I

La noche del 28 de julio de 2018 aparentaba ser una noche como cualquier otra, una noche tranquila en Santiago. Agustín había salido con sus amigos a tomar unos tragos a Isidora Goyenechea, a un restaurant al que nunca había ido antes, dado que, no siendo un completo antisocial, era un joven más bien tranquilo que acostumbraba a quedarse en su casa leyendo o viendo Netflix. Pero de vez en cuando, se reunía con sus antiguos compañeros de universidad a conversar, reírse, especular sobre la vida de los demás, entre otras cosas. Como de costumbre, pidió un gin tonic para dar inicio a una larga noche, marcada por la ebriedad de personas que comenzaban a disfrutar la vida adulta. Todos los del grupo se habían titulado hace poco de Derecho, y la mayoría ya tenía trabajo.

Agustín no solía tomar tanto —había aprendido la necesidad de equilibrar la comida con el trago, sin embargo, hizo caso omiso a esa advertencia que su conciencia le repetía en las profundidades de su cabeza— no obstante, en esa noche del 28 de julio quiso hacerlo, para poder despertar a la mañana siguiente con alguna historia simpática que recordar, o al menos tener las piezas suficientes del puzle de esa noche entrecortada en la memoria.

El abogado y sus amigos habían decidido irse rápido de ese barrio para seguir tomando en Lastarria. Para la mayoría, no había una explicación lógica para esa decisión. Las neuronas de cada uno se ahogaban en un mar etílico, por lo que hace rato que ya no funcionaban. Pero el abogado sabía, muy en el fondo, que su misión esa noche era encontrarse con Lourdes. Él sabía que ella frecuentaba el barrio Lastarria a menudo, en particular ese rico restaurant francés que queda en Merced. Con la cabeza abombada, y con la timidez característica de Agustín disminuida considerablemente, podría hablarle sin miedo y, a lo mejor, darle un beso. Tal vez ella no le prestaría atención, o huiría ante un inminente ataque de vomito del bueno de Agustín, pero no perdía nada intentarlo. Sin embargo, no contó con que esa noche las cosas no saldrían como él habría esperado.

El frío de la mañana del 29 de julio lo despertó de su profundo sueño. Era un domingo particularmente despejado, siendo que toda esa semana estuvo nublada. Agustín, tratando de sobrevivir a ese monstruoso dolor de cabeza que tenía por el trago, se dio cuenta que no se encontraba en su departamento en Providencia. La verdad es que no tenía idea donde estaba, ni recordaba nada de la noche anterior. Una vez que pudo acostumbrarse a la potente luz del día, sus ojos adoloridos se percataron de que se encontraba en la azotea de un edificio en el centro de Santiago. La vista era impresionante, la luz del sol daba un brillo especial a los edificios, sus ventanas, las calles y a esa ligerísima neblina que flotaba en el aire. A Agustín le encantaban los días así, salvo por el dolor de cabeza que aún le causaba tanta luminosidad. A lo lejos, se veía el Cerro San Cristóbal, imponente como siempre y coronado por la blanca Virgen que velaba por esta ciudad día tras día. Más cerca divisaba al Cerro Santa Lucía, donde siglos atrás un español tuvo cierto reconocimiento por fundar esta ciudad del Nuevo Extremo.

Poco a poco se le fue aclarando la cabeza, y pudo recordar vagamente cómo había llegado a ese techo. Seguía en Lastarria, en el Lastarria Boutique Hotel. Seguramente él y sus amigos, totalmente incapacitados para pensar en planes mínimamente elaborados, decidieron dárselas de jóvenes elegantes y refinados, y entraron en aquel lugar. Cómo llegó a la azotea era un misterio para él. A lo mejor, alguno de sus amigos podría explicárselo con mayor precisión para luego lamentarse de lo sucedido, o tal vez reírse de esta nueva aventura.

Pero algo extraño pasaba ese día. El joven sentía un frio extraño, algo que no podía explicar pero que le generaba algo parecido al miedo. Cuando tomó su abrigo favorito, y luego de lamentar la suciedad que lo cubría, se dio cuenta de algo que le llamó mucho la atención. No escuchaba ningún ruido. Llegó a pensar que se había quedado sordo por alguna razón, pero al hablar, pudo escuchar esa voz tan distinta a la que escucha en grabaciones o videos. Caminó hacia el borde del edificio, y lo que vio le heló la sangre como nunca antes en la vida.

Santiago estaba vacío.


II

Agustín no podía entender lo que estaba pasando. Era imposible que Santiago estuviese vacío. Era imposible que más de cinco millones de personas desaparecieran sin dejar ningún rastro. La mera posibilidad de que aquella situación fuese cierta le aterraba de una manera indescriptible. Motivado por tal incredulidad, Agustín comenzó a buscar a sus amigos en la azotea, sin éxito. Decidió bajar a la calle para comprobar la situación, y a medida que bajaba las escaleras y recorría el hall de entrada, pudo comprender la terrible realidad. Ni sus amigos, ni los empleados del hotel, ni nadie estaba ahí. Salió a la calle para irse a su casa. Aún sentía que la cabeza le iba a explotar, lo que le impedía pensar con toda la claridad posible, así que decidió entrar en alguna tienda o café para buscar algo para comer y tomar. Entró en un local pequeño que no conocía, y empezó a buscar algo. Iba a sacar su billetera para pagar, cuando se dio cuenta de que no sabía que hacer en una situación así. ¿A quién le iba a pagar? Sentía pudor de llevarse las cosas así nada más, por lo que optó por dejar algunos billetes en el mesón. Era una situación muy extraña, porque si efectivamente no había nadie, daba lo mismo llevarse las cosas. Nadie lo iba a perseguir. Y fue en ese momento que se dio cuenta que, si es que él no había desaparecido, a lo mejor había más personas como él. Lo primero que debía hacer era volver a su casa, verificar si su familia estaba bien, y luego preocuparse de lo demás. La cabeza ya no le daba vueltas y podía pensar con más lucidez. ¿Cómo volver a su casa? Si no había nadie, imposible usar el metro, tomar una micro o un taxi. Para que decir pedir un Uber. Su auto se encontraba en el estacionamiento de su departamento, al igual que su bicicleta. Por suerte, había algunas bicis en la vereda, así que tomo alguna de ellas y comenzó a pedalear sintiéndose infinitamente culpable por robar.

El paisaje era tétrico. Mientras pedaleaba por la Alameda y luego por Avenida Providencia, miraba como todo el mundo se había detenido, como si el tiempo hubiese dejado de correr. Agustín jamás se había imaginado ver desierta la gran rotonda que conforma Plaza Italia, al General Baquedano haciendo inútilmente su eterna guardia en este punto de Santiago.

Muchos autos seguían en la calle, algunos habían chocado entre sí o con algún poste y otros permanecían quietos en medio de las pistas. Papeles volando por el aire, o posados en el agua de las veredas, luego de salirse de maletines o carteras de las personas que no hace mucho caminaban por ahí. Siguió avanzando con una angustia tremenda, producida por el temor de vivir en la máxima soledad, y la incertidumbre del destino de sus familiares, como también el de Lourdes. ¡Lourdes! Agustín no recordaba haberla visto la noche anterior, por lo que no tenía idea sobre su paradero, o peor aún, si había desaparecido o no. El joven decidió que una vez hubiese contactado a algún familiar, partiría en su búsqueda.

El deplorable estado físico en el que se encontraba lo hacía arrepentirse de haber dejado las clases de natación que habitualmente tomaba a regañadientes. A la altura de Pedro de Valdivia, se sobresaltó a tal nivel de casi caerse al suelo, por haber olvidado revisar su celular. A lo mejor podría encontrar alguna pista de lo que pasaba, llamar a alguien o lo que sea. Lamentablemente, se le había acabado la batería. Frustrado, el joven aceleró para llegar lo antes posible a su casa.

Al fin logró llegar a su destino. Tenía la ropa empapada por el esfuerzo físico. La ansiedad lo tenía al borde de la locura, así que dejó tirada la bici robada y corrió con las pocas fuerzas que le quedaban a su edificio. Mientras subía por las escaleras, gritaba a todo pulmón el nombre de sus padres. Le aterraba la idea de no volverlos a ver en su vida. Cuando entró, el silencio era absoluto. Cruzó el pasillo mirando de reojo las fotos familiares, y vio la cama de sus papás desecha, pero vacía. Revisó su pieza, llena de cajas con sus cosas —dentro de unos días se iba a su propio departamento­—, la pieza que su madre usaba regularmente para hacer reiki a cualquiera que se lo pidiera, la cocina, el living-comedor, en fin, toda la casa. Las lágrimas corrían descontroladamente de sus ojos, al mismo tiempo que se desplomaba en el suelo. Su mayor terror se había concretado: estaba solo en el mundo.


III

El abogado no se había dado cuenta que se había quedado dormido. El cuerpo le dolía por haber dormido nuevamente en el suelo, y sentía los ojos hinchados de tanto llorar. Ya era pasado medio día. Se sentó en una silla del living totalmente derrotado. Mientras su mente divagaba, logró recordar que su celular seguía apagado. Fue a su pieza a paso lento, y enchufó el aparato. Luego de unos minutos, el celular revivió, mostrando que tenía algunas llamadas perdidas. Por el momento, aun había internet y señal de teléfono, así que debía aprovechar la situación. Quién sabe cuándo toda la tecnología desaparecería. Era impresionante lo inútil que se sentía ante la sola idea de no tener internet, un celular o simplemente electricidad. La vida se había vuelto demasiado simple para los de su generación. En todo caso, nadie estaba preparado para le hecho de que al menos toda la población de Santiago desapareciera. Le había pedido a su padre que le enseñara las cosas mínimas que le podrían resultar útil al momento de irse a vivir solo. Pero no sabía lo suficiente.

Las llamadas perdidas eran de su hermano y de Lourdes. El pecho se le había apretado al ver que ella lo había llamado, y el terror nuevamente lo dominó. Seguramente ella y su hermano no estaban en este mundo. Trató de devolver las llamadas, pero fue inútil. Al cortar la llamada, se percató de que Lourdes lo había llamado la noche pasada, y que su hermano lo había hecho ese mismo día, cerca de las 11 de la mañana… Agustín estaba atónito, agotado de tanta montaña rusa de emociones. ¡Su hermano estaba vivo! Una sonrisa dibujo su cara como nunca en su vida. ¡Su hipótesis estaba en lo cierto! Si él seguía ahí, seguramente alguien más se encontraba en la misma situación. Tenía que buscarlo. Cuando se levantó de su cama, las piernas apenas podían mantenerlo en pie. Maldijo nuevamente su flojera deportiva, así que decidió descansar un poco, juntar todo el agua y comida posibles y guardarlo en esa mochila vieja que había usado la vez que visitó San Pedro de Atacama, junto con todas las cosas que a lo mejor podrían servirle.

Cerca de las 19 hrs., se subió a su auto, y luego de llenarlo de bencina —esta vez con menos culpa—, se dirigió a la casa de su hermano, con la esperanza de encontrarlo ahí, o al menos alguna pista de su paradero.

Mientras manejaba por Avenida Presidente Riesco, Agustín se dedicó a meditar sobre toda la situación en la que se encontraba. Se preguntaba si es que algún día sabría la razón por la que, al parecer, todo el mundo había desaparecido, si es que llegaría a encontrar a más personas, y de cómo mierda iba a sobrevivir. Claramente toda la comida disponible se agotaría eventualmente, por lo que tendría que aprender a cazar o cultivar. También pensó en la potencial necesidad de aprender a defenderse, no solo de animales salvajes, sino que también de otros peligros, otras personas. Había visto suficientes series como The Walking Dead, o leído libros e historias sobre el hecho de que el mayor enemigo del hombre es él mismo. Le daba un poco de vergüenza basar esta teoría en una serie de televisión estadounidense y no en hechos concretos, pero no dejaba de tener sentido. Más valía ser precavido.

Se encontraba a un par de cuadras de la casa de su hermano cuando su auto fue impactado fuertemente por el costado derecho. Las ventanas del auto explotaron instantáneamente, dejando en el aire partículas de vidrio que provocaron algunos cortes en la cara del joven, y en sus manos. Estuvo inconsciente un brevísimo tiempo, y al despertar, hizo un esfuerzo sobrehumano para salir del auto. El mundo le daba vueltas. Una vez que pudo recuperarse, se percató de que otro auto lo había chocado. Se acercó para ver quién podía ser. No era nadie conocido.

Era una mujer la que manejaba el auto. Tenía la cara ensangrentada por el impacto, pero lo que más sorprendió al joven santiaguino eran sus ojos. Desprendían una evidente locura ya que se movían para todos lados, sin fijarse en nada en particular. Hasta que lo vieron a él. Si bien trató de hablar con ella, la mujer gritó descontroladamente, saliéndose rápidamente del auto, cayéndose al suelo en el proceso, seguramente por la concusión que debía tener en la cabeza. Una vez que se hubo incorporado, la mujer sacó un cuchillo que tenía detrás suyo, y se abalanzó con una furia inexplicable sobre Agustín.


IV

Del cruce emanaba un olor asqueroso, singular, difícil de olvidar. Quizás la mezcla entre fluidos orgánicos y mecánicos era lo que hacía que el pavimento de Presidente Riesco con Américo Vespucio fuera pestífero.

La sangre formaba un vasto océano —repugnante—, el cual se fusionaba con el aceite de ambos autos. Dentro de éste, una gran isla se erigía en su centro, compuesta del cuerpo inerte de la mujer. El abogado miraba el espectáculo del cual era responsable con una repugnancia inigualable. Jamás se habría imaginado que tendría que matar a una persona, incluso si era en defensa propia. Agustín nunca fue una persona violenta. Siempre consideraba que las peleas y golpizas eran una estupidez, la clara expresión de la condición de animal irracional del hombre. Por algo había decidido estudiar Derecho, ya que, en vez de puños, sus armas eran las palabras, que muchas veces generaban más daño que una fractura o una herida. Pero en un mundo como en el que estaba viviendo ahora, ese mundo brutal y loco, las palabras poca utilidad tendrían. Aun así, en un mundo brutal y violento, ¿con qué derecho podía tomar la vida de alguien? ¿Por qué podía elegir si alguien vivía o no? Un día antes habría tenido una respuesta clara y contundente a esas interrogantes, pero en ese día, la respuesta era borrosa. Y eso lo angustiaba muchísimo.

Una potente fuerza se manifestó dentro de su estómago e hizo que Agustín vomitara. Recordaba muy poco de lo que había pasado, ya que todo ocurrió en cuestión de segundos. Solo recordaba la embestida de la mujer, y el corte que le hizo en su brazo izquierdo, que actualmente sangraba profusamente. Lo único que se le ocurría era hacer un torniquete en su brazo para parar la hemorragia, pero no tenía nada con qué hacerlo. Por tal motivo, decidió caminar hacia la casa de su hermano para pedir ayuda, o en el peor de los casos, usar algo de ahí.

La herida le dolía muchísimo, pero no era tan profunda como para temer lo peor. A lo más una infección y una fea cicatriz en el futuro.

El edificio donde vivía su hermano era bastante alto, con una bonita vista al Cerro Manquehue y al resto de Las Condes. Al final de un oscuro pasillo, distinguió la puerta que tanto estaba buscando. Primero tocó el timbre. Después gritó su nombre. En seguida, verificó si la puerta estaba abierta. Preocupado, el joven la empezó a forcejear, a empujarla para terminar pateándola. Tomó su tiempo, pero finalmente pudo abrirla. La casa estaba oscura, envuelta en un silencio perturbador. Revisó el departamento de pies a cabeza en busca de su pariente. Como no estaba en ningún lado, lo llamó a su teléfono, sin resultado. Aprovechó de dejarle un mensaje de voz, por si por milagro divino lo escuchaba. La pena lo invadía, el pecho se le apretaba y las lágrimas afloraban tímidamente de sus ojos. Al menos sabía que su hermano estaba en alguna parte, y esperaba algún día encontrarlo.

El brazo lo estaba matando, por lo que tomo algunas sabanas, las recortó, y las uso como vendaje luego de desinfectarse. No pudo hacer nada más porque no tenía idea de cómo coserse la herida. Eran pasadas las 21 hrs, así que decidió comer y pasar la noche ahí. Había sido un día eterno, realmente acontecido de múltiples tragedias, lo que, según él, no le auguraba días mejores. Y tenía razón, porque los siguientes 3 días estuvo tumbado sin fuerzas por la fiebre. Resultó que la herida terminó por infectarse.

Agustín termino recuperándose el 1 de agosto. Aún estaba un poco débil por haber comido poco y por la manifiesta deshidratación, pero era tiempo de pensar en qué hacer. Rápidamente, se le iluminaron los ojos. Lourdes. Aun no sabía si ella estaba desaparecida o no, y era su última esperanza. Tenía que encontrarla, incluso si las probabilidades de verla eran prácticamente nulas.

Luego de aprovisionarse de todas las cosas que podía necesitar, además de un cuchillo para defenderse, buscó en los demás departamentos a ver si encontraba algunas llaves de un auto. Por suerte, encontró unas en un departamento unos pisos más abajo del de su hermano, y para fortuna suya, era una camioneta bastante grande que le serviría de refugio y para guardar todas las cosas que necesitaría en su viaje.

Mientras manejaba, recordó a la mujer que trató de matarlo, seguido de un fuerte malestar físico y mental. Era muy posible encontrarse con gente así, o con gente que buscara robarle todo lo que tenía, y un simple cuchillo no sería suficiente. Optó por buscar una pistola. ¿Pero dónde encontrar una? Mientras avanzaba por Avenida Vitacura, recordó la comisaría de Carabineros que había en la calle Puerto Rico. A lo mejor encontraría alguna y municiones. Dio vuelta en U y se dirigió a tal lugar. La comisaria era igual que cualquier otra, invadida por moscas que volaban en círculos en el hall de entrada. Le tomo un par de horas encontrar una pistola, cartuchos y cajas con municiones. El armamento estaba a buen resguardo, lo que se tradujo en una serie de obstáculos que Agustín debió sortear trabajosamente. Nunca había disparado una, pero no quería practicar y llamar la atención de alguien peligroso. Guardó la pistola en su pantalón, y lo demás en su mochila, para finalmente dirigirse a la casa de su querida Lourdes.


V

Llegó al condominio de la joven cerca de las 16 hrs. El corazón le latía con fuerza, nervioso como un niño, ante la posibilidad de encontrarla. Con la camioneta, derribó las barreras de entrada, y se estacionó frente a su edificio. Antes de bajarse, rezó un momento, pidiendo a Dios o a quien sea que Lourdes se encontrara ahí y a salvo. Se armó de valor y se dirigió al edificio.

Ya se estaba acostumbrando al silencio, y a la falta de personas en los lugares que visitaba. Este lugar no era la excepción. Tenía que subir 17 pisos, y el ascensor estaba sin energía. Seguramente las cosas ya habían comenzado a dejar de funcionar, volviendo el mundo a la Edad de Piedra. Ese pensamiento lo asustó, y le generó su clásica flojera. De sólo pensar que ahora tendría que hacer las cosas sin ningún tipo de ayuda le provocaba molestia, pero debía de hacerse a la idea y madurar. Las escaleras de emergencia estaban sumergidas en la oscuridad, salvo por esa inútil luz de emergencia que apenas alumbraba unos cuantos escalones.

Cada peldaño superado lo ponía más ansioso, y, sin darse cuenta, transpiraba como enajenado. Pero esta vez no maldijo su mal estado físico, sino que su timidez, su tendencia a pensar demasiado las cosas y no actuar cuando debía. El creía y esperaba que Lourdes lo quisiera, pero nunca se atrevió a invitarla sola a salir, o simplemente decirle que la quería, o darle un beso. Sencillamente se quedaba mirándola, conversando cualquier cosa sin mayor importancia con ella. Por lo menos estaba seguro de que eran grandes amigos. Pero eso no era suficiente. Agustín necesitaba a una compañera, alguien con quien contar tanto en las cosas más importantes como en las insignificantes, alguien que iría en su ayuda en cualquier momento, como también él necesitaba a alguien a quien cuidar y ayudar en todo lo que estuviera a su alcance. Pero su inseguridad lo mantuvo solo en ese sentido. Y se daba cuenta de todo esto en el momento más crítico de su vida, cuando las posibilidades se agotan en cuestión de segundos, donde ya no queda espacio para quejarse y lamentarse. Si la fortuna le sonreía ese día, no se alejaría de Lourdes nunca.

Llevaba 15 pisos, y las piernas le temblaban. Estaba tan cerca, que nada impediría que siguiera su camino. Es así como el abogado, empapado, con mucha sed, y nervios, llegó al piso 17.

Agustín respiró profundamente antes de dirigirse a la puerta del departamento. Se secó la cara —la cual le ardía aun por los cortes del accidente— y se trató de peinar un poco. Ya frente a la puerta, se fijó en que ésta estaba entreabierta. ¿Qué significaba esto? No había tiempo que perder, y entró.

La casa estaba a oscuras, pero había algo diferente en el ambiente. Algo que lo incomodaba un poco. Con pistola en mano, se acercó lentamente al dormitorio de la mujer a quien buscaba. Y fue ahí cuando pudo comprender qué era lo que le llamaba la atención. A diferencia de todos los demás lugares, aquí no reinaba el silencio absoluto. Había un ligero sonido que recorría las murallas de la casa.

Abrió la puerta del dormitorio de Lourdes, con la que soñaba recurrentemente, y sus ojos se abrieron de par en par, demostrando incredulidad y conmoción. Agustín entró a la pieza y cerró la puerta tras de sí.

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