Estatuilla de alambre

El cuarto al que me habían llevado se encontraba al final de un largo pasillo, había allí una mujer dándome la espalda y con una guitarra, cantando de frente a las paredes adornadas por cuadros y esterillas. En el fondo del cuarto, que era igual de estrecho que el pasillo, un par de máscaras que parecían sacadas de una tragedia griega o del carnaval de la tirana me saludaban con su sonrisa triste de lentejas y su mirada alegre de porotos. Debe ser ella – pensé- y como adivinando mi pensamiento se dio vuelta hacia mí. Avergonzado, desvié la mirada hacia las paredes descubriendo en ellas montañas, desiertos y algunas aves de Chile, un poeta con su guitarra, una luna en el Cau Cau, un Guillatún, mapuches celebrando el We Tripantu , los lagos de Chile, los salares del norte y el dolor de los mineros: el agua rebotando gota a gota en el cuenco seco. Al fin, habló Violeta: Cada uno de ellos es una canción ¿Quieres escucharlas? Creo que dije que si o simplemente asentí. Cuadro por cuadro, esterilla por esterilla y máscara por máscara se detuvo cantando, en ese instante sentí retroceder en el tiempo, como si me quedara suspendido en lo más alto de un molino de agua en ese preciso instante en el que la rueda aún no se decide volver a girar. Todo lo que se encontraba en ese cuarto comenzaba a cobrar sentido, su sentido más vasto y puro en el ritmo que iba brotando de cada nota, de cada pincelada y de cada punto de lana, enredándose como hiedra conectando cada cuadro esterilla y máscara. Llegó mi turno, envuelto en mi rincón, Violeta y yo estuvimos frente a frente entonando la canción que yo era.

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