Érase una vez una antigua tierra medieval desconocida de la que, tras una cruenta guerra, no quedó nada más de ella que ruinas y cadáveres. Un día una dragona viuda por la guerra pasó por las ruinas de la ciudad para despedirse de su difunto marido. Pero fue en aquel momento que se rompió el silencio con un llanto infantil y desconsolador. La dragona siguió el llanto, hasta descubrir que procedía de los labios de un bebé superviviente.

Ella, piadosamente, la acogió en su escamoso seno y lo crió como si fuese su propia cría. Pero, pese a ser una dragona, enseñó a su hijo a leer y a escribir, a amar y a pensar, a trabajar y a disfrutar porque ella era consciente de que su hijo adoptivo no estaría para siempre en su morada y quería que estuviese preparado.

Una vez llegado el día, madre e hijo estaban en mitad del bosque. Él se abrazó al hocico de su madre y ella, entre lágrimas y gemidos, le dijo para consolarlo;

-Nunca olvides que te llamen como te llamen y vayas donde vayas…-hizo una breve y desconsoladamente pausa y sollozó antes de que fuese-…siempre serás mi hijo…

Y fue entonces cuando el niño fue a descubrir mundo y a vivir su vida, sin olvidar sus orígenes ni a su familia. Porque era el Hijo de la Dragona.

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