr. Pedro Bulnes”. ¿Para mí? En mi vida había recibido una. Recobro el control de mis ojos y veo que mi reloj señala que me quedan 25 minutos. Salgo disparado al exterior con la carta en mi mano.

El aire congelado esta constituido por cuchillos invisibles que cortan mi cara y atraviesan mis manos. Ante el poco tiempo que me queda, decido tomar nuevamente el metro, a costa de mi escasa fortuna. El olor a pulmón, aroma tan propio de las entrañas de Santiago, sobre todo en invierno, me cobija en su seno como cuando uno se refugia en los brazos de quien uno más quiere. Repugnante necesidad, pero necesidad, al fin y al cabo, ante tal frío polar.

Este calor me hace lamentar llevar un terno y abrigo. Me corren gotas por la línea de la espalda. Espero no resfriarme al salir. En el intertanto, una mujer se peina, empleando una maniobra agresiva que tiene como consecuencia colateral un latigazo de su pelo en mis ojos. Maravilloso día.

Al salir de la estación, una pared invisible se planta frente a mí como quien choca con un ventanal. Nuevamente, el invierno me da la bienvenida. El trayecto es corto, por lo que llegué a tiempo a la entrevista de trabajo.

V


La sala de reuniones es pequeña, pero acogedora. Me miran inquisidoramente unos cuadros, como a tantos otros antes que yo, juzgándome para ver si soy digno de quedarme con el puesto. Uno de ellos me mira fijamente, con dureza. Recuerdo que, en mi paso por la universidad, y cuando estudiaba para mi examen de grado, tuve que repasar unas teorías desarrolladas por la persona del retrato. Espero haberle hecho honor a mi estudio, para que su juicio me sea favorable.

Me dan media hora para escribir sobre lo que yo quiera. Peor panorama de la vida. Mi cabeza se acelera, envía pulsos eléctricos a todo mi cuerpo como respuesta a tal estímulo. No pienso escribir sobre algún tema de mi profesión. No soy experto en nada, y sencillamente lo encuentro de una fomedad supina. ¡Mi bisabuelo! Escribiré sobre él. A lo mejor, el hacerle un homenaje invoque nuevamente a la Fortuna, que no debe estar muy contenta conmigo.

La vista del piso 10 es alucinante. El laberinto de moles de cemento siempre me ha cautivado. Y las nubes que se aventuran en sus estrechos pasillos de aire, en con su gris penetrante, hacen que Santiago sea una ciudad completamente distinta. Sigo esperando a que vengan por mí y me interroguen sobre todo lo que soy, todo lo que sé. Hay algo que me inquieta, algo que olvidé y no puedo recordar. Si es algo importante, seguramente me voy a acordar.

Escucho tacos en el suelo de madera detrás de la puerta, junto con un ligero susurro, que me parece conocido.

VI


Ya salí de la entrevista. ¿Habré dicho todo lo que tenía que decir? Eso espero. Afuera, graniza como nunca. Mi presagio se hizo realidad. Esto es algo único, así que decido caminar hacia mi casa, incluso si termino empapado. ¿Desde cuándo que tengo este paraguas? Seguramente lo tomé sin darme cuenta de las cosas que tenía dispuestas en mi pieza anoche antes de acostarme, para facilitarme la vida durante la mañana. Mientras me arreglo, siento un murmullo familiar. Como si un papel se arrugara, rozando con algo. ¡La carta! Nuevamente la había olvidado (ni siquiera recordaba que la había llevado conmigo). Con el hielo que cae no voy a poder leerla porque se va a mojar. El granizo hace que mis dedos se empiecen a poner azules. Juro ante Dios, Alá y todo tipo de dios pagano útil para la tarea a la que me quiero encomendar, que haré lo imposible por mantener en mi memoria este sobre, para abrirlo en cuanto llegue a la casa. Lo juro también por mi mamá, como afrenta a los relámpagos que empiezan a caer (ella siempre alega de que le caerá uno si juro por ella en vano).

¿Quién me la habrá mandado? ¡Otro destello de relámpago! Me encantan las tormentas eléctricas. No se qué es lo que habrán visto los escandinavos y vikingos en los relámpagos como para atribuir este fenómeno al dios Thor, pero lo que hayan imaginado (o visto, quien sabe), es mucho más emocionante que la realidad. Más tarde voy a investigar sobre los vikingos. Nuevamente me vuelve a la cabeza la disyuntiva de Binet. Creo que es un excéntrico, pero, de todos modos, su “HHhH” es, para mí, una obra maestra.

Por tercera vez en el día llego a mi casa. Mis dedos apenas responden. Mi cara está completamente tiesa del frío. La caminata fue muy linda, pero a costa de un gran sacrificio: la comodidad personal. Me quito rápidamente la ropa mojada antes de morir de neumonía. Al fin el día baja su intensidad, lo que me permite volver a mis lecturas.

Hacía tiempo que no leía varias horas seguidas. Es una sensación maravillosa, esa necesidad de leer sin parar, en el baño, en la cama, en la calle, en el metro, la micro, etc. Pero dicha sensación siempre está condenada a la muerte más terrible. Esa tristeza profunda de terminar un gran libro, a veces, hace pensar si vale la pena leerlo.

Creo que estoy filosofando mucho.

Suena el timbre de la casa. Es mi mamá que ha vuelto del trabajo (¡por favor denme trabajo!). Luego de nuestro abrazo tradicional, ella pasa por el comedor a revisar el diario y las cuentas del día. No veo el sobre que había dejado en la mañana ahí.

Por supuesto, falté a mi juramento solemne y sagrado. No hace falta mencionar que mi madre sobrevivió a los truenos y relámpagos como castigo de mi afrenta malintencionada. ¿Dónde dej la carta? En mi pieza no está, porque la habría visto antes.

Luego de unos eternos 2 minutos, encuentro la dichosa carta. Me la llevo hasta mi pieza, me recuesto en la cama (con tanta cosa que hice y tanto atraso, estaba realmente cansado) y la abro.

¿Qué es esto? Siento pesada la cabeza y el pecho. Los párpados pesan un millón de toneladas. Las letras de la carta, que trato de leer con un esfuerzo sobrehumano, se difuminan, se mueven y se mezclan entre sí, creando un lago negro de tinta. Poco a poco caigo en el maldito limbo, lentamente, del cual me llaman voces lejanas.

La tibieza del aire es transportada por el eco de sonidos agradables y desconocidos por el hombre consciente. Este no es el limbo. Es el sueño, que me aleja de la realidad, de mi casa, de mi familia, y de mi carta. Mi curiosidad no es tan fuerte.

No es tan fuerte.

La luz desaparece.

Todo es silencio.

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