Dueño

Mengana si te vas

Mengana si te vas con el zutano

yo/tu fulano/ no me mataré

simplemente los seguiré en la noche

por todos los senderos y las dunas

vos gozando tal vez y yo doliéndome

hasta que vos te duelas y yo goce

cuando las huellas a seguir no sean

dos tamañas pisadas y dos breves

sino apenas las de tus pies dulcísimos

y entonces yo aparezca a tu costado

y vos/con esa culpa que te hace

más linda todavía/ te perdones

para llorar como antes en mi hombro

– Mmmm, esa pollera es muy corta –. Me dijo Marcelo una tarde de tantas -. Ya te dije que no me gusta que muestres las piernas por ahí. Son mías – siguió, diciendo mientras me las tocaba metiendo su mano debajo de la falda. Yo creía que eso era amor, y me reía, al tiempo que buscaba mentalmente en mi armario otra ropa que no le molestara.

– Está bien, ya me cambio. Dame unos minutitos – le respondí alejándome y contoneando las caderas como él quería que lo hiciera.

– Apurate, que no tengo todo el día – añadió. Después me dio un chirlo en la cola, uno que yo esperaba porque le encantaba hacerlo. A veces suave, otras tan fuerte que dejaba marcas. Yo era suya, y quería que todos lo supieran, me decía. Y los dos lo creíamos, él porque siempre había sido dueño de todo lo que lo rodeaba, y yo porque nunca había sido dueña de nada, ni siquiera de mí misma.

Y así pasaban mis días, uno detrás de otro y todos iguales entre sí. Marcelo era el vecino ilustre del pueblo, al que todos querían saludar y el invitado de honor de todas las reuniones sociales del lugar. Yo sólo era su esposa, y existía a través suyo. Me miraban, sí pero para evaluar si estaba a su altura. Tan perfecto lo creían, que no había vez que yo saliera a la calle que no sintiera sus miradas en mi nuca. Pasaba horas arreglándome sólo para ir a comprar, para demostrarles que yo también valía algo. Era hermosa, lo sabía, y me esforzaba por recordárselos siempre que podía. Igual los oía murmurar a mis espaldas, pero no me importaba. Yo, que nunca había tenido nada, con él lo tenía todo. A mí, que toda la vida me había ignorado, me envidiaban cuando iba tomada de su brazo. ¿Qué importaba si no podía tener amigos, porque nadie quisiera serlo o porque él no dejase que lo hicieran? ¿O que a veces tuviera que sonreírle sin quererlo, o amarlo sin desearlo?

“Cuidalo, me decía mi mamá, hombres así ya no quedan”. Y nunca supe si lo hacía porque realmente lo creía, o porque tenía miedo de que lo disgustase y ella ya no pudiese vivir como vivía. Porque su “generosidad” atravesaba los límites de mi persona, y toda mi familia vivía tan bien como él lo permitía.

Y un día mi mundo de cristal se tambaleó. Había ido como tantas otras veces a comprar algunas cosas a la ciudad más cercana, y después de mucho andar me senté a tomar un café en un bar. Era uno de los pocos lujos no materiales que me podía permitir. Disfrutar de una soledad elegida por mí, tomando un café y leyendo un libro. Era lo más lejos que podía llegar, o que él me lo dejaba. Un radio máximo de 30 km, del que no podía salir sin su consentimiento. Cada tanto controlaba la hora en mi celular, porque sabía que no le gustaba llegar a casa y que yo no estuviese esperándolo. Todavía me quedaba una hora antes de volver, así que me pedí otro café y seguí con mi lectura. De pronto vi que alguien se sentaba en la silla que estaba vacía en mi mesa. Levanté la vista y me encontré con el hombre más hermoso que hubiese visto nunca. Era joven o quizás de mi misma edad, pero aparentaba muchos años menos. Me miró y me sonrió con los ojos, y ese fue el principio del fin. O el inicio de todo, nunca sabré desde dónde mirarlo. Sólo sé que intenté con todas mis fuerzas ignorarlo, pero no pude.

– Soy nuevo en la ciudad y créeme, nunca te vi – me dijo mientras se acomodaba el pelo con las manos. Aún no lo sabía, pero era un gesto muy suyo y que hasta el día de hoy hace que se me erice la piel cuando lo veo en alguien más.

– No soy de acá, y me tengo que ir ya – le respondí, poniéndome de pie y cerrando mi libro. Las piernas me temblaban, porque nunca me habían mirado de esa manera. Lo habían hecho de todas las formas posibles, con odio, lascivia, envidia, lujuria. Pero su mirada era distinta. Tenía los ojos de un verde menta profundo, y me recorrían entera, dejando un rastro de caricias prometidas que yo anhelaba que me dieran. Y ahí radicaba el principal problema. No en el hecho de que él desease algo de mí, sino en el que yo quisiese que lo cumpliera.

– No mientas. Tu taza está llena y aún humea. Si te molesto decime y me voy –. Y volvió a sonreírme, mientras me miraba la boca. Pasó su lengua sobre su labio inferior, y yo lo imaginé haciéndolo en los míos. No pude contestarle, porque ellos se negaron a responder a algo más que no fuera un beso suyo. Alcé mis cosas y me fui todo lo rápido que pude del lugar, sin pagar siquiera el café.

Me desnudé nada más llegar y puse mi ropa a lavar. No quería que oliese a otro hombre en ella, aunque ni siquiera me hubiese tocado. No sabía de qué sería capaz si llegaba a sospechar que había deseado a alguien más como no lo había hecho jamás con él.

Aún sin ropa me miré al espejo y me encontré más mujer que nunca, y en ese instante lo decidí. Haría lo que fuera necesario para verlo y probar a qué sabían sus labios. Pagaría el costo sólo por saber hasta dónde era capaz de llegar mi cuerpo con una sola de sus caricias. Era extraño añorar a alguien al que no se conocía, pero era eso lo que sentía. La nostalgia de unas manos que nunca me habían tocado, o de unos besos que aún no había recibido.

Él llegó antes de que me vistiera, y se alegró creyendo que era porque lo esperaba a él y no a otro. Me besó con unos labios que los míos desconocieron, y se metió en mí sin preguntármelo. Me vi desde afuera, como tantas otras veces en las que había pasado, pero con más asco que en todas las anteriores. Y así estuvimos unos minutos, él llenándome y yo mientras sintiéndome más vacía que nunca.

A la mañana siguiente fui de nuevo a la ciudad, a tomar un café en el mismo bar del día anterior. Había pasado casi una hora decidiéndome sobre cómo vestirme. Tenía muchísima ropa para usar, pero de la esposa de Marcelo, y no de la Marina que yo quería ser cuando no estaba con él, o con alguien que lo conociera. Finalmente me decidí por un jean que sabía que me favorecía, y una remera blanca simple pero que me sentaba bien.

De camino al bar pasé por una perfumería y elegí una fragancia totalmente distinta a la que usaba diariamente. Esa era una que Marcelo me había regalado hacía muchos años, cuando habíamos empezado a salir, y que al principio adoraba. Ahora ya no, porque él me había prohibido usar otro perfume que no fuera ése y la obligación le terminó quitando su encanto.

Me senté en la misma mesa y esperé durante un par de horas que se me hicieron eternas. Terminé volviendo a casa sin encontrar al desconocido y con diez minutos de retraso. Cuando entré lo escuché moverse en la habitación. Me acerqué a él y le di un beso en el cuello.

– ¿De dónde venís a esta hora? – me preguntó serio, tomando mi rostro entre sus manos.

– Estuve en la ciudad, tenía que comprar unas cosas que no conseguí acá – le respondí, quitándole importancia.

– ¿Qué cosas? ¿Un perfume, por ejemplo? – Siguió diciendo, aspirando despacio en mi cuello.

– ¡Ah, eso! No, es sólo una fragancia nueva que me hizo probar una vendedora – le mentí nerviosa, porque sabía que ese simple hecho podría alterarlo.

– Me gusta, pero no para vos. Tiene olor a puta, y no quiero que andes oliendo así por ahí. La próxima vez decile que vos ya tenés el tuyo – me dijo, mirándome a los ojos -. Ahora anda a bañarte así te sacas ese olor inmundo, y haceme algo de comer que estoy apurado – agregó mientras se iba. Yo me metí en el baño y dejé que el agua caliente borrase las huellas del perfume, arrastrando también en su paso los vestigios que quedaban de la Marina que quería ser.

Al día siguiente volví a ir a la ciudad, y lo seguí haciendo diariamente hasta encontrarlo de nuevo. Al cuarto viaje lo vi de lejos, y se acercó a mí al reconocerme.

Hablamos bastante esa mañana y disfruté tanto de su conversación que por un rato me olvidé de sus manos y sus labios. Así supe que se llamaba Damián y era profesor de literatura en el colegio de la ciudad, y que escribía una novela en sus ratos libres, soñando con publicarla alguna vez. Cuando me di cuenta de que había pasado tan rápido el tiempo, le pedí disculpas y le dije que tenía que volver. Desde un principio le expliqué mi situación (que estaba casada, el resto era sólo mío) y a él pareció no molestarle. Acordamos en vernos unos días después, y en ese instante comenzó la época más feliz de mi vida. Fue la más breve también, pero eso entonces no lo sabía.

Algunos días más tarde nos vimos de nuevo, y ya no pudimos dejar de hacerlo. Yo viajaba a la ciudad siempre que podía, o nos encontrábamos en alguna otra ciudad cercana, por miedo a que alguien me viese con él y le dijera a Marcelo. Él me creía una exagerada, y me pedía que lo dejara. Yo me negaba rotundamente por temor a sus represalias, y terminábamos discutiendo. Después lo arreglábamos con sexo de verdad, del que atraviesa el cuerpo y te hace vibrar las entrañas. Hasta que veíamos la hora y yo me escapaba corriendo, casi como una cenicienta sin madrastra pero con un marido igual de déspota.

Por la noche me costaba conciliar el sueño, puesto que me sentía culpable todo el tiempo que pasaba en mi casa. Yo era entera de Damián, y cada vez que dormía junto a Marcelo me sentía infiel. Aun cuando no tuviéramos sexo (y eso que era sólo el de mentiras, ese que es obligatorio y que cumple meramente una necesidad biológica, en este caso suya y no mía).

En los meses que duró nuestra relación me sentí flotar, casi literalmente. Descuidé mi casa y algunos detalles que alarmaron a Marcelo. Yo no lo percibí, por estar tan obnubilada con Damián. Después de un tiempo terminó por convencerme, y organizamos todo para mi huída. El amor que nos teníamos me dio la fuerza suficiente para enfrentar a todos los miedos que mi marido me generaba, y así un día en el que él viajaba y no volvería a dormir, me fui con muchas de mis cosas (las que realmente sentía que me pertenecían, y no las que Marcelo había elegido para mí). Lo esperé en el lugar indicado por bastante tiempo, hasta que me di cuenta de que ya no vendría.

Volví a mi casa en trance y hasta el día de hoy no recuerdo cómo hice el camino de regreso hasta allí. Sabía que él había tenido algo que ver en todo esto, y rogaba al cielo que sólo lo hubiese separado de mí sin dañarlo. No me importaba no verlo nunca más, pero necesitaba saber que estaría bien en algún lugar.

Al entrar a la casa (que desde ese momento pasó a ser solo suya), lo encontré sentado esperándome en el sillón de la sala. Tenía puesto su mejor traje y me sonreía desde allí.

– ¿Qué haces acá? – le pregunté, ya sin rastros del temor que otrora le tenía.

– Se suspendió el viaje. Anda a arreglarte que viene gente a cenar – me dijo sonriendo el desgraciado. Realmente disfrutaba del momento.

– ¿Qué le hiciste? – insistí yo, con un dejo de desesperación que iba en aumento.

– No sé de qué me hablas – me respondió con sarcasmo, acercándose a mí y besándome en los labios. Subió sus manos por mi cuello, hasta llegar a mi cabello. Me tomó desde ahí y me separó lo suficiente para que pudiera verlo a los ojos, pero aún tan cerca como para sentir su respiración en mi rostro -. No te olvides de sonreír esta noche, que no quiero que después hablen a nuestras espaldas. Y báñate bien así te sacas ese perfume que te dije que no usaras, porque tiene olor a puta y te lo terminas creyendo – me dijo, mientras me empujaba con violencia contra la pared. Esperé hasta que saliera de la casa, y me arrastré llorando hasta el baño, en donde vomité todo el asco que sentía por su persona

Esa noche me desdoblé en dos mitades perfectamente acopladas: una era la anterior a Damián, la que Marcelo quería que fuera y la que todos verían. Me bañé, me puse mi mejor vestido y me esforcé para ser la versión más acabada de la Marina que fui.

La otra era la Marina de Damián, y que vivía dentro de mí esperando el momento oportuno para salir. A esa la exilié a un rincón para evitar que Marcelo la encontrase si me miraba profundamente hasta el alma. No hizo falta que lo hiciera, puesto que salió a la luz en un momento en el que alguno de los invitados preguntó la hora, y mi marido respondió mirándola en un reloj que en ese instante le descubrí usando. Lo había visto decenas de veces, pero no en su muñeca sino en la de Damián, puesto que yo lo había comprado especialmente para él. En el reverso estaban nuestras iniciales grabadas, y la fecha en la que nos conocimos. Nunca se lo había sacado desde que se lo di, y sabía que no lo hubiese hecho por voluntad propia.

– ¿Y ese reloj? – le pregunté fingiendo una sonrisa, que ni él ni yo creímos verdadera.

– ¡Ah! Es mío – me respondió devolviéndome el gesto, pero que en su caso sí era sincero – al menos lo pagué yo – continuó, y rió sonoramente mientras el resto de los comensales lo secundaban aun sin entender nada de lo que allí pasaba.

Después de que todos se hubieran ido me arrojó de espaldas sobre la mesa, y me tomó sin siquiera desvestirnos, como tantas otras veces pero con más ímpetu que nunca. Yo era su presa y él el cazador, y me lo demostraría siempre que pudiera. Mordió mi cuello en varios lugares, hasta hacerme doler. Sin embargo no le di el gusto de oírme gritar y me callé, aun con lágrimas en los ojos. Total, la Marina que le temía se había ido junto con los invitados.

En la habitación lo vi tomarse la pastilla que necesitaba para dormir, y esperé a que cayera en un sueño profundo para levantarme. Tenía al menos 4 horas en las que no se despertaría de ninguna manera, y eran más que suficiente para lo que yo necesitaba. Cerré herméticamente todas las ventanas de la habitación, y llevé hacia allí una estufa que solíamos usar en la sala los días de mucho frío como ése. La encendí al máximo y al salir cerré la puerta con llave. Me fui a la habitación más lejana de la casa, en la que yo solía dormir cuando discutíamos y de la que todos conocían su uso, y esperé despierta pendiente de escuchar algún ruido que me indicara que había despertado. Nunca lo hubo, y un par de horas después (que se me hicieron eternas), fui a la habitación a despertarlo. Al entrar abrí la puerta y las ventanas, y apagué la estufa. Lo miré dormir plácidamente, como lo hacen sólo las personas que no son consciente de cuanta maldad anida en su ser. Puse todo mi empeño en despertarlo, y recién al comprobar que ya no tenía pulso una risa histérica brotó de mi garganta, y no pude detenerla hasta pasados unos minutos. Por primera vez en mucho tiempo me di el lujo de reírme desde el fondo de mis entrañas, sin tener que pedir permiso para hacerlo. Recién cuando hube terminado llamé a alguien para que lo auxiliara. Nadie sospechó nada de lo que había pasado, o a nadie le interesó hacerlo, puesto que en realidad sus amigos eran enemigos que le debían favores y que se veían beneficiados con su muerte tanto como yo.

Desde esa mañana la Marina de Marcelo le dio espacio a una viuda impecable, que lloró despacio al pie del cajón de su marido. Nadie supo jamás que en realidad estaba velando a un muerto distinto, a uno que nunca encontraría y al que no podría enterrar jamás.

Después de un tiempo prudencial vendí todo y me fui lejos, a un lugar que no me recordara a nadie. En mi exilio todas las Marinas se aunaron en una sola, y es la más real de todas mis versiones. Aquí paso mis días extrañando a Damián y leyendo cada libro nuevo que sale en mi país, esperando con ilusión encontrarlo en la contratapa de alguno de ellos. Ya no le tengo miedo a nada ni a nadie, quizás porque ya no tengo dueño o quizás porque ahora lo soy yo de mí misma, y del niño de ojos verde menta que me abraza cada día al despertarme, y que hace que todo lo vivido haya valido la pena.

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