“¡Eres un irresponsable!” Su iracunda faz amenazó histéricamente… ¡Qué vamos hacer! Sus facciones se desfiguraban, vomitaban una sorda cólera. ¡Tú también lo has querido! respondí evasivo. ¡El sueldo apenas alcanza!… Era una razón de peso.Pero un hijo más es la bendición de Dios, débilmente argüí. ¡Qué dios ni dios!Él no quiere que haya más pobres, insistió… Me había olvidado. Soy maestro y estaba en huelga. Hacía dos meses que no recibía sueldo, felizmente la olla común, la venta de empandas nos sostenía, por qué tanto mal, por qué nos tratan así: bajos sueldos, desnutrición, represión, descrédito. ¡No, no podíamos soportar!… ¡Tenemos que ser fuertes, monolíticos. “¡El pueblo unido jamás será vencido!” ¡Fuerza compañeros, fuerza! Y al poco rato; bombas, gritos, palos, perdigones, detenidos, la PIP, desfile de frazadas, viandas, reuniones, subrogaciones. “Ya ves imbécil, sin sueldo y ¿otro hijo? ¡Otro hijo de…la casualidad!

Pero, ¿no te acuerdas? Esa noche fue. “Yo no quería, tú me venciste. Te quiero ronroneabas, me acaramelaste, te quiero toda entera”, insististe. “Otra vez y otra y otra” me lo repetiste. “Hazme tuya que te hago mío”. Por fin, tal como te quería: exigente, mimosa, sedienta de verbos y movimientos excitantes. Quiero que la noche otra vez se vista de sol, quiero que las horas sean eternidad, que tus senos me alimenten, que me pidas bañarte en palabras de amor… “¡Yo no quería; tú me venciste! ¡No quiero tener otro hijo! ¡No lo quiero!”

¡Auséntate miedo que tus piedras lacerantes quieren herir, crear distancias, ausencias, infrecuencia! Acicatea sus deseos de poseer y ser poseída. Fortalece su sí, créale ansias de volver a estar juntos. Dile que la adoro, que es todo para mí, que su fuego ardiente es fuente de vitalidad. Miedo, no la destruyas, no me la conviertas en etérea realidad. Úrgele el temor de perder segundos, minutos, horas, días de vivir nuevamente una ilusión. Miedo, empújala a mis brazos otra vez. Un hijo más qué importa. Dile que la invitaré a la cascada, que adoraré su galgo y perderá el temor, que caminaremos juntos en mi alcoba extraña y amiga, que subirá y bajará en mi humanidad, que buscaremos y aprenderemos nuevas formas de entregarnos más y más.

¡Tú sólo quieres sexo! ¡Y ya ves! ¡Otro hijo de…! ¡No lo quiero! ¡Vamos a Sullana! Pagas 300 y ahorramos cuánto después.

Con principios y todo ya estaba en Sullana como cómplice parricida. Mi escala de valores deshecha. Si al churre lo sacaban, nos dejaba campo abierto, sin inhibidoras consecuencias. Además no había sido planificado; era producto de un placer. Menos gasto y más jarana. Ahora que ella ha despertado al deseo, todo va a cambiar. ¡La tuviste junto a ti, comiste sus besos, bebiste su aroma, sentiste su calor, la viste toda entera, la palpaste de norte a sur, de este a oeste! Cabalgaste con ella: ¡Qué buena jineta! Tuviste a su bondadoso galgo dispuesto a todo y gozaste tanto que lo ahuyentaste de ti. Horadaste su humedad y retrocediste años y la rociaste con tu ansioso lácteo.

¿Qué más quieres? Confía en mí, trabajaré como un burro, no te faltará nada. “Sí, otra vez, y las veces que quieras, pero ¡no más hijos!” La suerte estaba echada.

La estrecha habitación abigarrada sudaba a sexo desperdiciado. “Ese muchacho no te conviene, es un vago”. Su acento satánico insinuaba una solución. “Si te hacen el legrado, nadie se va a enterar. Eres adolescente, no te arruines con un hijo. ¿Qué dirán nuestros familiares, amistades?”…Mami, no. ¡Mi hijo no! Y tragaba sus lágrimas silenciosas. ¡Mi hijo no! ¡No me importa el mundo! Quiero tenerlo, lo hice por amor. “¡Carajo, tú lo abortas!” El grito machista ofendió mis oídos. No lo abortes, hija, pensé, no lo abortes, lucha por la vida. Paradoja; y yo allí presionado por la mujer y cómplice ya de un potencial aborto.

¿Y yo qué hacía allí? Por qué estaba como clavado al asiento de esa habitación destartalada con olor a burdel, adornada apenas por cuatro bancas y sobre ellas unas multicolores jergas, seguramente hechas en la sierra, quizás en Sóndor, pueblecito mío, testigo de mis primeros juegos. Todos se aglomeraban a mi alrededor y miraban asombrados mis relucientes juguetes que en cada Navidad me regalaba la tía Elisa. Yo ufano jugaba y jugaba sin compartir juguete alguno. Mis primos solo miraban y ni siquiera se atrevían proponerme a jugar. Pero envidiaba sus juegos: la construcción de carreteras, los camioncitos de madera como si la niñez sondoreña expresara los deseos y sueños de sus adultos, de los prohombres del pueblo. Ellos me invitaban, pero se reían al comprobar mi inutilidad en el manejo de las barretillas y las pequeñas palanas. La vergüenza sentida agarrotaba mis manos, mis piernas. Por ello no quería jugar, pero extrañaba la chacra, el paisaje fuera de la única habitación que teníamos: cuatro paredes de guayaquil, sin revestimiento alguno, cuyas rendijas nos dejaban ver las personas que por la vereda pasaban. Un camastro con jergas que disimulaban la dureza de la tarima, al frente el fogón de piedras, sus ollas de Sondorillo, con banquitos alrededor, nuestro comedor del diario; los cuyes que corrían aquí y acullá y su hierba regada en el piso de tierra siempre húmeda y limpia de polvo. Dos gallinitas y un pollo en espera de producción.

Cuatro años en Sóndor y apenas conocía a mis abuelos, tíos y tías paternos. De la familia de mi madre, solo a la dadivosa tía Elisa. Mi abuela nunca bendijo la unión de mi madre con el campesino cantor y jaranero, pero el amor rompió las barreras sociales. Los pretextos para las citas genialmente inventados tuvieron el desenlace esperado: la preñez de mi madre. El “rapto” fue la solución pertinente. Un oscuro atardecer de invierno fue el alcahuete de Julieta y su Romeo cholo y el trote de dos robustos y enjaezados caballos enseñorearon cadenciosamente las calles pedregosas de Huancabamba.

El gran alboroto. Gritos, carreras, maldiciones. “Ha muerto para mí. Para que se meta con un cholo de… ¿para eso la eduqué? Consíganme una mula, se la quitaré”… Y en Sóndor…Señora Saudalia, en la puerta y nada más. “¡Cholo atrevido!” Lo siento, en mi choza mando yo. “Ratona, he venido a llevarte, con este cholo vas a ser desgraciada”. ¡No, mami, mi lugar estará siempre al lado de Alberto. “Te perdono y no tendrás castigo alguno!”… ¡No y mil veces no!

¡No y mil veces no!“¡Carajo, tú lo abortas!” De un salto llegó hasta el umbral y el padre la atrapó. La cintura filial pareció quebrarse al igual que la banca que soportó a los dos. Todos nos mirábamos y no sabíamos qué hacer y mi intimidad se solidarizaba con la valiente chica y la habitación se empreñó de suspiros, llantos, gritos.

Sentí que mi piel se granulaba. El desgraciado del médico le insertaría en el útero un tubo hueco que tiene un borde afilado y el cuerpo del bebé saldría despedazado así como también la placenta y luego depositarían en un balde los pedazos de la criatura. Por último, el abortista introduciría una pinza para extraer el cráneo, que no suele salir por el tubo de succión. Y en mi silencio gritaba, ¡niña, no lo abortes, no te dejes, huye!

Don Alberto, la “blanquita” se nos muere, masculló la vieja partera, mientras que otra señora regordeta asustada musitaba: Se nos muere, Señor, sálvala. Llame a la Gumersinda y la hará parir en un dos por tres. Luz Eufemia ya llevaba dos días con los dolores pujando y pujando a cada indicación de la comadrona. “¡No puedo, no puedo, ya no tengo fuerzas, se me nublan los ojos! ¡Alberto, un médico o un sanitario, por favor!” En Huancabamba estaba don Luis Silva, acertadísimo sanitario y compadre de doña Saudalia que en esos momentos corría al barrio La Laguna en su búsqueda, gracias al telegrama de Juan Pedro: “Señora Saudalia: su hija en peligro de muerte, no puede dar a luz”.

Un peón, dos acémilas y en dos horas estuvieron en la choza de Alberto. Un récord, usualmente se empleaban tres horas. La faz de mi abuela irradiaba su ira ofensiva, un rictus de desprecio aparecía en la comisura de sus labios. Sus ojos fulgían amenazadores y sus recias manos empujaron a las comadronas. ¡Fuera de aquí, cholas inmundas, fuera de aquí!

Las dos gallinas comenzaron a cacarear anunciando su milagro: la puesta de sendos nuevos huevos. Eufemia se retorcía de dolor. ¡Sálvenos doctor! Y el dolor arreciaba más agudo e implacable. Don Lucho la auscultó, tocó su vientre, mientras movía su cabeza anunciando lo peor. “¡Comadre, o salvo a su hija o a su nieto!”. ¡”El muchacho no importa! ¡Salve a Eufemia! El camastro rechinó en su íntima estructura y una súplica estentórea ascendió: ¡Mi hijo, no!… ¡Mi hijo, no!

Mi cerebro se llenó de gritos, ruidos de forcejeos. Mis ojos alelados testimoniaban la fiereza con que arrastraban a la adolescente. Padre y madre, verdugos inmisericordes la introdujeron a la fuerza en el maloliente quirófano de la muerte, cerraron su puerta y cuando menos lo esperábamos salió despavorida ¡Mi hijo no!, ¡Mi hijo no! Clamores que se confundían con mis recuerdos. De un felino salto me interpuse y no pudieron seguirla. Y en vez de disminuir su intensidad, el grito “¡Mi hijo no!, cuanto más lejos, más potente se escuchaba. ¡El muchacho no importa! ¡Sálvela! Y el último alarido de amor que escuché ¡No, mi hijo no! Y Luz Eufemia parió y me sentí superhombre. Gracias, madre. Gracias, grito de vida. Gracias, madre amor. Quisiera volver a tu vientre y escuchar millones de veces: ¡No…! ¡Mi hijo, no…! ¡No…!

Casi al instante, me puse de pie y lancé mi amenaza contenida: “¡Si la hacen abortar, los denunciaré!” Volví mi rostro y vi a mi mujer aterida, de mirada errática y le ordené: ¡Vamos, no cometamos un crimen que nos va a perseguir toda la vida!

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