Salía del colegio y siempre me sentaba allí, en el umbral de mi casa. Mi tutor vivía en el barrio y pasaba todas las tardes. “¡Hola, José Luis!” Apenas le respondía con un murmullo sin buenas tardes, solo un perezoso movimiento de mis labios que hacían suponer un lacónico saludo: ¡Profesor!

¿Hiciste tus tareas? Otra vez mi mamá, ¿cuándo dejará de fastidiarme? No me deja tranquilo… Un mecánico y desabrido “no”, apenas pronunciado e inaudible desató la ira maternal: ¡Ya me estás cansando! ¡Siempre lo mismo! ¡Almuerzas y te sientas allí sin preocuparte de nada!

Pepe Lucho cerró sus ojos chinos y sus manos nerviosas cubrieron los pabellones de conejo que poseía como orejas. Ya estaba harto. Todos los días los mismos reproches de Juana; y claro, faltaban los de papá: ¡Yo me rompo el lomo trabajando, quiero darte lo mejor y solo problemas me das! ¡Ya no sé qué hacer contigo! Y cerrando sus ojos de ojal, me amenazaba: ¡Cuidado con traerme notas malas…! ¡Pobre de mí, si me sacaba treces o catorces!

Con desgano se irguió e hizo el ademán de abrir la puerta, y ya su furibunda mamá estaba allí parada, desafiante, con las regordetas manos en su cintura: ¡Eres un haragán, irresponsable, malagradecido! ¿Qué quieres? -sus mofletudas y anchas orejas temblaban al son de la ira materna: ¿Tirar a la basura los 420 nuevos soles de pensión? ¡Sal mal y te llevaré a un colegio del estado! ¡A trabajar, a estudiar, haragán!

Así era mi vida. La alegría había sido suplantada por la cólera, los gritos y la intolerancia. En mi casa, mi madre Juana me hacía la vida imposible; en el colegio, mis compañeros. En el hogar, solo regaños, ninguna palabra afectuosa; en la escuela, la burla, la sátira, los apodos.No sabía qué hacer; en ningún lugar me sentía seguro ni a gusto. ¿Es que habré nacido para ser desgraciado?

En el aula, casi todos los días me dejaban escritos cuyo contenido siempre aludía a su fealdad: “Eres tan feo que, cuando naciste, el doctor te tiró al aire y dijo: si vuela es murciélago», y luego te tiró en el agua y dijo: «si nada, es cocodrilo». Eras tan feo que cuando naciste, el doctor te dio la cachetada en la cara; y luego fue a la sala de espera y le dijo a tu padre: «Hicimos lo que pudimos… pero nació vivo»; y en lugar de felicitar a tu papá, lo golpeó.”

Mi tutor nunca se dio cuenta del hostigamiento del que era objeto. Llegaba y rezaba, pero no lo hacía como los demás maestros. Nos pedía que oráramos mentalmente porque Dios nos escucharía mejor. Decía y repetía hasta al cansancio: “Debemos aprender a orar; es decir, a contarle a Nuestro Señor lo que nos pasa. Si le pedimos ayuda, Él nos ayudará. ¡Ojo! Él nos concederá su auxilio si es que ponemos mucho de nuestra parte”.

Al comienzo no me concentraba. Tuve que mentir cuando Ricardo, mi tutor, me pidió compartir lo que le había pedido al Señor. Sentí en esos instantes una fuerza e inspiración para decir mi mentira convertida en súplica: “Le he pedido a Dios que a todos mis compañeros del aula les ayude a resolver todos los problemas que tengan en casa y en el aula”. Sentía que mi voz sonora y emocionada le daba a mi vergonzosa mentira los ribetes de gran verdad. Todos los alumnos se quedaron sorprendidos. El tutor también: “Tienes un timbre de voz de orador, te felicito”. Bastaron sus palabras y me sentí reconfortado. Casi al mismo tiempo, Andrés se acercó y me di cuenta que quería retirar un papel, pero le dije: “Déjalo allí”.

En vez de fastidio, me invadió una inesperada curiosidad. Tenía que leerlo y, en un descuido del profesor, satisfice mi interés. “Eres tan feo, que cuando naciste no lloraste; lloró el doctor, tu papá y tu mamá.Eres tan feo que a los 3 años aprendiste a caminar, porque nadie te alzaba.Eres tan feo que asustas hasta los ciegos. Eres tan feo que cuando te miras en el espejo, tú te espantas. Eres tan feo que haces llorar a las cebollas. Eres tan feo que cuando vas al banco, apagan las cámaras de seguridad. Sí, amigo, eres tan feo, tan feo, que si te atropellara un auto… quedarías mejor que antes: serías, apenas,… feo”.

Esta vez la cólera y el desánimo no hicieron presa de mí. Por el contrario, apareció cierta admiración por lo ingeniosos que eran mis compañeros. ¿Quién será el creador? Y si no, ¿de dónde los transcriben?…

En esos precisos instantes, el escrito cambió de manos: estaba en las del profesor. Lo leyó, me miró y el silencio se hizo sepulcral, hasta se podía escuchar claramente la voz de Míster, allá en la cancha de fútbol, que llamaba a Sabanito. Adiviné la sonrisa, apenas disimulada, y una carcajada interior de mi tutor, pero nada pasó. El timbre que anunciaba el inicio de la primera hora de clase impidió, creo yo, cualquier comentario.

“Conejito”, vamos, a jugarnos una pichanguita”. Era Jonathan, el que más me fastidiaba, hoy se mostraba amigo.Lo de “conejito” expresaba compañerismo; me agradó.

Y pronto me vi jugando mi fulbito. Todo me parecía extraño, pero percibía que había sucedido algo que no me podía explicar. Ya no más “conejo”, “orejón”, “chino en quiebra”, “negro mama”, “bocón”. Ahora, Pepe Lucho para acá, Pepe Lucho para allá. Me sentía más liviano. Todo pase que venía lo devolvía magistralmente, como puesto con la mano para que mis compañeros metieran el gol. Cinco a cero. Al final me felicitaron. “! Buena, feo! ¡Qué bien, conejito!”, “¡Eres genial, negro mama!”, “¡Eres un Messi, chinito en quiebra!…”.

Me sentía apreciado, aceptado. Era uno más del aula: otro feo. Había otros más, pero yo era el famoso. No era un feo cualquiera y cuando llegué a mi casa, por fin pude decirle al espejo: “¡Soy feo y qué!”

carhuare
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