Daba igual el atajo, siempre acababa llegando al desván de su cabeza. Inspeccionaba las estanterías de recuerdos clasificados, donde todo estaba ordenado, bajo control. Y encontraba el faro de la certidumbre, que no sabía si estaba dentro o fuera, pero que tampoco le importaba. Era mejor que tratar con las penas escurridizas que se colaban por las grietas de la madera y reptaban por las alfombras, ensuciándola de polvo. ¡Y las buscaba!, y cuando al fin las encontraba, ya había olvidado el por qué de su búsqueda. Entonces, las saludaba, les contaba un mal chiste y se sacudía el polvo de los hombros. Intentó limpiarles la cara con lágrimas silenciosas, como las de las ardillas, y paso días saltando de rama en rama. Quiso llorar como lloran los trenes y se detuvo ensimismada a contemplar el paisaje. Solo aprendió a llorar como lloran los libros, salpicando de L E T R A S el piso.

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