Había dejado de perseguirlo la nube de granos de arena fina. El aire era muy frío a pesar de que el sol estaba en su punto más alto y el silencio anegó todo el espacio, no oía ni siquiera el roce de sus pies en el suelo y dejó de dolerle el cuerpo. Unas mariposas monarca volaron a su alrededor y unas serpientes elevaron muy alta su cabeza para mirarlo con atención. Caminaba recto, con garbo, iba pensando en las palabras que habría de decirle al dios Mictlantecuhtli para que éste le diera los huesos de los muertos. Apareció, frente a él un jaguar y le indicó con la cola que lo siguiera. Caminaron por una vereda inclinada hasta que llegaron a una gruta. El felino le abrió paso para que entrara.

Pasa—le dijo una voz hueca—, te está esperando. Dio unos pasitos y extendió los brazos porque el sitio era muy oscuro. Sintió lo áspero de las rocas volcánicas y siguió avanzando en la oscuridad. Pronto vio una pequeña hoguera, cerca de la cual estaba un hombre viejo con una dentadura muy grande, tenía el pelo muy negro y llevaba un cinturón hecho de huesos humanos. “¿Qué es lo que quieres?” —preguntó con una voz de ultratumba mientras unos ciempiés y cientos de tarántulas se acercaban para rodear al visitante—. Respetable Mictlantecuhtli—dijo con voz segura—he venido a pedirte comprensión y ayuda. Debes saber que la tierra está muy triste y faltan los hombres que podrían alegrarla con sus cantos y celebraciones. Tú saldrías beneficiado si me dieras los huesos que conservas bajo tu custodia, ya que con el fallecimiento de la gente en la vejez aumentaría tu reino, ya que terminarían viniendo aquí al final de su existencia. Dime si hay alguna forma de convencerte. Haré lo que me pidas.

Hubo un instante de absoluto silencio y después surgió de nuevo la voz tétrica del dios del inframundo. “Está bien, te concederé lo que me pides si eres capaz de hacer sonar mi trompeta cuatro veces”—Acto seguido— le extendió un caracol muy grande. Quetzalcóatl cogió el instrumento y le pasó los dedos por la superficie para encontrar el orificio por donde debía soplar. Al notar que la concha no tenía huecos se disculpó diciendo que necesitaba salir para tomar aire y en cuanto se encontró en la entrada de la cueva llamó a sus amigos los gusanos y abejas y les pidió que hicieran un canal por el que pudiera pasar el aire. Volvió ante Mictlantecuhtli y tocó en el caracol una melodía alegre cuatro veces y después esperó la respuesta. “Lo has hecho muy bien. Te entregaré los huesos de los hombres”. En seguida sacó de un enorme bolso los huesos prometidos y se los dio enrollados a Quetzalcóatl. Muy alegre, por haber logrado su objetivo, salió de la caverna llevando a sus espaldas el peso de su recompensa, sin embargo, cuando terminó el eco de la música que había ejecutado el dios del viento, Mictlantecuhtli se enfadó y mando que una gran ave nocturna atacara a la serpiente emplumada. Así Quetzalcóatl cayó en un hoyo y perdió el conocimiento.

Al despertarse se vio arrastrando los pies por un sendero polvoso en el que una nube dorada lo rodeaba y pronto le dejaba al descubierto ante sus ojos un sendero. Se irguió y avanzó. Sintió frío y se le erizó la piel y apresuró el paso. Notó a los reptiles que lo miraban con atención y una lluvia de alas de mariposa lo rodeó por un instante. Pensó unas palabras que le parecieron adecuadas para la conversación que tendría en breve. Le salió al paso un felino y él lo siguió, después entró en una cueva y descubrió al dios de las penumbras al lado de una hoguera. Sintió unos ojos penetrantes como estrellas diminutas. He venido a pedirte que me entregues los huesos de los hombres. El dios Mictlantecuhtli le dijo que se los daría con la condición de que hiciera sonar su enorme caracol. Quetzalcóatl tocó por todas partes el instrumento, pero no encontró orificios por donde pudiera circular el aire, así que se disculpó y salió para observar mejor la caracola. En cuanto se encontró fuera, llamó a sus amigos para que le ayudaran y recordó que era la quinta vez que se repetía el mismo suceso. Cada vez que empezaba de nuevo la misma escena, se decía a sí mismo que tenía que reparar en los detalles que recordaba. Hizo memoria y una voz le dijo que tenía que pedirles a las abejas que ellas ejecutaran la melodía dentro del caracol para que el tuviera tiempo de escapar con los huesos y no caer en la zanja durante el ataque del enorme pájaro nocturno. Llegó hasta la presencia de Mictlantecuhtli y le entregó la trompeta. La música fue tan agradable que le entregó de inmediato los huesos. Quetzalcóatl salió con la carga a sus espaldas y empezó a correr mirando con atención el camino. De pronto unas enormes garras lo hicieron caer en un precipicio y quedó atrapado en un hoyo. Desató los huesos y los separó. Puso a la izquierda los de las mujeres y a la derecha los de los hombres, luego repitió en voz alta unas palabras que consideró que debía recordar y trató de salir, pero cuando estaba a punto de llegar a la superficie un duro golpe lo hizo caer y perdió la conciencia.

Atravesó de nuevo la gran nube de polvo, se apresuró al encuentro del jaguar, éste lo miró impasible y le indicó que lo siguiera. Llegó a la caverna y entró con los brazos hacía el frente dirigiéndose hasta la fogata que estaba al lado de Tzontémoc. Esta vez se dio cuenta de que estaba acompañado de su esposa, así que al recibir la trompeta salió de nuevo y les pidió a las avispas que entonaran una canción romántica para distraer la atención de Mictecacihuatl. Al volver con el caracol lleno de insectos, les ordenó que ejecutaran la melodía. Unos segundos después recibió el amasijo de huesos y salió apresurado. Cuando le chocó la luz en la cara se cubrió con la mano y corrió poniendo mucha atención en el piso, vio una sombra muy grande y cayó en un foso. Con presteza desató los huesos, los ordenó: a la izquierda los femeninos, a la derecha los masculinos y en el centro los de los niños. Dijo en voz alta: “Cuando llegues arriba no asomes la cabeza y escucha la voz del viento”. Subió con cuidado y se mantuvo oculto tratando de interpretar las palabras del aire. Oyó una orden y se elevó para salir, pero unas patas enormes lo empujaron y se precipitó al fondo.

Tosió con fuerza por que el polvo le entraba por la nariz y la boca, resopló y vio las cabezas de las víboras y unas mariposas se llevaron los granos pardos que se agitaban en el aire. Un ocelote lo miró y le indicó que lo siguiera. Llegaron a una gruta y entró tocando, en la oscuridad, las paredes para no tropezar. Llegó hasta un lugar de donde salía lumbre y vio a los dioses de ultratumba, les dijo que el mundo estaba muy triste y que era necesario poblar la tierra para que reinara la felicidad y ellos vivieran en armonía en el subsuelo. Le entregaron un caparazón retorcido que no tenía huecos y le pidieron que por favor lo convirtiera en un instrumento musical, lo cogió y pidió permiso para salir a la luz, pues necesitaba ver con cuidado la concha para perforarla y afinarla. Una vez fuera, llegaron unas orugas que hicieron un canal en la trompeta y se quedaron dentro para convertirse en mariposas en el momento en que Quetzalcóatl les ordenara cantar. Frente a Mictecacihuatl las pequeñas mariposas comenzaron a ejecutar una melodía encantadora, tan impresionada quedó que le ordenó a su marido que entregara las mortajas. Con la carga a cuestas, Quetzalcóatl les pidió a las serpientes que le mostraran un camino seguro y apresuró el paso. Vio la enorme mancha negra de un enorme murciélago que lo perseguía y trató de avanzar lo más lejos posible, pero un certero aletazo lo lanzó a un hueco. Con gran agilidad recogió los huesos desperdigados ordenándolos por tamaños y género. Antes de asomarse para ver si se había ido el enorme ratón alado, permaneció escuchando el sonido de la tierra. Unas vibraciones le indicaron que tenía que moler los huesos para que su protectora Quilaztli se los pudiera llevar. En una vasija que encontró junto a los huesos metió el polvo que había resultado de la trituración de los esqueletos. Salió sin antes recordarse que la próxima vez tendría que esperar a que llegara su benefactora Ciuhuacóatl y al recibir el impacto en la cabeza cayó inconsciente.

La nube dorada y las alas de las mariposas desaparecieron. Una capa de escarcha le cubrió el cuerpo y vio como las culebras se iban a esconder buscando resguardo. Recogió una piel de felino y se cubrió con ella. Llegó hasta la entrada de una gruta y distinguió una llama de luz. Se acercó para calentarse. Cuando ya se sentía mejor, percibió la presencia de dos luminosos luceros que se le acercaron. Era la esposa de Mictlantecuhtli que le dijo que su marido estaba triste y que necesitaba oír música para contentarse. Quetzalcóatl recogió un objeto de arcilla que se encontraba muy cerca y al ver que se podía hacer una flauta, salió a pedirle ayuda a los cenzontles. En cuanto supo que las orugas podían hacerle un hueco a la masa informe que le había mostrado a los pájaros, se acercó a un árbol y fue poniendo hojas a lo largo de la superficie para que los enormes gusanos hicieran un canal. En cuanto tuvo listo el instrumento volvió a la cueva y empezó a tocar. El espacio se llenó de una música agradable y se presentó adormilado Mictlantecuhtli preguntando de dónde salía la hermosa melodía. Vio el instrumento y se lo pidió a su esposa. Empezó a tocarlo y quedó muy satisfecho. Le ofreció a Quetzalcóatl un pago por el objeto, él pidió los huesos de los humanos y cuando se los entregaron los ató y se los cargo a la espalda. Salió y se fue muy tranquilo por un camino de piedras, de pronto notó que un águila volaba sobre él y trató de esconderse, pero el ave lo empujó en un intento fallido de comérselo y cayó en un precipicio. Los huesos quedaron desperdigados y los juntó sobre una piedra con una gran hendidura. Los hizo polvo y esperó un momento a que llegara una gran boa. La saludó con una reverencia y esperó a que el reptil se tragara todo el polvo blanco. Para que la enorme águila no se comiera a su protectora Quilaztli. Se subió por el acantilado y llamó la atención del enorme monstruo rapaz. Cuando dejó de ver la figura de Cihuacóatl asomó la cabeza y recibió un fuerte golpe.

Abrió los ojos y esperó que la cortina gris de polvo se disipara con la agitación del revuelo de las mariposas. Caminó con calma y esperó encontrar a un felino, pero no lo halló. Siguió en dirección a la montaña para entrar en una gruta, sin embargo, su camino se vio interrumpido por la presencia de un grupo de mujeres y niños que lo esperaban con unas vasijas llenas de chocolate y bolas de masa de maíz cocido. Se sentó a tomar la bebida y las tortas. Cuando se sintió reconfortado se levantó y se despidió de todos. La gente, que no parecía de verdad, lo abrazó y le deseó éxito en su empresa. Se dejó arrastrar por una tibia corriente de aire que lo fue elevando como las notas de una melodía. Vio un gran valle con muchas construcciones y una gran pirámide. Sonrió con alegría y se dirigió hacia el poniente. El roce de las piedras le produjo cosquillas. Volteó un poco y descubrió su sombra reflejada en una escalinata. Iba a terminar la tarde. De pronto, vio a un hombre con máscara de hueso y con una hoguera a su lado. “¿A qué has venido?”—le preguntó con un gesto desagradable. Muy desconcertado, Quetzalcóatl le dijo que la tierra estaba triste porque no había gente que la alegrara y el horroroso ser le ofreció un rulo marino muy torcido.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS