DANZANDO EN VENECIA

DANZANDO EN VENECIA

Haydee Papp

22/05/2018

En las tardes de lluvia, mi abuela, una húngara nacida a finales del siglo diecinueve, solía narrarme historias mágicas que me atrapaban y estremecían a la vez.

Uno de sus tantos regalos enigmáticos, fue un medallón de plata en el que se apreciaba el ojo de Horus. Bellísimo.

«Es un talismán», me dijo seria, «No sólo te protegerá, sino que hará realidad tus sueños. Basta que los desees con todas tus fuerzas». Creí en sus palabras con la inocencia de mis diez años.

El tiempo pasó y una mañana, mientras me mudaba de casa lo encontré escondido dentro de una cajita musical. Respondiendo a un impulso, me lo colgué al cuello. Imaginación o no, lo cierto es que una corriente tibia recorrió mi cuerpo. Con nuevos bríos terminé con la pesada tarea de trasladarme de un lugar a otro.

Cierta noche, me dormí soñando con Venecia. Siempre había soñado con viajar a esa ciudad fabulosa, inspiración para tantos relatos de Shakespeare. Venecia y sus canales surcados por románticas góndolas y prácticos traghetti.

A la mañana siguiente, durante el desayuno y a mitad de un delicioso y reconfortante café con leche, recibí un email de la revista donde trabajo. El jefe de redacción me enviaba a Venecia con motivo de los Carnavales. Debía hacer una nota de color sobre el singular evento.

Quedé impactada y súbitamente acaricié el medallón que continuaba colgando de mi cuello.

«Basta que lo desees con todas tus fuerzas…», la frase de mi abuela repicaba en mi mente y en mi corazón.

Venecia no me desilusionó. Me hospedé en un hotel modesto, aunque la vista era invalorable. La ventana de mi habitación daba a uno de los canales. Asomarme y admirar los vaporettos desplazarse sobre las aguas, endulzó mi alma.

Adoré perderme en las estrechas calles flanqueadas por tiendas coloridas. Aproveché el recorrido para comprar un antifaz y así no desentonar con la festividad.

El intenso frío no me acobardó. Recorrí la ciudad de cabo a rabo tomando fotos de los mejores disfraces que lucían los lugareños.

Al anochecer, agotada pero satisfecha, hice un último paseo, esta vez, sobre el puente Rialto. Haciendo gala de mi insaciable curiosidad, continué husmeando en los distintos comercios que ofrecían un sinfín de artesanías : bolsas, grabados, encajes, puntillas, pulseras, pendientes…Opté por una máscara con un raro nombre, «Moretta», realizada en terciopelo negro y que según me informaron, la usaban las mujeres junto a un velo del mismo color para pasar desapercibidas.

Otra máscara me impresionó, se destacaba en uno de los escaparates. Un bufón. La compré también.

Concluidas las compras, me asomé por el puente abriéndome paso entre la multitud de turistas que tenía mi mismo objetivo, disfrutar del panorama.

Anhelé retener en mi espíritu la paz que generosamente me regalaba el lugar. Sin pensar, como un acto reflejo, acaricié mi medallón.

Inmediatamente me sentí rodeada por una niebla densa y cargada de humedad.

Una luz brillante sobre las aguas del Gran Canal captó mi atención. Coronados por ella, una pareja danzaba al son de una tonada vivaz y alegre, un «saltarello».

Quedé atrapada en esa imagen arcana. Él, un bufón; ella, una princesa medieval.

Sus miradas eran polos opuestos de un mismo imán. Percibí tanto amor en sus ojos, que me conmovió.

Alguien me empujó, volví a la realidad y la visión misteriosa se esfumó.

Jamás había experimentado algo semejante.

«Esta cuidad me ha hechizado», pensé anonadada. Me dormí aferrada al talismán. «Protégeme», alcancé a decir antes de caer en un sueño profundo, más real que onírico.

Me vi en la corte de un castillo del Medioevo. El rey y su consorte, ubicados en la cabecera de la mesa principal.

«Los comensales murmuran con cinismo.

Un bufón intenta inútilmente despertar risas en los presentes. Nadie le presta atención, sólo la reina a quien un velo de lágrimas cubre su delicado semblante.

Entre ellos existe un lazo íntimo y peligroso. Se aman.

Los acordes del laúd y de la vihuela anuncian el comienzo del baile.

El bufón, con paso lánguido, se retira del banquete.

El rey, poniendo en ridículo a su mujer, se insinúa descaradamente a una de sus amantes mientras baila una «pavana». Los movimientos lentos y pausados de la danza, propician las caricias y besos furtivos.

La reina, sigilosa, evitando la estricta vigilancia de los guardias, se acerca al bufón que la observa embelesado. El la toma de la mano y huyen al jardín.

Y allí, bajo la luz de la luna, son prisioneros de una pasión temeraria.

Un soldado, al descubrirlos, informa al rey que los hace traer a su presencia.

«¡Infames! ¡Traidores!», grita escandalizado y humillado, «Ambos serán decapitados».

Los amantes son ejecutados. En ese momento una anciana se presenta en la funesta escena y se planta furiosa delante del rey.

_ ¿Qué quieres?_ pregunta intimidado.

Haciendo caso omiso al rey, la extraña se dirige a los invitados, hipócritas obsecuentes.

_ Soy la hechicera que ha puesto en el trono a este hombre inescrupuloso y cruel. Me arrepiento de haberlo hecho porque hoy debo llorar la muerte de mi hijo», y volviéndose al rey le escupió _ Jamás te perdonaré y por eso te condeno a vivi

solo, sin amigos, rodeado únicamente por consejeros que como cuervos te destriparán sin conmiseración».

Cabizbaja se acerca al cadáver de su amado hijo y tocándole la frente profetiza:

_ Queridos míos, los conjuro a vivir bajo la luz de la pasión. Celebrarán su amor danzando por los siglos de los siglos, disfrutando cada compás, cada acorde, cada melodía…»

La voz rasposa de la anciana se fue perdiendo en una nebulosa de la que me costaba emerger. Cuando finalmente desperté, me invadía una deliciosa sensación de bienestar.

Absorta en mi sueño recordé unos versos que deseé con vehemencia se hicieran carne en mi cuerpo huérfano de pasión.

«Cuando me tocas, me quemas.

Cuando me besas, gimo de placer.

Cuando me posees, vuelo a la eternidad».

Me asomé a la ventana, una bocanada de frío calmó mi ardor. A lo lejos, entre dos góndolas, los vi nuevamente. Reían, gozaban girando en su eterna danza.

Los envidié por no haber conocido el amor verdadero. Repentinamente triste me volví hacia la máscara de bufón que descansaba sobre mi cama.

Comencé a llorar y una de mis lágrimas cayó sobre ella. En ese preciso momento una voz sensual me susurró:

» No temas, ya lo conocerás».

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