Crónicas del Imperio de Polvo

Take me to church

I’ll worship like a dog at the shrine of your lies,

I’ll tell you my sins so you can sharpen your knife,

Offer me my deathless death.

Good God, let me give you my life.

–Hozier.

Tarsus

El sol de la mañana se filtraba a través de las grandes ventanas. Las cortinas azul cielo, anudadas en su lugar, se agitaban ligeramente por la brisa que entraba por la puerta entreabierta del balcón del departamento. No era un departamento muy grande ni muy lujoso, pero tenía todas las comodidades mínimas necesarias para un universitario. Además, se encontraba a media hora de la universidad a pie.

Había ropa tirada por toda la habitación. Dos cuerpos yacían desnudos sobre la cama y la brisa que se colaba desde el balcón les agitaba el pelo. La chica de piel cobriza y pelo negro y ondulado, cambió de posición, aun dormida, jalando las sabanas para protegerse del frio matinal, despertando con sus movimientos al hombre de tez clara y pelo rubio oscuro y rizado.

El hombre se sentó, observando la desnudez de la espalda de la chica. Sonrió bajo la sombra de su barba de tres días, se despabiló y levantó, desentumiendo sus músculos. Tenía un buen cuerpo, músculos tonificados y marcados, en total armonía con su complexión atlética, nada grotesca ni desequilibrada, como siempre se lo decía Polinee, quien en esos momentos se daba la vuelta, ya despierta, mirándole la espalda y el trasero.

-Buenos días, campeón –le dijo suave y dulcemente, con la voz adormilada, pero con sus ojos azul cobalto despiertos y mirándole el pecho y el abdomen.

-Hola Polinee, ¿dormiste bien?

-Excelente –dejó escapar una breve risita. Se incorporó sobre la cama, cubriéndose con las sabanas y dándole un beso en los labios.

-¿No se te hace tarde?

-¿Tarde? ¿Para qué?

-Para lo que me invitaste a cenar anoche.

Y entonces lo recordó. Hoy presentaba su trabajo final de semestre. Su profesor de literatura había sorteado los temas sobre los que investigarían y, posteriormente, realizarían sus trabajos finales; desde el primer día de clases de ese semestre. A él le tocó investigar sobre el Imperio de Polvo. No era su tema favorito pero siempre había sentido curiosidad por dicho imperio, sobre todo por el papel que la religión jugó en él. Además de que su familia tenía cierta relación con dicho Estado.

-Hora –ordenó, y de un cubo de cristal azul oscuro se proyectó un holograma que mostró la hora: 10:30 –¡Mierda! Llegaré tarde. Me voy a bañar.

-No Tarsus, si te bañas no llegaras y jamás te perdonaré el haberme molestado con todos esos datos sobre los polvinos durante meses. Vístete, te haré algo de desayunar, ya te bañaras en la Universidad.

Polinee tomó la playera de Tarsus, poniéndosela y dirigiéndose a la cocina. Tarsus, aun desnudo, la observó con sus ojos jade, sonriendo.

-Deja de mirarme el trasero o jamás llegarás –lo reprendió.

Polinee le tendió un plato con fruta, pan tostado y huevos revueltos. Tarsus acudió inmediatamente a su llamada, solo le faltaba la playera y su toga.

-¿Me darás mi playera?

-Ya es tarde, llévate la toga.

La toga se agitaba a sus espaldas mientras corría como la capa de un superhéroe de comic, a pesar de los esfuerzos de su mochila por sostenerla. Cuando llegó al edificio donde daban su clase, estaba empapado en sudor y se secó con su toga y dado que llevaba el pectoral y hombro derecho al descubierto, pudo refrescarse y secarse más rápido.

-¿Puedo pasar?

-Pensábamos que no nos iba a honrar con su presencia, señor Eolii –dijo un hombre de pelo cano y tez oscura, que llevaba una playera azul bajo la toga con vivos azules. –Llega cinco minutos tarde.

-Lo siento –la toga de Tarsus llevaba vivos en color carmesí.

-La puntualidad es algo de lo que un hombre debe enorgullecerse, y más uno en su posición.

-Lo tendré en cuenta, profesor –éste le hizo señas con la mano para que pasara. Tarsus estaba a punto de sentarse en el que había sido su lugar en el salón desde los primeros días del semestre. Dos filas hacia atrás en los pupitres del centro. Ni tan al frente para parecer un prepotente sabelotodo, ni tan arriba y atrás para sentirse superior ni en las esquinas para sentirse un chico malo.

-Espere un momento, señor Eolii –Tarsus se detuvo y dio la vuelta, ya había dejado su mochila en su asiento –el día de hoy, por llegar tarde, tendrá el honor de iniciar con la exposición de su trabajo literario. Por favor pase adelante –lo invitó el profesor con una amplia sonrisa.

Tarsus asintió y abrió su mochila para sacar su manuscrito, pero éste no estaba, sólo había cuadernos y una sudadera. A pesar de ver que no estaba, siguió buscándolo como si se lo hubiera tragado la sudadera o lo hubiera confundido con un cuaderno.

-¿Sucede algo, señor Eolii?

-No… no encuentro el manuscrito –los nervios lo habían hecho sudar de nuevo –seguro que con las prisas he olvidado echarlo…

-No se preocupe –lo interrumpió –por suerte fue uno de los pocos que me envió su manuscrito por correo.

Tarsus respiró aliviado y secó las palmas de sus manos en su toga mientras bajaba hacia el pulpito. El profesor le entregó su manuscrito.

-Espero que ese aspecto desaliñado, el retraso y la ausencia de una camisa hayan valido la pena, señor.

-Yo también lo espero, profesor Ad-dee –le contestó Tarsus.

Subió al pulpito donde el profesor daba a veces sus cátedras. Miró el salón, que estaba construido en desnivel para que todos los alumnos observaran al profesor y para que éste los observara, como lo estaba haciendo en estos momentos Tarsus. Su profesor estaba a su derecha, sentado en su escritorio, y aunque sabía que la mitad de sus compañeros y amigos no le prestarían mucha atención después de cinco minutos, seguía sintiéndose nervioso. La piel se le puso de gallina, quizá por el frio que hacía en el salón. Se sonrojó, debió de haber tomado otra playera y no esperar a que Polinee se quitara su playera y se la entregara.

Tosió un poco para aclarar su garganta y empezar a hablar.

-Este trabajo no ha sido tan fácil como podría parecerles a algunos –empezó con tono solemne –. Los resultados de mis primeras indagaciones fueron satisfactorios hasta que me topé con ciertos temas cuyas fuentes estaban restringidas al acceso público y para acceder a ellas, se necesitaba de un permiso imperial –hubo algunas risas. –Sí, lo sé. Ustedes me conocen y jamás he alardeado sobre ese asunto.

Quisiera serles sincero y decirles que el permiso se me negó o que el trámite burocrático se hizo muy largo y tan tedioso que desistí de ello, pero eso sería mentirles y he de hablarles con la verdad. No sé cómo se realice el trámite, pero mi solicitud llegó a manos de Su Alteza Imperial el príncipe Odysses, quien me envió una carta, en la que decía que era toda una sorpresa que alguien de la Familia se interesase por estos temas y que a partir de entonces sólo presentara la orden que anexó a cualquier biblioteca u oficina de gobierno en cualquier parte del imperio para que me brindaran el acceso a todo archivo histórico que yo creyese necesario para este trabajo.

Bueno, alardear no es lo mío –sus compañeros rieron –así que pasemos a la presentación de mí trabajo, al cual titulé de la siguiente manera:

Crónicas del Imperio de Polvo.

Si, lo sé. Quizá crean que se trata sobre la Fe de Polvo, pero no es así. Al principio iba a tratarse de eso, sin embargo, me pareció algo más interesante el asunto teocrático del imperio y las acciones del clero que finalmente llevaron a la caída del imperio de polvo.

-Empiece con su exposición de una vez, señor Eolii –lo interrumpió el profesor.

-¡Oh! Si, por supuesto. Me saltaré la dedicatoria… –el profesor tosió para apremiarlo –Bien, ahí vamos.

Tarsus volvió a secar el sudor de sus manos en su toga, ya no sentía frio ni vergüenza. Vio su manuscrito engargolado sobre el atril del pulpito, lo abrió y pasó las tres primeras hojas. Aclaró su garganta, tosiendo, luego tragó saliva e inhaló profundo. Solo entonces empezó a leer…

De la Elevación a los Cielos.

I

Sifo. Gran Desierto Rojo de Sodel.

Año 408 AUS.

El rio Dhaeru serpenteaba apaciblemente por las arenas rojas, dándole vida al desierto, reverdeciendo los campos de cultivo y los huertos a los que sus aguas llegaban gracias a canales o a las inundaciones anuales. Sobre su ribera oriental se alzaba Sifo una ciudad pequeña en comparación con las del resto del continente, pero grande para estar en medio del desierto más caliente del planeta.

Sus edificios eran de color rojo y terracota, pero las fachadas de los edificios de las calles principales, así como lo edificios principales pertenecientes a los jefes trivales y nobles de la región, eran de color blanco con motivos azules.

Sifo no existiría si no fuese por el sagrado rio que la sustentaba o por las rutas comerciales que la cruzaban, pero a veinte kilómetros al este, en el interior del desierto, se encontraba el oasis de Ael y ahí, en los próximos tres días, se dirigiría Jaeres ben Ael. Pero por ahora, disfrutaba del atardecer en el desierto a la orilla del Dhaeru, con el agua del rio hasta los tobillos y apoyándose en su callado.

-Padre –le llamó su hija Foentine, una muchacha de unos veintidós años, con la piel tostada y el pelo del color de la arena del desierto.

-¿Qué ocurre dulce alegría de mi ojos?

-Las cosas para el viaje están listas. Los mensajeros han llegado con noticias de que mis hermanos y los Elegidos ya se encuentran en el oasis.

-Gracias querida hija mía –le respondió Jaeres, aun contemplando el atardecer. –Partiremos al amanecer.

-Padre, ¿te encuentras bien? –se metió al rio, sin importarle mojar su vestido. –He escuchado rumores y me preocupa…

-Son sólo rumores, dulce Foentine, la guerra en el desierto ha terminado. Ahora el mensaje de Ael Redentor se esparcirá por el mundo, así como las arenas de este desierto son llevadas al mar por el rio y del mar viajan a todo el mundo, sin importar los obstáculos en su camino.

-No es eso a lo que me refería, padre. –Jaeres giró, quedando frente a ella y tomándola por los hombros. Su barba blanca se agitó por la brisa seca que soplaba sobre el rio.

-No hay nada de lo que tengas que preocuparte, mi dulce niña, Ael Misericordioso llama a todos, pero solamente los llama cuando han cumplido con su misión… y a mí todavía me quedan largos años para enseñar y esparcir su mensaje como semillas de Trjayu al viento.

-Temo, querido padre, que dejes asuntos sin arreglar.

Jaeres, sin enojarse, sonrió y rió abiertamente. –¿Temes acaso que aún no he concertado tu matrimonio con un buen hombre digno de ti? –Foentine bajó la vista, apenada y sonrosada. Su padre la atrajo hacia sí, abrazándola. –No pienses en eso ahora, querida, el Señor tiene planes para ti.

-Lo siento mucho padre.

-No hay nada que disculpar.

Antes del amanecer, la caravana salió de Sifo. La mitad de la ciudad se reunió en la puerta este para despedir a Jaeres, quien se reuniría con sus discípulos e hijos para tratar asuntos importantes en el Oasis de Ael, donde fue concebido y en donde nació. Tras avanzar un kilómetro, su hija Foentine se quedó dormida en su regazo, a pesar de que el sol empezaba a despuntar. Su única hija y la más pequeña de sus hijos. Fiel seguidora y ferviente devota de su padre. A pesar del amor que le profesaba, su padre no le había mostrado más visiones sobre ella, su futuro le estaba vedado.

Después de dormir por dos horas, su hija despertó y repartió alimentos a toda la caravana. Al terminar se puso a platicar con sus cuñadas y amigas. Jaeres permaneció solo en el carro, meditando y escribiendo en su diario. Tras varias horas de viaje, llegaron al mediodía al oasis. Todos sus hijos y nueras fueron a recibirlos, así como sus amigos y discípulos.

Tras platicar un poco con todos, almorzó con los miembros de la caravana y después se dirigió a las tumbas de su esposa y de su madre, quien fuera escogida por el Señor para darle la vida a él, un semidiós. No le gustaba la palabra y no le gustaba que le llamaran de esa forma, después de todo, era más hombre que dios, pero no podía negar su naturaleza, eso iba en contra de las enseñanzas de Ael, por lo que cerca del final de su camino, frente a las tumbas de dos de las tres mujeres que más amó, pronunció:

-Semidiós.

Tras orar un par de horas en el templo de Ael, tomó un baño y se fue a comer en el gran banquete que se daba para el círculo íntimo del Hijo de Ael. Una vez hubo comido, bebido, bailado y disfrutado de la vida por un momento, Jaeres se retiró a la tienda que había mandado montar. Fue solo, caminando entre la vegetación del oasis, sus hijos le seguirían pronto, pero no se sorprendió cuando escuchó pasos detrás de él.

-¿Por qué me desobedeces, Foentine?

-¿Por qué no me dejas ir contigo como al resto de mis hermanos?

-He perdido a varios de tus hermanos en la guerra, dulce niña mía, no soportaría perderte a ti antes de que me marche… ¡Shhh! Solamente el Padre Ael sabe cuándo sucederá, mi niña. Mientras tanto disfruta tu juventud, ve a bailar y reír y deja que los ancianos hablen.

Foentine abrazó a su padre, sin decir nada y éste la besó en la frente. Foentine le sonrió y después de que su padre le secara las lágrimas del rostro, Foentine agregó:

-Porque polvo fuimos…

-Polvo somos… –dijo su padre inmediatamente.

-Y polvo seremos y a las fraguas del Señor volveremos –finalizó Foentine, quien dio media vuelta, caminando rumbo a la luz de la fiesta.

Una vez Jaeres llegó a la tienda, tomó agua del oasis y llenó dos cuencos, uno en un trípode alto y otro en uno bajo, y en este, colocó una jícara. De la primera se lavó la cara y las manos, y de la segunda, se lavó los pies y entró en la tienda, descalzo. Se sentó cruzando las piernas sobre la alfombra, en el extremo opuesto de la tienda, mirando hacia la puerta. Los ruidos no se hicieron esperar, y uno tras otro, varios hombres y mujeres entraron en la tienda luego de purificarse con el agua, sentándose en círculo junto a Jaeres.

Sus siete hijos varones que aun vivían, se sentaron a su lado, mientras que los otros seis hombres y seis mujeres restantes, completaron el círculo frente a él.

-Las estrellas son las fraguas del Señor –dijo Hijaer, el hijo mayor de Jaeres, quien era muy parecido a su padre y que le caracterizaba una cicatriz en la mejilla izquierda obtenida en una de las muchas batallas por Sifo.

-De las fraguas del Señor nacimos y a ellas volveremos para ser forjados de nuevo –le respondió su padre.

-Porque polvo somos y polvo seremos –contestaron todos los presentes.

Después de un breve y educado silencio, y tras ver que ninguno de sus discípulos e hijos harían la obvia pregunta, Jaeres habló.

-Deben de estarse preguntando cual es el motivo por el que los he convocado a este pequeño concilio, apartándolos de la algarabía al otro lado del oasis –sus ojos escrutaron los rostros de sus amigos, iluminados de dorado por la luz de las lámparas que colgaban del techo de la carpa.

-Así es, Maestro –dijo Al-ffair uno de sus primeros seguidores.

-He de ser sincero con ustedes, desde hace un tiempo he estado pensando en un asunto de suma importancia y a la vez muy delicado. Quizá ya lo hayan vislumbrado también pero se niegan a aceptarlo. Sin embargo, la aceptación es el principio de todo bien y yo ya lo he aceptado. –Todos escuchaban en el silencio más solemne que un hombre que escuchapuede dar a otro que habla.

-Mis días menguan con rapidez, cada sol que pasa siento más cerca el llamado de mi Padre y he de arreglar unos asuntos antes de acudir a reunirme con Él de nuevo.

-Padre, no digas eso –interrumpió Didaem, el menor de sus hijos varones.

-Tranquilo, Didi, no temas nada –lo consoló su padre. –Recuerda siempre que un hombre inteligente tratará de resolver todos sus problemas de la mejor forma posible, siempre y cuando esté en su poder hacerlo, tratando de minimizar posibles daños colaterales. Y eso es lo que estoy haciendo –les sonrió a todos.

-Amigos míos, hijos míos, el Señor nos ha dado mucho, pero también le hemos entregado mucho como muestra de nuestra fe y hay una última cosa que podemos darle, y esa cosa es la difusión. Debemos de difundir su palabra, sus enseñanzas, nuestras enseñanzas. Debemos de llevar a todos los rincones de Sodel su mensaje y también a todas sus colonias y a todo lugar donde el hombre ponga un pie.

Sé que somos pocos, pero entre ustedes, hijos y amigos, lograremos esparcir la palabra del Señor. Lleven consigo a sus familias para que les ayuden en esta misión, sean ustedes los pastores de un nuevo rebaño y que sus hijos e hijas dirijan a ese rebaño como lo guiarán vosotros.

Jaeres dio instrucciones específicas sobre los destinos que sus Discípulos e hijos debían de tomar. Una cosa era clara, todos debían de salir del Gran Desierto Rojo y alejarse lo suficiente para mantener el contacto y la ayuda de las tribus del desierto, y luego, poco a poco, los hijos de sus hijos esparcirían la Fe por todo el planeta y luego hacia las colonias del sistema. Por último, les pidió que eligieran a sus sucesores como el Señor los inspirara.

-Maestro –dijo Arrhyen, el más joven de todos sus discípulos y también el más querido –¿Quién te sucederá a ti? –hizo la pregunta incomoda, la que todos querían hacer. –Es obvio que ninguno de nosotros te sucederá por lo que has dicho, así que tu sucesor se encuentra entre tus hijos, dinos entonces, a quien debemos de responder y de pedir consejo en el futuro, cuando ya os hayáis reunido con vuestro Padre, nuestro Señor.

-Eres prudente e inteligente Arrhyen, y por eso el Señor bendecirá tu Casa. Pero si, tienes razón, mi sucesor se encuentra entre mis hijos y es mi deseo que tú, Hijaer, cuando me haya ido guíes a tus hermanos y nuestros amigos como los he guiado yo y que guíes las almas de los fieles con sabiduría. Asimismo, llegado el tiempo, elegirás a quien te suceda…

-Me honras con tu confianza, padre. Prometo dirigirme con sabiduría y pedir el consejo de mis hermanos y amigos en momentos de incertidumbre, así como apoyarlos yo a ellos, como el Señor ha hecho con nosotros.

-Pero hay algo más que debes y deben saber, porque también es mi deseo más grande –guardó silencio brevemente para capturar toda la atención, luego continuó. –Te encargarás de encontrar un buen hombre para tu hermana y todos aquellos candidatos deberás presentarlos ante tus hermano y ante mis discípulos y ellos te darán su veredicto.

-Como desees, padre –asintió Hijaer, llevándose una mano a la frente y luego al corazón, para tendérsela a él. Los demás asintieron.

-Es muy importante que su esposo sea el indicado y en última instancia, ella será quien lo acepte o no, pues sus hijos te sucederán. –Un silencio de confusión se extendió por toda la carpa.

-¿Qué…? ¿Qué has querido decir, padre? –inquirió confuso, Hijaer.

-Tú me sucederás –la voz de Jaeres se hizo profunda y solemne –pero serán los hijos de tu hermana los que me sucedan después de ti. Será su estirpe la gobierne y guie a toda la comunidad tras nuestra muerte y hasta el fin de los tiempos.

-¡TU NO PUEDES HACERME ESTO! –Gritó furioso, levantándose –Yo soy tu primogénito. La tradición me da derechos. Piensa en tus nietos, mis hijos…

-Siéntate y cálmate, hijo, por favor –pidió Jaeres.

-Tú me diste la libertad para elegir quien me sucedería, padre, y quiero que mi descendencia me suceda, es la única manera en que nuestra Casa permanecerá a la cabeza de la comunidad. Piénsalo padre, no me hagas esto, por favor –dijo, dejándose caer de rodillas frente a su padre.

-¿Quién eres tú, Hijaer, para oponerte a tu padre y desafiar su autoridad ante los ojos de Ael Misericordioso y ante los ojos de tus amigos? –le espetó Arrhyen. Hijaer se volteó furioso hacia él, pero antes de que dijera nada, otro se le adelantó a hablar.

-Quizá seas hijo de Jaeres y descendiente de Nuestro Piadoso Señor –contestó Rosten –pero tu padre siempre nos ha dejado en claro que tan sólo es el primero entre iguales y que como iguales, hay que respetar nuestras decisiones.

-Hablas de tradiciones –dijo Isaere, la mayor de sus discípulas –pero te olvidas de que la tradición dicta que es el padre quien decide cómo repartir su herencia entre sus hijos y que el padre debe de castigar a sus hijos cuando estos le ofenden.

-Silencio, por favor –pidió Jaeres. Todos guardaron silencio inmediatamente. –Esto es lo que quería evitar, pero la única razón que tuve para hacer esto, fue un sueño en el que mi Padre me dijo que debía de hacer esto.

Hubo un silencio. Se sentía cierta tensión, pero no demasiada. Todos reflexionaban profundamente, incluso Hijaer, aunque la ira y la frustración no habían desaparecido por completo, y entonces sus ojos brillaron con el surgimiento de una idea.

-Si son los designios de Nuestro Señor –dijo Didaem, casi en un susurro –y Él mismo te ha inspirado, padre, yo los aceptó y aceptó y promuevo tu decisión sobre tu sucesión.

Jaeres le sonrió a su hijo, las lágrimas silenciosas le surcaban el rostro. Y uno a uno, discípulos e hijos, aceptaron su decisión.

-Si es tu deseo, padre, que así sea y que Ael Todopoderoso perdone mis ofensas y que bendiga nuestra descendencia. Y así como pido perdón del Padre, también te pido perdón a ti –dijo al último Hijaer, abrazando a su padre.

II

Foentine había encontrado a su padre durmiendo, de hecho, lo había ido a despertar porque se había quedado dormido, algo inusual en él. Su tienda era en la que se había reunido con sus hermanos y con sus discípulos hacía ya casi un mes. Foentine tiró el agua de los cuencos y los llenó con agua limpia del oasis. Cuando entró, llamó a su padre, pero al no recibir respuesta se acercó hasta su lecho, lo volvió a llamar y luego lo sacudió…

Eso fue hace tres días. Ahora en el atardecer de ese tercer día se encontraba rodeada por todos sus hermanos, sus sobrinos y por lo discípulos de su padre. Además, toda la ciudad de Sifo estaba presente, así como representantes y jefes de las distintas tribus del Gran Desierto Rojo. La pira funeraria se encontraba frente al oasis a unos veinte metros de la ribera. Ella y sus hermanos llevaban antorchas, las cuales encendieron cuando Lami hizo sonar una campana. Isaere balanceaba un recipiente con carbón en el que se quemaban resinas aromáticas y Arrhyen sostenía una esfera de cuarzo a la que la luz del atardecer le arrancaba extraños y melancólicos destellos ambarinos. Ambos discípulos precedían a todos, entonando canticos fúnebres cuyos coros eran cantados por los presentes. Dieron siete vueltas antes de que Foentine y sus hermanos se acercaran y encendieran la pira. Después darían siete vueltas en cuanto el fuego cubriera toda la hoguera y por último, siete vueltas con las primeras luces del alba antes de recoger las cenizas.

La luz del sol la despertó, se había quedado dormida poco después de la medianoche pero por lo visto, era la primera que se despertaba y también la primera en verlo, sentado sobre sus piernas, mirando hacia el oasis. Más personas se despertaban por el sol y muchas más por los murmullos que fueron extendiéndose rápidamente.

El hombre se levantó, estaba desnudo y cubierto de cenizas. A Foentine su cuerpo le recordaba al de las estatuas de los dioses de los templos paganos que había en Sifo antes de la Conversión. Su pelo era oscuro pero el sol le arrancaba destellos cobrizos. Su barba y el vello de su pecho eran color chocolate. Foentine se levantó, seguida por todos los presentes, en ese momento, el hombre clavó sus ojos en los de ella, y Foentine corrió hacia el hombre que aparentaba ser tan sólo un par de años mayor que ella.

Foentine lo abrazó y el hombre a ella también. Acomodo su cabeza bajo la mandíbula de él, mientras su padre le besaba el pelo rojizo. Sus lágrimas humedecieron las cenizas del pecho de su padre. Éste la apartó y tomó sus manos besando el dorso de cada una, luego, sujetó su mano izquierda y ambos caminaron hacia el oasis, su padre mirando hacia las aguas doradas y ella mirándolo incrédula.

Sus pies entraron en el agua fría hasta la altura de los tobillos, mientras que su padre caminaba sobre el agua como si se tratase de la arena del desierto. Foentine se detuvo, soltando la mano de su padre. Jaeres dio la vuelta y la miró con ternura. Las lágrimas de su hija trazaban surcos claros en su rostro manchado por la arena, las cenizas y el humo.

-¿Qué hago, Padre? ¿Qué hacemos?

-Ámense como yo los amo y como mi Padre nos ama –le respondió con dulzura. Le dio un beso en la frente y se alejó caminando sobre el agua hasta el centro del oasis, donde giró de nuevo, en dirección hacia su hija, que se había dejado caer sobre sus rodillas.

Jaeres alzó su brazo derecho y un relámpago descendió del cielo sin ninguna nube de tormenta que lo generara. La luz blanca del relámpago cubrió el cuerpo desnudo, volviéndolo luz y elevándolo, regresándolo a los Cielos.

III

-¿Quién te has creído, Hijaer, para proponerme semejante cosa? ¿Y ustedes que autoridad tienen sobre mí para osar respaldar a mi hermano? –gritaba en el salón principal de la casa de Sifo que su padre le había heredado. Sus ojos amarillos brillaban de ira y su pelo parecía arder bajo la luz del mediodía que entraba por el jardín central.

-Padre le pidió que se hiciera cargo de esto –concilió Didaem. –Hijaer, no se atrevería a tomar asunto en semejante decisión si padre no se lo hubiera pedido.

-Pero de entre todos los posibles candidatos… pudiste haber escogido a un hijo de alguna de las tribus o algún noble extranjero o un comerciante… ¿Por qué a él? –Hijaer permanecía callado y cabizbajo, sentado en un cojín junto a los arcos que daban al jardín.

-Tu padre le encargó buscar al mejor prospecto, querida –intervino Isaere –es obvio que ningún hombre de los que consideró estaba a tu altura.

Foentine estaba a punto de decir algo, pero entonces habló Arrhyen.

-Tu hermano nos dio los nombres y apellidos, era una tarea difícil y no se consideraba del todo digno de ella, así que buscó nuestra opinión y concordamos en que era lo mejor para la Comunidad y para ti. Así que no lo culpes sólo a él, compartimos el peso de esta decisión.

Foentine lo fulminó con el oro líquido de su mirada, a todos en la sala. Hijaer alzó la vista y sus ojos dorado oscuro casi cafés, se encontraron con los de ella. Su hermano era cuarenta años mayor que ella, se parecía mucho a su padre, pero en aquel momento, a Foentine le parecía que había envejecido demasiado. Notaba más marcadas las arrugas de su rostro, las canas en su pelo cobrizo oscuro, su cicatriz se difundía en las arrugas, sus músculos se veían más cansados e incluso sus ojos habían perdido cierto brillo.

-No. Si alguien tiene la culpa, querida hermana, soy yo y no nuestros hermanos y amigos. –Dijo por fin Hijaer. –La culpa es mía, exclusivamente mía por no poder elegir de otra manera, por no ver más allá, por no haberte consultado. Pero, ¿qué hubieras hecho tú si estuvieras en mi lugar? ¿A qué príncipe hubieras honrado con tu matrimonio y a quien hubieras ofendido al descartarlo?

-Hubiera buscado a un hombre fuera del desierto, de otro continente si fuera posible –contestó aun irritada.

-¿Y traicionar a las tribus dándoles a entender que ningún hombre de ellas era digno de ti? No, Foentine. Nuestra gente está divida por fronteras trazadas por otros, un pueblo dividido por conflictos banales y habitando diferentes países cuyos gobiernos no nos toman en cuenta. Estábamos divididos, pero compartíamos costumbres y tradiciones, y aunque adorábamos al mismo Dios bajo diferentes nombres, otras religiones nos invadían y dividían más y así seguiría siendo si padre no nos hubiera unido con el mensaje de su Padre, y es nuestra responsabilidad mantener esa unión, fortalecerla y aumentar su poder. Porque en base a nuestra unión, el mensaje del Señor será difundido con mayor facilidad.

Foentine se sentó en un cojín, cruzada de brazos y mirando condescendiente a su hermano. Todos aguardaban su respuesta.

-Váyanse –dijo, no gritó pero el silencio que reinaba en la sala y la frustración que amenazaba con volverse ira y estallar, basto para que todos la escucharan y se levantaran de inmediato. Cuando solo faltaba su hermano para salir de su casa, Foentine habló de nuevo. –Mañana, antes del atardecer, lo enviaras a mi casa, quiero hablar con él antes de darte mi respuesta. –Su voz sonaba más calmada, pero su hermano sabía que no debía de decir nada que la alterara de nuevo.

-Así será, Foentine.

-Que la paz sea contigo.

El vestido de Foentine era azul cielo con vivos dorado oscuro, su velo dorado descansaba alrededor de sus hombros, cubiertos por las ondas de su pelo rojizo. Descansaba sentada junto a la fuente de mármol, la cual tenía intrincados patrones geométricos que generaban flores y hojas con mármol de distintos colores. La fuente estaba en el centro del patio, rodeada por los árboles frutales y las flores de ornato que llenaban el aire de la tarde con su dulce aroma. Se llevaba un dátil a la boca cuando el mozo anunció su llegada.

Tenía la piel tostada, el cabello cobrizo oscuro revuelto en rizos, ojos granate y joviales y una barba de tres días. Su pantalón era blanco y su camisa color arena, no de la del desierto, sino de la del mar, allá donde el Dhaeru descargaba sus aguas. Esta era holgada y le llegaba hasta las rodillas. La abertura del pecho dejaba ver el vello en crecimiento y los músculos del torso.

Le acompañaba su hermano, con sus ropajes azul marino y con un turbante blanco. Sobrio pero ansioso.

-¡Shajem! –dijeron los dos.

-Dar shajael –contestó a su vez Foentine. El muchacho le regaló una media sonrisa, tímida pero alegre. El no hablaría hasta que ella o su hermano le dieran permiso.

-Bien, mi casa es tu casa Hijaer, pide lo que quieras –dijo Foentine –Issaem y yo daremos un largo paseo. Hay muchas cosas que discutir entre nosotros dos. –Hijaer asintió y con un gesto de cabeza instó a Issaem a ir. –Y no intentes seguirnos, si lo haces, tu o alguno de mis hermanos o de los discípulos, escaparé al otro lado del mundo.

Issaem tomó del brazo a Foentine y no dijo nada en todo el camino al lado de la orilla del Dhaeru hasta que hubieron salido de Sifo. Foentine notaba el nerviosismo, pero como ella era mayor y ella le había citado, la costumbre dictaba que el invitado tenía que hablar después de que el anfitrión le dirigiese la palabra, y Foentine guardó silencio hasta que se apartaron un par de kilómetros de la ciudad rio abajo.

-Hace mucho tiempo que no te veo, Issaem, ¿Cómo has estado?

-Lo mejor que puede estar un chico de mi edad, zija. –Foentine rio ante el comentario.

-Ya lo veo, Issaem, también veo que te han enseñado buenos modales –el joven se sonrojó. –Pero basta de formalidades, tan sólo soy un par de años mayor que tú, llámame por mi nombre, sonrió.

-Si así lo deseas, zija, te llamaré por tu nombre.

-Eres imposible –le dio un leve golpe en el brazo, separándose de él. Ambos rieron.

-Está bien, Foentine –la miró a los ojos. Se hizo el silencio.

-Dime, ¿hay alguna chica de la que te hayas enamorado?

-Había una, una esclava de mi abuelo –dijo después de un breve silencio. –Su familia se había endeudado con mi bisabuelo y el decretó que siete generaciones de su familia tendrían que pasar por la esclavitud para saldar su deuda… y divago, fue mi primer amor, antes de darme cuenta de que era impensable que me casara con una esclava y de que mi padre arreglaría mi matrimonio con la hija de algún importante jefe tribal.

Foentine se quitó los zapatos y se metió al rio hasta las rodillas para recoger un par de nenúfares turquesas. Regresó a la orilla y se sentó, el agua del rio le bañaba los pies y le acariciaba las pantorrillas. Palmeó el suelo a su lado, invitando a Issaem a hacer lo mismo.

-Yo también tuve un primer amor, no era un esclavo, pero a diferencia de ti, siempre supe que mi padre arreglaría mi matrimonio con un buen hombre en un par de años o que quizá ya lo había hecho.

-Y henos aquí, sentados a la orilla del Dhaeru. –Foentine apartó la vista de Issaem luego de su comentario, y la fijó en las aguas de rio.

-Si –dijo después de un momento. –¿Qué piensas acerca de todo esto? Digo, no es lo que esperabas y yo tampoco lo esperaba… pero, si ha de hacerse, quiero conocer tu opinión.

-El Señor bendijo a mi abuelo con varios varones y una sola mujer, mientras que a mi padre lo bendijo con cuatro mujeres y un varón. Todas mis hermanas están casadas y mi matrimonio seguramente ya se estaba arreglando. Sinceramente no es lo que esperaba y no creo que las tribus lo acepten de buena gana…

-Pero no había otra forma, al menos mi hermano lo ve así y ahora también yo comienzo a verlo así.

-Siempre hay otra forma Foentine, mi padre lo debe de saber, pero el abuelo dijo que ningún camino está exento de dolor y que lo único que podemos hacer, es elegir el camino que menos daño cause. –Foentine clavó sus ojos en los de él.

-Entonces, ¿estás de acuerdo? –él también clavó su mirada en ella.

-Por el bien de la comunidad…

-…y por difundir la Fe –concluyó ella.

-Porque polvo somos.

-Y polvo seremos.

IV

Los jefes tribales, príncipes y señores de las arenas se habían reunido en el oasis. Toda Sifo, los discípulos y sus familias, sus hermanos y sobrinos habían asistido. Miles de tiendas, grandes, pequeñas, lujosos o modestas se distribuían alrededor del oasis. El ritmo de los tambores la incitaba a salir. Dentro de su carpa blanca aún estaban terminando de vestirla. Su cabello rojo como el fuego colocado en un pilar de mármol dentro del agua del oasis, estaba peinado en pequeñas trenzas que se unían tras la nuca y que iban aumentando su tamaño, conteniendo el cabello suelto y ondulado. Sus ojos tenían una ligera línea marrón, sus mejillas un ligero rubor. Sus aretes eran hilos de plata de los que colgaban lágrimas de diamantes, zafiros y turquesas. Su vestido de seda blanca, sin mangas se sostenía de los hombros por cadenillas de plata y se ceñía debajo de los pechos con un cinturón de oro.

Sus manos y brazos tenían dibujados motivos florales y complejos patrones geométricos en color azul. Finalmente, le pusieron el velo, una fina y traslucida tela sostenida por cuentas de aguamarina y que le ocultaba el rostro con hojuelas de plata, las cuales caían en cascada hasta sus pechos.

Hijaer llamó y entró en la carpa. Su turbante era de un azul cobalto intenso, al igual que su túnica. Su camisa y su pantalón eran de color nácar. Las mujeres habían terminado de perfumarla y salieron inclinando la cabeza después de que Hijaer entrara. Él no oficiaría la ceremonia, le hubiera gustado, pero era su deber entregar a su hermana a su futuro esposo.

-¿Estas lista? –le preguntó. Ella asintió con la cabeza. –Sabes, es un buen muchacho. Estoy muy orgulloso de él y agradecido con el Señor por enviármelo. Amo a sus hermanas, pero a él lo amo aún más.

-Es tu único hijo varón, hermano, como no lo ibas a amar por sobre todas tus hijas. –Le contestó. Su voz era amortiguada por las hojuelas de plata y por el tintineo que estas hacían al moverse ella.

-No me malinterpretes. Como el primogénito de padre estaba presionado a darle un heredero, alguien quien preservara su linaje y tras el nacimiento de Zaedyn creí que ya no tendría hijos…

-Hasta que nació Issaem.

-El Señor me puso a prueba y me bendijo con la continuación de nuestro linaje.

-Y te volvió a poner a prueba, como mi padre, el día que te dijo lo de la sucesión.

Hijaer enmudeció. El color lo abandonó y sintió la gélida mirada de su hermana. Ella le sostuvo la mirada. Su hermano movía su boca pero sin emitir ningún sonido. Los tambores dejaron de sonar y dieron paso a las flautas y cuerdas. En ese momento, Foentine desvió su mirada hacia la entrada de la tienda.

-Tu hijo es inteligente, el Señor le ha dotado con sabiduría y prudencia, y consideró que era indispensable que lo supiera antes de que aceptáramos cualquier cosa y créeme cuando te digo esto, ambos lo hacemos por el bien de la comunidad y para la difusión de la Fe. –Inspiró hondo y soltó con fuerza el aire. –Ahora, Isaere nos espera en el altar, tiene que efectuar la boda que pactaron. Llévame. –su hermano la tomó del brazo. –Y sonríe.

La tienda nupcial se encontraba frente al altar del oasis. El camino hasta la orilla del oasis había sido despejado de gente y rocas y cubierto con tela y varios floreros con nenúfares de todos los colores unidos con tela, impedían que alguien entrara en él. Issaem le esperaba vestido de blanco y oro, no tenía turbante y sus brazos desnudos tenían los mismos dibujos que los de Foentine, pero en color rojo. Isaere vestía una túnica carmesí con patrones índigo y un sombrero del que colgaba un velo azul cielo que cubría su cuello y envolvía su cabello.

-Hay algo que quiero que sepas –le susurró a su hermano, antes de llegar al oasis –le prometí a Issaem que ninguno de nuestros hijos engendraría una mujer en cien años.

-¿Qué quieres decir?

-Solo habrá una mujer en nuestra familia cada cien años.

-Eso no puede ser tan malo, siempre habrá quien preserve el linaje.

-Pero solamente ellas tendrán el poder de salvar o de destruir nuestro linaje, como lo he hecho yo.

-¿Quién viene ante la presencia de Ael, Padre Todopoderoso? –los interrumpió Isaere, quien tenía los pies dentro del agua.

-Foentine hija de Jaeres, hijo de Ael –contestó su hermano.

-¿A qué viene Foentine hija de Jaeres? –volvió a preguntar Isaere.

-Viene a contraer nupcias –contestó Hijaer.

-¿Quién la entregará a Dios Padre para que Él la entregue?

-Hijaer hijo de Jaeres, hijo de Ael; su hermano.

-¿Con quién contraerá nupcias?

-Con Issaem hijo de Hijaer, hijo de Jaeres –contestó con voz fuerte y orgullosa Issaem, quien tenía los pies dentro del agua.

Foentine se metió dentro del agua, pero su hermano no. Isaere tomó las manos de ambos y las unió, colocando entre ellas un nenúfar blanco. Les ungió los oleos en la frente formando una llama, les cortó un mechón de pelo y los prendió con el fuego sagrado del pilar de mármol y recolectó sus cenizas en una copa con agua, la cual levantó sobre su cabeza. Anudó sus manos entrelazadas, las que sostenían la flor; con un listón blanco. Luego les dio de beber del agua con cenizas de la copa y tras beber, Isaere se apartó y Foentine e Issaem avanzaron juntos hasta el fuego, en donde dejaron caer la flor. Isaere se acercó, desató el listón, y nuevamente ellos lo arrojaron al fuego.

-Que lo que Ael Todopoderoso une en sus fraguas solo en sus fraguas sea separado, así como lo que se una en su nombre y en su presencia –gritó Isaere para que todos la escucharan.

-Las estrellas son las fraguas del Señor –contestaron únicamente Issaem y Foentine.

-Porque de las fraguas del Señor nacimos y a ellas regresaremos para volver a ser forjados –dijo de nuevo Isaere, más fuerte, más entusiasta.

-Porque polvo somos y polvo seremos –contestaron todos, ardiendo de entusiasmo, ahogando los sonidos del desierto e inundándolo todo con las voces de los fieles.

Después de terminar la ceremonia, los nuevos esposos salieron del oasis y caminaron hacia la tienda donde habían vestido a Foentine, bajo una lluvia de pétalos de flores y vítores y acompañados del in crescendo que marcaban los tambores e instrumentos de cuerda y viento. La fiesta había empezado ya, pero tanto Foentine como Issaem no podrían unirse a ella hasta haber consumado el matrimonio, dentro de la carpa blanca, la cual tenía un orificio superior desde el cual se observaba el cielo del atardecer y desde el cual el Señor podría observar.

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