EL PRIMER DARDO DE AMOR

Todos los días a las 2 de la tarde, cuando su madre hacía la siesta, solíamos jugar al “mata gente”. Ellas siempre querían “matar”, por eso se situaban en las líneas que determinaban el ancho del cuadrilátero, que trazábamos en el atrio de la iglesia. Les divertía los gestos que hacíamos al esquivar la bola de trapo, y se ruborizaban cuando recibíamos la bola con las manos y la pegábamos al estómago, diciendo sus nombres como señal de triunfo. Lucho exclamaba “¡Neni!”; y yo, “¡Vilma!” Los pronunciábamos con tanta emoción que azoradas miraban a uno y otro lado, para cerciorarse de que nadie había escuchado sus nombres, revestidos del más puro amor. Y a pesar de su latente temor; muchas veces, lanzaban tan suavemente la bola como si eternamente quisieran escuchar muestra letanía amorosa. Nosotros éramos los eternos vencedores del juego; ellas, las niñas que convertían nuestro descanso en constante ensoñación.

“Ya nos vamos”. Expresión fatal. ¡Solamente media hora! Nos mirábamos apretando nuestros labios para no proferir lisuras. Y las veíamos bajar las presurosas gradas con sus pasos menudos, cómplices en la huida. “Neni” y Vilma a su casa; y nosotros en un dos por tres a la iglesia, y corriendo subíamos las escaleras de los tres pisos del campanario; y desde allí, veíamos cómo la señora las mechoneaba. No escuchábamos la voz destemplada de la mamá de “Neni”, sin embargo conocíamos la cantinela que rutinariamente les decía: “¡Machonas, las niñas decentes no viven en la calle!”. “Pero, mami, hemos ido a la iglesia a rezar”. “Sí tía, es cierto”. “¿Creen que me chupo los dedos? ¿Todos los días a rezar? ¡Se acabaron los rezos! ¡Adentro se ha dicho, a lavar el servicio, después a tejer! A ver si así se les quita la manía de salir a la calle”. Y “el todos los días a las dos de la tarde” se esfumó, y las tardes se forraron de luto, y el campanario se tornó nuestra atalaya.

Ellas conocían nuestro refugio y todos los días, a las dos de la tarde, se sentaban a tejer en la banca del corredor de su patio. De vez en cuando sacudían el tejido, gesto que lo convertíamos en un hola cariñoso. Cerrábamos los ojos y aguzábamos el oído para percibir las ondas sonoras que venían en busca de nuestro consuelo; y cada uno al unísono susurraba: “¡Hola, Neni!”. “¡Hola, Vilma!”. Y otra vez, el movimiento de los tejidos y los holas se repetían, y también los sacudones de tejidos; y nuestro amor se nutría y se enraizaba más. “¡Nos aman!”. “También están como cuerda de guitarra”.

A cada instante renacía la esperanza de volver a jugar “el mata-gente”. Ni asomo de malicia, no pensábamos en el clásico “plan”: abrazos y besos a escondidas; nuestro juego sustituía al afán que secretamente abrigábamos algún día realizarlo, pero que no era nuestra prioridad. “El domingo en la misa”. “¡Lucho, qué idea bacán!”... Y allí estábamos, atrás de ellas: Vilma, la señora Chela y “Neni”. Las taladrábamos con la mirada, ellas inquietas percibían nuestra presencia y la madre a cada rato “¿Por qué se mueven?” Un pellizco a cada una y “muerta la res”. Parecían dos estatuas. “¡Vieja de… del diantre!” De reojo vi a Luis crispar sus manos. “¡Perdónanos, Señor!”.

Allí estaban. “Llevémosles confites, los de licor les gusta”. No teníamos dinero, pero Lucho se las arreglaba: la tienda de su tío Hortensio era la despensa regalona. Frente a ellas no supimos qué decir, solo nuestros ojos hablaron y nuestras manos se extendieron repletas de caramelos. Ni unas gracias, solo sonrisas, miradas tiernas y media vuelta a sentarse en la banca de la plaza de armas. ¡Qué felices nos hacía cada dulce que se llevaban a sus labios gordezuelos! Y en silencio absoluto, seguíamos saboreando, en sus paladares, los dulces acaramelados de puro amor; hasta que la hosca voz de la madre les urgió entrar… “Lucho, nos vemos a las dos en el campanario”, fue nuestro acuerdo.

Estábamos retrasados 10 minutos y cuando ingresábamos a la iglesia matriz de San Pedro, dos melifluas voces nos detuvieron. “¿Por qué nunca juegan con nosotras?” ¿Por qué solo andan juntos? ¿Dónde se esconden en la iglesia? ¿Por qué lo hacen y qué hacen juntos? Y una retahíla de preguntas maliciosas que aumentaron la aversión que sentíamos por ellas. Nos miramos y simultáneamente respondimos “Juguemos, pues”… Muy a nuestro pesar, comprobamos cuánto nos divertíamos. Eran veloces, tenían una puntería bárbara, agilidad sorprendente; sin embargo, a duras penas pudimos ganarles… Al fin, subimos a nuestro mirador y el corredor estaba vacío; qué triste fue nuestro atardecer y los que vinieron después.

La ansiedad dominguera nos carcomía. Y cuando las vimos, corrimos a ellas pertrechados con los caramelos de don Hortensio. Nuestros ojos acariciadores y nuestras manos extendidas se quedaron aleladas cuando Vilma y “Neni” desaforadamente gritaron: “¡No queremos, nunca más, esos caramelos!” Unos mohines despectivos, un portazo y desaparecieron de escena.

Sorprendidos nos miramos y “como alma que se la lleva el viento” emprendimos una loca carrera hasta el campanario de la iglesia…Quisimos divisar el amado corredor y, un llanto incontenible nos cegó y sumió en la desesperación.

Nunca más “las dos de la tarde”. Siempre el corredor vacío. Nunca más el “mata-gente”, ni la misa dominguera…

Carhuare

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