La forma en el tiempo

En la noche que no pudo dormir el viento agitaba los árboles que se encontraban detrás de su ventana. Daba vueltas en la cama por el dolor en el vientre que se hacía cada vez más insoportable. A lo lejos, débil y acompasada una gotera. Uno, dos, silencio. Una y otra vez junto al crujir de maderas de la antigua casa y sus elementos que se comunicaban entre sí para derrumbar su ilusión de conciliar el preciado sueño. Gotera, gotera, silencio, crujido-viento, crujido, gotera, gotera. Sudado y frío, de vez en cuando tosía con terribles dolores de cabeza que al menos le hacían olvidar el dolor de estómago, un pequeño consuelo. Se acurrucó sobre su brazo izquierdo, cerró los ojos. Gotera, gotera, silencio, viento, gotera y gotera. No hubo crujido. Tuvo miedo, y de éste miedo sintió vergüenza, ¿Qué tenía de extraño que después de la gotera no hubiera crujido? ¿Debían acaso seguir un ritmo con una secuencia lógica los ruidos de una casa vieja? Sin embargo, él se aferraba a ellos como un náufrago a un trozo de tabla del barco destruido en medio del abismo. Un ensordecedor silencio. Apretó los párpados y los dientes, ya no sentía ningún dolor. Cuando al fin se armó de valor para abrirlos leyó casi de memoria la biblia que había dejado abierta en el velador: Aun si voy por valles tenebrosos, no temo peligro alguno porque tú estás a mi lado. Su gran espejo ovalado. El colgador de ropa con la bufanda y el abrigo. Se dio media vuelta y quedó sentado de frente al pie de la cama. Allí en el lugar donde debía estar sólo la pared se encontraba una sombra inmóvil, silenciosa. Aunque no habría forma de saberlo la sombra sonreía, trémula pero quieta, mirándolo fijamente desde su rostro sin ojos y sin boca, una mueca inventada, sonrisa de sombra. Se paralizó por completo, la respiración cada vez más rápida y corta. Apretó sus párpados. Sacó un grito ahogado, buscó sus ruidos, su tabla de naufragio. Los repetía en su mente como un rezo. Instintivamente llevó sus manos a sus ojos como lo hacen los bebés de dos años creyendo que así nadie los verá. Cuando tuvo el valor de sacarlas ya no había nada. El sol apareció. No había dolor. Volvió a taparse los ojos y al sacarlas fue de nuevo la noche. La noche ahora era larga como días y los días podían durar semanas. Otra vez cerró los ojos y ya no era invierno sino que primavera. Entre los ruidos de los pájaros y las risas de niños. Coches llegaron, los pasos de los caballos que no terminaban de irse y tampoco dejaban de llegar. Las goteras y los crujidos eran sostenidos junto con las mujeres y hombres que iban y venían a su casa. Perros y gatos, incluso algunas aves exóticas. Luego, llegarían otros pero esta vez en extrañas cajas metálicas que se movían sin ser tirados por caballo alguno. Instalaban en el amplio comedor, improbables aparatos de los que salían melodías de orquestas enteras o en las que se veían imágenes de personas en miniatura. Mataba el tiempo jugando a distinguir los distintos instrumentos que las componían. Y así las horas transcurrieron como minutos, los días como horas, los meses como días y los años como meses. Siglos le tomaron acostumbrarse a la forma que tiene el tiempo para los seres etéreos.

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