Para cuando llegaron a las improvisadas calles y plazas de gravilla grisácea del recinto del circo, ya nadie paseaba por ellas o se reunían a contar historias bajo los ardientes besos del fuego. Ese era un día triste para todos. Un día sin celebraciones, canciones alegres o reuniones improvisadas donde cada uno contaba una anécdota, real o inventada, ya no importaba. Era la magia de la noche. Cualquiera podía convertirse en lo que desease. Sin preocupaciones y sin ser juzgados bajo un jurado de miradas de incredulidad. Aquel, sí que era un buen lugar, o al menos lo era hasta ese día que nadie quería creer; y que esperaban que fuese un mal sueño. Pero no sería así. El mundo real había llegado hasta ellos otra vez, siempre fastidiándolo todo con esas normas absurdas que tanto se habían esforzado en romper. Ese día, comprendieron que no se puede escapar del mundo exterior. La tierra de fantasía se tornó oscura como la noche.

Claus revisó con tristeza los destrozos de la carpa de los payasos. No había quedado nada en pie. Se había convertido en un montón de tela, hierro, cristales, botes de maquillaje, ropa y muchas más cosas que no quería ni recordar. Tendría tiempo de verlo más de cerca cuando amaneciera y tuviera que recogerlo todo. Solo esperaba poder salvar algo. El viento dejó de agitar las lonas de las carpas a eso de las siete de la mañana. Demasiado tarde para las únicas pertenecías que poseía. Había perdido tanto en tan poco tiempo.

—¿Podrás superarlo? —le preguntó el director del circo. Era un hombre alto, de rasgos muy definidos. Vestía un traje negro con una camisa blanca y una corbata también negra.

—No lo sé Morgan—Claus dejó de caminar. Miró al suelo, apenado por lo que allí encontró.

—Puedo conseguirte la ayuda de algún psiquiatra. En esta ciudad los hay bastante buenos.

—Odio esta ciudad.

—¿Por qué te detienes? —dijo Morgan dos pasos por delante de él.

Claus se agachó para recoger una pulsera de cuero con una placa de metal.

—Esto era mío, es mío —la apretó con fuerza antes de atarla a la muñeca que nunca debería haber abandonado. —He perdido tanto.

—Yo también he perdido mucho a lo largo de estos treinta años —Morgan le puso la mano sobre hombro. No sabía muy bien como consolar a la gente. Por eso cuando alguien estaba triste, simplemente se limitaba a invitarlo a un buen plato del cocido que preparaba, mata penas, así lo llamaba. —Son cosas que pasan. La vida es así.

—Pensaba que aquí todo sería diferente —giró la pulsera por toda la muñeca.

—Y lo es, al menos la gran mayoría del tiempo.

—Vine aquí para empezar una nueva vida —siguieron caminando entre un largo pasillo rodeado por caravanas de todos los colores. El humo de las cocinas se elevaba sobre sus cabezas. Libre de todo aquel nuevo mal que Claus acababa de experimentar.

—Como todos aquí. Tenemos a personas recién salidas de la cárcel y las drogas, oficinistas hartos de sus monótonas vidas, artistas frustrados por el mundo exterior, hasta dos millonarios.

Claus lo miró incrédulo.

—Si. Madison y Robert —giraron donde la fila izquierda de caravanas se terminaba—. Tenían una gran empresa de tecnología. Por lo visto el gobierno era uno de sus mejores clientes.

—¿Por qué dejaron todo eso?

—Por lo mismo que todos. Para tener una segunda oportunidad en la vida —dejaron de caminar frente a la caravana de Morgan. Esta no estaba pintada de colores llamativos. Estaba igual que la compró. Con dos tonos de color, marrón y blanco. —Pásate mañana, te preparare un cocido… Además, a Maira le gustará verte.

—Creo que me vendrá bien —se restregó las manos contra los ojos.

—Claro que sí —abrió la puerta de la caravana. —Hablar con los amigos siempre viene bien.

—Gracias Morgan.

Claus siguió caminando hacia la caravana que se había convertido en su hogar durante quince años. Un mullido colchón lo reclamaba en la distancia. Pasó al lado de cuatro cubos de basura. Gris, para rectos orgánicos, verde, para el vidrio, amarillo, para el plástico, y azul, para el papel.Nunca había entendido muy bien eso de reciclar, tampoco era un estado que quiera modificar en esos momentos. En su mente tenía cosas más importantes que el reciclaje.

Se giró con brusquedad al escuchar algo extraño tras una caravana. Se inclinó a un lado de la caravana de Victoria y Cooper. Sabía lo travieso que podía llegar a ser su gato, y lo asustadizo que podía ser.

—Gatito —dio varios silbidos— ¿Cómo se llamaba? —no recordaba el nombre—. Gatito. ¿Manchitas? ¿Rubito? —así podría seguir toda la noche—. Bah, paso del gato.

Cuando volvió a su postura normal. Normal para él y desviada para los médicos, se vio reflejado en el cristal de la caravana. Ya había olvidado esa cara maquillada en blanco, rojo, azul, verde y un poco de amarillo. El traje de payaso pesaba igual que una armadura, pero no le importaba, estaba cómodo con él. Y aún le quedaba una última cosa por hacer con éste. Se despidió del espejo con gesto de negación.

Avanzó con paso lento y tranquilo. Se estaba bien fuera, el aire era refrescante, además, podía ver alguna estrella rodeando a la luna. La madre de todos. Nunca llegó a creer en esas cosas. Laura, la adivina, le explicó todo en una ocasión. Le dijo cómo todo ser vivo de la tierra surgió gracias a la luna. Más tarde comprobó, que sin la luna la vida en la tierra no sería como hoy la conocemos. Muchas cosas serían diferentes sin ese satélite gris que nos vigilaba día y noche.

Finalmente, llegó a su caravana. Subió los dos peldaños, abrió la puerta sin cerradura y se adentró en su pequeño pero acogedor hogar. Tomó asiento mientras que la gravedad hizo que la espalda se le encorvase.

<De vuelta al hogar>

Tomó aliento. El crujido de la cuerda aun le retumbaba en los oídos. Era un sonido insoportable. Podía ver como se balanceaba de un lado a otro igual que lo haría el péndulo dorado de uno de esos grandes relojes de pie que solían estar en esas escalofriantes y enormes mansiones victorianas. Le encantaban esos relojes. Aquella madera tallada le asombraba. No entendía como alguien pudiese hacer tal maravilla. Le hubiese gustado verlos en persona, y no a través de todas esas postales y fotos que iba reuniendo gracias a los viajes que hacía por todo el país.

<Ellos tienen la culpa de todas las muertes. Todos esos mirones con todas esas cámaras y esas risas desenfrenadas. Tienen que morir.>

Su cara sonriente se reflejaba en el espejo bañado por la tenue luz amarillenta de la caravana. Aquella sí que era una buena sonrisa, digna de ser fotografiada por cualquiera de los mejores estudios de fotografía en los que trabajó como ayudante de iluminación. Ante los ojos del mundo, era una buena vida. Tenía un sueldo a fin de mes, amigos, novia, un piso, un coche recién comprado. Todo lo que se podía querer o esperar. Pero no era suficiente. La felicidad se le escapaba de las manos.

<Tienen que morir. Todos ellos. Así dejaran de reírse> Golpeó la mesa con ira. Un frasco de cristal rodó hasta el suelo. No se rompió en mil pesados. Solo se quejó al caer, y como un niño pequeño, corrió a esconderse tras la pata de la mesa.

Se pasó un pañuelo por la cara maquillada en blanco, rojo, verde, azul y un poco de amarillo. Siempre debía de haber amarillo en la cara de un payaso. Así se lo había inculcado su maestro hacía ya mucho tiempo. <Suerte que no puede ver en lo que me he convertido> Parte del maquillaje se le difuminó por toda la cara. Parecía un espectro como los de la casa del terror. Había pasado rápidamente de ser un payaso de rostro alegre y sonriente a ser uno triste, más acorde con lo que sentía realmente. Ahora estaba como debía estar… en completa sintonía.

<Ellos lo mataron, y ahora morirán> Abrió el cajoncito de la mesa del espejo, sacó un cuchillo brillante como las llantas de un coche recién comprado. Resultaba ligero entre sus manos.

Los ojos se le nublaron similar al de una tormenta. Otra vez había vuelto aquel día. ¿Cuántas veces más iba a tener que recordarlo? Al menos hasta que acabase con todos ellos. Podía oír como la cuerda seguía crujiendo mientras se balanceaba como uno de esos caballitos con muelle que solían encontrarse en todos los parques. El cuerpo del trapecista pendía sobre la red de seguridad.

<No paraban de hacer fotos. Tienen que morir. Todos, sin excepción. Por su culpa él está muerto —dio una patada al frasco de cristal que se ocultaba de la furia que había desatado con los pies. —Lo han deshonrado.>

Aquel día de verano seguía muy presente en todos los habitantes del circo. ¿Y cómo no iba a estarlo? Había pasado tan solo una semana. Todo había comenzado bien, como siempre, bueno… no como siempre, claro. Los saltos iban bien. Las acrobacias como nunca. Los giros impresionantes. Se pasaba de un lado a otro sin problema. Hasta que, sin más, el cuello se le quedó atrapado en una de las cuerdas. El cuerpo del trapecista se balanceó como un péndulo ante la mirada de cien personas. Aquel día, no solo perdió a un amigo, también el amor hacia los relojes.

—Fueron ellos —gritó con ira. Manchó el espejo con una ráfaga de saliva.Agarró con fuerza el cuchillo. Estaba decidido. Todos morirían. La sangre cubriría sus risas.

Se levantó con brusquedad. El pequeño taburete blanco, oculto por los volantes del colorido traje, se balanceó. Salió corriendo. La puerta golpeó una hamaca de tela que colgaba de dos hierros anclados a la pared de la caravana. Ahí solía pasar las mañanas tras ensayar los números con el resto de payasos. Le gustaba jugar con el móvil a un viejo videojuego de tanques.

Corrió por el recinto del circo sin rumbo, sin saber a dónde ir exactamente. Tenía casi un plan. No muy bien preparado, pero un plan, al fin y al cabo. Improvisaría igual que en el escenario. Se le daba bien.

Cuando pasó por la carpa principal, se detuvo, ante la entrada por la que tantas veces había hecho su aparición ante el público. Podía oír los aplausos y las voces. Comenzó a dar vueltas, removiendo la gravilla con los pies descalzos. Antes de entrar a la caravana se los quitó. Lo tenía por costumbre desde niño. Agitaba el cuchillo de un lado a otro. Formaba palabras sin sentido. La muerte de Henri al final sí que le hizo enloquecer.

Entró dentro de la gran carpa blanca y roja. Pasó por un largo pasillo atestado de cajas, disfraces, maniquíes, muñecos del ventrílocuo, pelotas, bolos, un cañón, una red, cuerda, y muchas más cosas que ni vio. Llegó hasta la pista central.

—Otra vez ese maldito ruido —gritó con fuerza. Pudo oír el crujido de la cuerda como nunca antes.

Una sombra se proyectó sobre uno de tableros donde el lanzador de cuchillo los arrojaba. Dirigió la mirada por encima de su cabeza, mientras permanecía en silencio. No habría podido decir nada. Todos estaban allí, sobre su cabeza, balanceándose de un lado a otro, igual que Henri. Dejó caer el cuchillo. No le haría ninguna falta. Alguien le hizo el trabajo. Al parecer mucho mejor de lo que él jamás habría podido hacer.

Los miró a todos. Estaban amoratados. Con los ojos blancos como la leche. Seguían balanceándose con mucha delicadeza. Parecía un baile, todos con su pareja, salvo uno. Quedaba un hueco libre.

La sombra que lo había estado siguiendo, larga como una serpiente, se movió silenciosa hasta él. El payaso le daba la espalda. No podía apartar la mirada. Un ataque de ira se desató contra el resto del maquillaje. Las lágrimas le corrían por toda la cara.

—Fueron ellos —se repitió otra vez. —Ellos lo mataron.

—No, no fueron ellos solos —la voz de Henri resonó por toda la carpa—. Tú los ayudaste amigo mío. Y haré que volvamos a reunirnos.

La serpiente se convirtió en cuerda. Subió por las piernas, la espalda y se le enrolló con fuerza sobre el cuello. El payaso la agarró con la misma fuerza con la que agarraba el inhalador del asma. Estaba áspera y pegajosa. Siguió subiendo hasta dar con una viga pintada de rojo. Los pies del payaso se separaron del suelo hasta subir a lo más alto. Al cabo de un rato, sus ojos se tornaron blancos como la nieve que aún no había visto.

Se reunió con el resto para un último baile.

FIN

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