Llevaba una gran hacha en la mano. Iba subiendo despacio los escalones del patíbulo. Nunca había sido su respiración tan dolorosa como en ese instante. La negra capucha era pesada y estaba mojada de sudor, le creaba un efecto de introspección que nunca le había interesado en sus veinte años de servicio; pero ahora, por la importancia de los hechos, lo martirizaba sumiéndole la cabeza en los hombros. La noche anterior había reconstruido su pasado hasta que el sol se lo interrumpió. Esperaba que se realizara un milagro, que la Divina providencia impidiera su cometido. Nunca había castigado injustamente a nadie, pero esta vez se habían tergiversado las cosas. Se sentía más culpable que la víctima. Llegó hasta su sitio, lo miraron los jueces que dictarían la condena y lo saludaron con rostro magnánimo. Respondió con una inclinación y esperó a que llegara el carro de donde bajaría su víctima. Miró a la masa de gente que se había congregado. Trató de no oír las palabras que le dirigían, pues había morbosos que lo animaban a ser cruel y despiadado. Otros lo maldecían y eso lo estaba desmoronando. Sus brazos perdían fuerza y las piernas le temblaban un poco. El sol llegó a su cenit y desaparecieron las sombras. Tenía frío y la piel de gallina. Trató de encontrar una solución. No le costaba nada pedir un cambio, el sustituto terminaría el trabajo sin duda alguna, pero estando allí podría matar a los dos guardias y proporcionarle una salida a la condenada que estaba por llegar. Repasó los movimientos. Un hachazo al juez de su izquierda y otro al de la derecha, después subiría el soldado con el arcabuz, pero no alcanzaría a disparar, luego el segundo soldado, ya apuntando y listo para matarlo recibiría un fuerte golpe y caería del entablado. Él cogería en brazos a la mujer y se montaría en un caballo que estaba atado a un árbol.

De pronto llegó una carreta. Traía a una mujer con un vestido azul celeste muy lujoso. Era la condesa de Moulinare. Estaba esplendorosa, su presencia dejó sin aliento a los mirones. Descendió con garbo con las manos atadas, parecía que no se presentaba para recibir su castigo, sino para bailar en una fiesta de palacio. La gente abrió un hueco y por el avanzó despacio. No miraba a nadie, llevaba la cabeza en alto y quienes cruzaban su mirada con ella eran asaltados por el remordimiento. En parte todo el pueblo era cómplice de su fatídico destino. Habían provocado con sus bulos que se le acusara de infiel. Su marido no lo pensó mucho y para seguir su vida promiscua con sus amantes la desacreditó públicamente. No, no era verdad que ella tuviera un amante de La Corte, ni entre los comerciantes, menos entre el séquito o los extranjeros. Su culpa era haberle entregado su corazón al hombre más infeliz que había visto en su vida.

Una ocasión que había bajado a los calabozos a despedirse de una de sus primas condenada a la hoguera, se topó con un hombre corpulento con cara de niño. Al no comprender cómo una persona con los ojos de un espíritu bondadoso podía aplicar las torturas, se lo preguntó. «Sufro, señora—fue la respuesta—no se imagina la carga que llevo en mis hombros y mi corazón, estoy desahuciado sin amor. Rezo todos los días por las almas que he mandado al cielo. Siempre he considerado personas inocentes a las víctimas. Llévese a su prima, ya encontraré un cadáver para sustituirla. Diré que no soportó la tortura. Así he salvado a mucha gente buena». Elena de Moulinare no podía creerlo. Sintió agradecimiento y abrazó al hombre, pero su naturaleza la traicionó y dejó que sus labios se posaran sobre la fina boca del verdugo. Entregados al amor maldijeron la vida. Las almas gemelas se encuentran en sitios impredecibles e inadecuados. Su problema era la diferencia social. Un pobre ser como él estaba a una distancia tan lejana de ella que sería más fácil que se le acercara un perro. Lo que no pudieron evitar fue que sus corazones se encendieran con una llama ardiente y sagrada.

Un día la condesa le dijo que estaba embarazada, que tenía que desaparecer con el fruto de su vientre o abortar. Poco después la desgracia cayó sobre ellos. Ahí en el armatoste de madrera estaba por culminar la fatalidad con una decapitación. Elena de Moulinare llegó hasta él, giró y se dirigió al pueblo que seguía en silencio. “Soy inocente. No le falté a Dios, ni engañé a mi marido jamás. Mi única culpa fue la de haber amado a las personas buenas. Moriré sin remordimientos. Ustedes, por desgracia pasarán a la historia como intrigantes. ¡Que Dios me perdone y a vosotros también!”. Sus palabras despertaron un murmullo, pero nadie se atrevía a insultarla. Ella se hincó y estiró el cuello para que el golpe certero le desprendiera la cabeza lo más rápido posible. El verdugo se acercó y levantó en el aire el arma. Calculó las posibilidades de su plan y decidió aplicarlo. De pronto, se le nubló la vista y la oscuridad lo rodeó por completo. No sabía si era un sueño o un desmayo. Tenía que actuar con determinación y pronto, pero sentía terror. Se decidió y lo primero que vio al abrir los ojos fue una ventana de madera abierta. Oyó cantar unos pájaros. Estaba en una cama pequeña. Se levantó y vio a una mujer guapa. “Has dormido mucho. Ya es mediodía. ¿Qué soñaste hoy? Estabas muy inquieto. No dejabas de hablar de una tal condesa Elena de Moulinare”. Él miró el patio y se dio cuenta de que estaba en su casa de campo. Su esposa le ofreció el desayuno y se sentaron a mirar el campo y las montañas. Soy un hombre muy afortunado—le dijo a su esposa con una sonrisa—. Ella lo abrazó y le dio un beso.

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