De la novela “Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva”
Las guerras calchaquíes
Canto primero
Introducción
“Amanda Da Silva mira a través de la historia”
Miro desde mi pequeña ventana
la noche misteriosa de follaje estrellado.
Veo flamear vientos clandestinos
que incitan a la melancolía sutil de las palabras.
Miro y no sueño. Los ojos asediados
de luces y sombras y rumores ancestrales.
Escucho murmullos de viejas bocas muertas
Que hablan de las llagas de los hierros,
de heridas infinitas.
De antiguos martirios,
De hombres amarrados,
De dioses machacados
Como triviales semillas,
Cuando el combate llegó
A su fin con la matanza.
Miro y escucho desde mi pequeña ventana
La noche en la que luna asciende
Transparente, enmascarada, litúrgica
Y me habla desde su luz de incógnita
Apariencia, pálida, trémula, emboscada
entre el aire reseco que aprisiona sus brillos
hasta desesperarlos en el largo bochorno.
Dice de la marcha de los crucificados.
Pueblos hacia el destierro terminal.
Látigo, azote, herida abierta,
Coágulo y sangre y lodo de ceniza.
Habla de luz allí colgada
De las verdes terrazas de los árboles,
Desde sus altas ramas desplegadas
De espesas maderas suplicantes.
Propone el verbo. Lo replica.
Su sabia ingeniería multiplica
Murmullos de unos verbos
De salvajes honduras.
Se aprovecha del viento clandestino,
Y entre sus cálidos flujos iridiscentes,
Como una palpitante catedral en puro resplandor
Empavonado, tornasola una constelada
Espuma negra de encendidos suspiros
A la par de una estrella.
Sus salpicaduras torrenciales conmueven
Las delicias rituales de la noche cetrina.
Yo estoy al amparo de su espuma
Mirando a ese cielo que suspira nostalgias.
Del rincón de mi boca las palabras
Buscan la plenitud de sus verdades
En medio de un fermento de trágica sustancia.
Primera guerra calchaquí
I
Hay sonido calchaquí de valle y guerra.
Es una música lejana, permanente recuerdo
De la tierra de entonces, cuando la vida fluía.
Hay sonido calchaquí de valle y guerra
Que repite poblada la lengua de asperezas,
Que primero llegaron de un imperio potente,
Del dominio preciso de la siembra en el aire
Donde frescas terrazas trastocaron semillas
En aromas y cantos de asombrosos sin nombre.
Hijos e hijas de la tierra amasada
De lluvias torrenciales que lavaron las piedras
De memoria volcánica de siglos incrustados.
Hijos e hijas, lúdicos suburbios de sangre recreada,
A veces perfumados de nieve como lunas
Para purificar la amada descendencia.
Luego fueron guerreros intrépidos sublimes
De mazos y macanas, de arcos y de flechas,
Y sujetaron el agua corriendo en manantiales,
Los sonidos crujientes de mitológicas aves,
Animales paciendo entre pastos soberanos,
Y a mujeres y hombres de palabras de arcillas
Que murieron luchando por lo que les pertenecía.
(Durante sesenta años imperiales
Blandieron sus armas vaciadas de victorias).
Y luego fue la guerra que en sus barcos preñados
de sombras de rufianes llegó hasta las orillas.
Piedra y barro cruel, guirnalda cruel prendida
Encarnizadamente cruel al cuello legendario,
diseminando rostros furiosos de ambiciones.
Esclavos de amargo luto condenados
Eternos cegados por la espada sangrienta,
Desventurados sin ojos. Con sus dedos deshechos
Rascaron torrentosos las tierras rebuscando
Las minerales entrañas de las montañas,
Vísceras ancestrales nacidas
En el inicio de los tiempos geológicos.
En lo profundo de esa intimidad de piedra
El magma encrespado, como una ola roja,
Exhala su aliento de volcán eterno y consuma
La alquimia de odio y de riqueza, magia
Metalúrgica, piedra filosofal, inmortal elixir
Que mortíferas huestes hurgan implacables,
Desesperadas de riquezas magníficas
Que los entronice en reinos increíbles.
¡Oro y plata!
Océanos de esclavos agitaron las minas
Escarbando a pedradas las riquezas.
¡Oro y plata!
Tartamudos gritaban feroces las mandíbulas.
Golpeando sus palabras las lenguas disecadas,
Reventando huraños los dientes corroídos,
Salivando glaciales una espuma de sangre.
¡Dame la plata! (Gritan escorbutos
Los invasores de fantasmales armaduras).
¡Dame el oro! (Gritan de viruelas
Los invasores de carniceras espadas).
¡Dame las joyas! (Aúllan desbocados
Los invasores en hordas sepulcrales).
Abruptos relámpagos de codicias supremas,
De muerte ávidos el fondo de los ojos,
Salen de sus bocas perjurios increíbles.
Y los hombres comprenden que no existe retorno,
Sus dioses se han marchado al confín de las muertes
Donde solo repiten unas viejas canciones.
La guerra se hace guerra con acento foráneo
Sonando como mosca una zeta constante
Que sale entre salivas por los dientes podridos.
Es el advenimiento de los diez mandamientos.
El cura se santigua y litúrgico grita
El sermón de las desgracias.
“Odiarás al sumiso sobre todas las cosas,
Pon a Dios en tu boca cuando viertas las sangres.
Santificarás la orgía de la sacra matanza.
Deshonrarás al padre y a la madre vencidos.
Matarás y robarás y volverás a matar.
Deshacerás las vaginas con tu puñal erecto”.
Conquistador:
Persígnate glorioso del coágulo del diezmo
Rebosando la alforja de crueles Valverdes.
El sometido aprende:
Es el acero ácido enterrado en la carne
Hasta hacerla insensible como un poco de arena.
Es la cruz clavada entre los pliegues
De una nación de idioma amurallado.
II
Desciende la luna. Como un ojo blanco
Cristal de agua parpadea adioses.
Y mira y me mira su pupila redonda
Desde sus dominios siderales.
Interroga imposible, colérica, inflexible.
Pregunta y repregunta sin esperar respuestas.
Interrogantes de agua en vertical caída.
Interrogantes de aire en encarnizado vuelo.
Estatua de sal, petrificada lengua
De errática piedra, pregunta por lo que fue,
Por lo que es y por lo que nunca será.
Y yo no tengo respuesta, solo lágrimas
De tanta humanidad deshecha al paso
Marcial de escarpes embarrados.
La espada fluye desde un guante y arroja
Impertérrita sus suspicacias de muertes de apuñados.
III
Plumas y mineral balbucean respuestas
Como si el destino manoteara una excusa.
Y la tierra sangrada de imposible esmeraldas
y de abundante kiwicha de lujuriosas promesas
escucha la vertiente de palabras perdidas.
El ojo blanco sumergido en espejos
De pupilas tan duras como puños calientes
Danzando en la espesura de un rocío solemne,
Pregunta por las almas que huyen los lamentos
De aquellos enterrados sin suerte para siempre.
Hondo pozo, profunda orfebrería
De un enterrador clandestino inanimado.
Bostezo negro abierto a la intemperie
Para un ritual rabioso de eternos sepultados.
IV
Entre las sangres se repiten los nombres
Como una diáspora de martirios en ira portentosa.
Repiten de estatuas amenazantes los nombres,
Repiten nombres de garras sanguinarias,
Nombres y más nombres y más nombres,
De sables, barbas y rituales y brújulas jadeantes,
Solemnes pistolones de pólvoras de tumbas.
Víboras de brutal empuñaduras.
Filos de herraduras caballunas.
Pólvoras en rumores carniceros.
Dicen de Diego de Almagro, y gritan arañando
Las huellas de los muertos ¡Diego de Almagro!
¡Diego de Almagro! Y cae un ala negra sobre
El muro chorreante de sangres desvestidas.
Huele a Panamá vencido, Panamá del istmo,
Donde Almagro empuñó la oscuridad
Primordial, espesa, desafiante.
Y desde la sustancia tropical como una fruta virgen
Desciende hasta el taladro del garrote vil,
Hasta sentir el olor tupido de Atahualpa
En Cajamarca vencido y capturado,
Allí donde Pizarro saca pecho y estruja
El corazón peruano como una fruta
Inocente condenada y lo revienta.
Atahualpa murmura. Atahualpa murmura.
Susurra sus sonrisas a la vera del féretro.
Su muerte está a la vuelta de su trono.
Vicente de Valverde y Álvarez de Toledo
Promete un evangelio destripado en la pendiente
De una montaña estupenda de cadáveres.
Para Atahualpa ¡el fuego! ¡El fuego! ¡El fuego!
Una catarata de fuego de alas rojas
Hasta encenizar la víscera secreta.
¡El fuego, no! reclama suplicante el condenado
Como si a alguien le importaran sus lamentos.
¡El fuego merecido! Dice el apóstata de un Dios
Feroz crepitando de su boca unas escorias negras.
Amarrado miserable a un poste bendecido
Donde moscas quemantes penetran los ojos
Devorando las córneas de tormentos,
Escucha el griterío aturdido de suplicios.
¡Idólatra! Gritan
Los devotos reunidos en matanza.
¡Hereje! Gritan
Los bendecidos con labios de cangrejos.
¡Traidor! Gritan
Los rabiosos de acética saliva.
¡Polígamo! Gritan
Los falsarios del amor y del perdón divino.
¡Incestuoso! Gritan
Los codiciosos del rito pederasta.
V
Huele a Cuzco a dentelladas.
Las sangres del condenado blanden
Como loco estandarte de victoria.
VI
Y el fuego fue metal de anillo alrededor del cuello.
Se hizo hierro punzando entre las vértebras.
Galopes de garrotes tras el último aliento
En fatal bautismo para morir Francisco.
(El cura Valverde bendijo el asesinato
Con agua roja extraída del tuétano
De una ciudadela arrasada).
VII
Pedro de Valdivia, dicen, y coronan las lenguas
Con espinas de piedras como nunca se ha visto.
Y Francisco de Aguirre, repiten imprecisos.
Y Juan Núñez de Prado, y Jerónimo de Cabrera.
Cantan entre pedazos de carnes los buitres carroñeros
Que con sus picos sangrantes
llaman una frontera al sur de los vacíos
Muertos que dejan a su paso un recuerdo
Imborrable de dureza.
VIII
Recuerdan los pájaros a la intemperie:
Están los tolobones,
Están los amaichas,
Los kilmes están,
Y están los pulares
Y también los acalianos.
Y la muerte asola la hondura del vacío
a la vera de un río de sangres y de huesos.
IX
Vienen los hijos que exhiben esqueletos
Con algo de estandarte, con algo de garrote
Y el músculo partido eternamente.
Y muestran solo un camino sin retorno.
En el horizonte un destierro final como mortaja
A la vera de un río inigualable allá en el sur
Donde un estuario oscuro les cambiará hasta el nombre.
X
Gritan cósmicas las coléricas osamentas,
Apretadas de penas, hueso contra hueso,
Astillándose rabiosos de cansancios,
El nombre de Zurita encomendero.
¡Zurita! ¡Zurita! ¡Zurita!
Tres veces como un triple acertijo,
Repiten con ruidos de cuchillos
De exterminadores filos. Saqueadores.
Usurpadores lanzados a la conquista
Entre estiércoles magníficos
y escorbutos y diarreas imperiales.
Mita, yanaconazgo y encomienda.
Divinidades en perfecto orden
En la yema de los dedos feudales
Del todopoderoso de vida y muerte apoderado.
Rito del esclavizador morder la carne
para saber a gotones su salado gusto lubricado.
¡Zurita! ¡Zurita! ¡Zurita!
Llega del eco un aullido que dice el nombre
Venido desde un mar apenas sospechado.
¡Zurita! ¡Zurita! ¡Zurita!
Y su Córdoba de Calchaquí
De corazón feudal, de siervos y de esclavos
para la fiera encomienda
Hasta morir en el tormento de cabezas rotas
Y de manos rotas y de dientes rotos
Del garrote vil, inmisericorde inquisidor
Que espera el oro,
Que espera la plata,
Que espera la joya,
Que espera la vagina púber disecada
Que espera la gloria de los encomenderos.
XI
Los pueblos aprendieron en su lomo
El vertiginoso rito de la muerte.
La encomienda les rompió la espalda
En mil pedazos. Mató la piel de a pedacitos
Deshilados tejidos rotos como espejo en sangre.
La encomienda les rompió el esternón
Largo como una caña machacada frágil.
La encomienda les rompió las piernas
Como estambres resecados al fuego de un sol
De piedra, pesado cuarzo caliente encarnizado.
La encomienda les rompió el corazón
de una estatura de arcilla inigualable.
XII
La encomienda puso los cuchillos de rodillas
Y el fuego vengativo se alzó como estandarte
Exterminador de los tormentos venidos
En los huecos de un yelmo decorado con sangres.
Córdoba de Calchaquí fue destruida.
En las sierras del Shincal donde el Quinmivil
Disputa de piedras desamparadas orillas,
Una Londres de piojos y alimañas y excrementos
Se incineró de hambre hasta el tuétano mismo
De tripas de alambre clandestino.
Y fue Cañete de esclavos agotados de dolores
A puros palazos repetidos, que cayó entre las bestias
De un asalto de terminales lanzas insurrectas.
La última en caer fue Nievas, decapitados
Los árboles, rabiosos los insectos,
Abrumadas las aves, arrebatadas las flores,
El hombre primordial, el legítimo dueño
Grita ¡basta! Y alza los antiguos escalpelos
Con los que ase las gargantas de los encomenderos
Y degüella sus cabezas de lánguidos reptiles
En un ritual de puñales libertarios.
XIII
La libertad volvió vestida de hilos sanguinarios.
Fue solo un momento increíble entre los hierros
Brotados como pastos rodeando de muerte
La patria primordial de la raza de piedra.
La libertad volvió y se quitó las ropas
Hasta quedar desnuda como un amor
A la luz de una luna germinada de blanco.
Segunda guerra calchaquí
I
Las garras en acecho se refugian.
Córdoba de Calchaquí, rosa de luto,
fue destruida.
Londres de piojos y alimañas y excrementos
Fue destruida.
Cañete de esclavos agotados de dolores
Fue destruida.
Nievas, la última en caer del grito revelado
Fue destruida.
Santiago del Estero los ve llegar
Sobre esqueléticos potros
Que mueren en un abrir y cerrar de lunas,
Resecos de interminables vacíos.
Santiago del Estero martiriza
la promesa brutal de la carnicería.
Huele a bautismo en estaño y plomo ardiente,
Penetrando su tronar entre las rojas fibras
De los músculos rojos de tanta sangre derramada.
Los lirios de sus médulas los parte una metralla
Salida de un oscuro talismán de muerte.
Los hombres de la tierra miran los abismos
Desde sus inescrutables silencios. Rezan.
Rezan en la profundidad de los secretos
Al pie de los lamentos como quejas
Subterráneas, imposibles los que desesperan
De las tribulaciones de estandartes
Con sones de victorias de arcabuces
de bocas infernales.
La opresión llega de la mano de un dios
Que se enmascara amoroso en el garrote vil,
Y la resurrección tiene forma de anillo de hierro
Y un taladro que deshace la médula
Como a hebras de flor de una sola mañana.
II
Mira el tonocotés alfarero de arcillas fabulosas,
cultivando en Río Dulce sus semillas de sueños
De altivas vegetaciones asidas a las nubes
Que aun contemplaban la vida
Descalza de esclavizadores.
Nubes que mudaron sus alhajadas plumas
Por aguijones duros como la roca madre.
Anuncian el fin de la abundancia,
Y el fin de los horizontes ubérrimos festivos
Bajo el cielo planetario de lluvias y de bosques,
De maduros azules, piedra de la luna de arco iris
De magníficos resplandores al acecho.
No habrá refugio del imperial asedio.
III
Al norte y al oeste los lules orfebreaban
La arcilla milagrosa. La semilla de estambres
Prodigiosos brotando las aves de entre sus
Alargadas nervaduras. Miran al cielo
Sosteniendo sus pupilas la magnitud del infinito
Por última vez antes de la encomienda.
Y ven el relámpago sulfúrico, derretido, trasparente
Y ardiendo en toda la extensión de su rugido.
Un viento antiguo les recuerda el porvenir
Perdido y hace extender el veneno
De una llama ferrosa, erecta en sangres,
Que arrasa las aldeas como unas hojas secas.
IV
Al suroeste los quechuas, balbuceando
Insurrecciones de altas cumbres presagiadas
Cuando todavía el verbo es solo dolor
Del esclavo amarrado a sus desgracias.
Lanzas de puntudas sombras y afiladas
Para deshacer la carne en una solo estocada.
Acarician las cañas como si fueran magníficos
Artilugios de los dioses para espantar
Al perseguidor con sus cadenas bruñidas
De sangres de oro y plata.
Perecen entre barros y orines y excrementos.
Los caballos resurrectos con sangres inocentes
aplastan sus huesos amarillos,
Relinchen bocanadas de espectros turbulentos
Que se ufanan de la larga agonía
deliberadamente. Solo lágrimas entre lágrimas
en los ojos de la muerte diaria, muerte
Inacabable, muerte eterna, salida
De una cruz que promete resurrecciones
En un cielo de gritos incendiados.
V
Al este, pueblo vilela. Waqha. Lengua waqha.
Lengua y labios Waqha.
Dientes waqha.
Waqha nómade.
Manos waqha, de callosos dedos
Y uñas de ocasionales alfareros.
Beben su agua de nombre indescifrable.
Carne del pecarí resecada al fuego
Como un manto naranja, pétreo, abrigador
De fríos seculares en la noche escarpada
De cantos y palabras y amores y placeres.
Los vilelas suenan una caja de son rudimentario
Y esperan la embestida por el desfiladero
Angosto de sus enjutas humanidades.
Caen en áspero despeñadero de la muerte
Aún alfarereando en idioma waqha
Unos versos apenas conocidos
En la inaccesible tumba del silencio.
VI
Los mocovíes esperan altivos su momento.
Los sanavirones no descifran las sagradas escrituras.
VII
Diez mil guerreros empuñan la
Quebrada de Humahuaca. Diez mil guerreros.
Altos como juncos fibrosos
Dorados al sol de la intemperie eterna.
Tienen el viento asido a la piel como bandera,
Águila sublime, águila de trueno,
Águila de viento, águila de lluvia.
VIII
Viltipoco, hijo de Pumamarca, mira
Desde la cúspide ríspida de las piedras seculares
La libertad debatirse en la Encomienda.
Viltipoco de arcilla,
Sitia Jujuy emboscada en el nombre del Salvador.
San Salvador trae la esclavitud entre sus dedos,
San Salvador trae la esclavitud entre sus dientes,
San Salvador trae la esclavitud en sus alforjas.
Suena su nombre como una espada ciega de sangre
Milenaria, el músculo se evapora como un agua
Sutil de la raza deshecha hasta la nada.
IX
Felipe de Albornoz llega lleno de azotes.
Unas navajas de portentosa arquitectura
Rapan las cabezas de los desobedientes
Que lucen sus calvas como piedra roja
De infamia furibunda. Acecha la muerte
Con su estirpe castellana.
Donde había sierras no queda cielo,
Ha sido silenciado a golpe de martirios.
Los hombres lloran sus trozos repartidos
En toda la extensión de la llanura.
Una voz dice que llega la hora de morder
Las raíces del azote antiguo encomendero
Y escupir sus fragmentos de amargo pozo
Donde la oscuridad gobierna a sus caprichos.
Un alzamiento, un griterío de insurrectos
Deshace la soberbia amurallada de armadura.
A su convocatoria intercambiaron flechas
como símbolo de alianza gravitante
y expulsan y matan a sus encomenderos.
Uno por uno los derriba el rayo,
Uno por uno los derrumba el fuego,
Uno por uno los derroca las sombras.
Las manos se hunden en entrañas como arenas
Blandas, húmedas, oscuras.
Abaten los cráneos trepanando los sueños
De infinitas riquezas en ligeras carabelas
Azotadas de vientos de oceánicos portentos.
Allí cae el encomendero Juan Ortiz de Urbina
en el augusto pueblo de Malcachisco.
Y el levantamiento se extendió como el agua
Por el ferroso barro de la guerra.
X
Las insurrecciones convocan otras
Llenas de cuchillos y de lanzas
Rituales que se abalanzan
Como vientos que silban entre las piedras.
Piedra de agua hacen sonar sus voces legendarias,
Lanzas de fuego agonizan de esclavitud encomendera,
Piedra de nube de pánico implacable,
Lanzas de viento en calavérico suspenso,
Piedra de luna de iracunda luz crispada,
Lanzas de soles naufragando la noche,
Piedra de insecto carcomiendo las carnes,
Lanzas de incendio incinerando el verbo.
Lanzas que ruedan espesas
Hasta los arenosos huesos
De los usurpadores que caen desvestidos
De la gloria del saqueo, inmisericordes.
XI
Albornoz advierte los extremos de sangre
De las lanzas coléricas
Y los cuchillos que aúllan vengativos.
Va hacia los Valles Calchaquíes,
Donde la piedra es hombre y el hombre piedra.
Lleva una hueste de espectrales puñales
Que anhelan las carnes enjutas del rebelde.
Nuestra Señora de Guadalupe,
Lo asiste en sus sangrientas garras,
Y los esclavos levantan un fuerte
Al que bautizan con su arábigo nombre.
Guadalupe de piedra, rezan, impotentes
Los sometidos a la cruz impiadosa.
Guadalupe de sangre, rezan, condenados.
Guadalupe de llanto, rezan, desolados.
Guadalupe de espadas que invocan
Las muertes como a simples rebaños.
Albornoz altivo con voz desnuda
Promete aplastar la serpiente
Y dormir dulce una noche
Entre las piernas de una apacible cautiva.
Bebe los senos oscuros,
Bebe la pelvis de espuma,
Vierte su tétrico esperma en la hojarasca
De un camastro sucio. Aúlla en la noche desdichada.
XII
Albornoz despierta de su erótico sueño:
La rebelión llega con sus degüellos a cuesta.
Atormenta al soberbio hasta dejarlo apenas
Un menjunje medroso de músculos y sangres.
Promete una incendiaria venganza.
Pero el piojoso Londres de excremento eternos
Cae con sus muertos de rodillas.
Pipanaco no conoce mejor suerte
Que los decapitados de fermentos brutales.
Y aunque los guerreros de Aconquija
Son asesinados de a uno con el mazo cruel,
Guadalupe,
La que aplasta la serpiente cae definitiva
De derrota, mugrienta puñalada
Entre sus difuntas tripas.
XIII
Londres de insectos como una lluvia
Estupefacta,
Sobre las pobres humanidades derrotadas,
Con sus ladrones a cuestas
Y su agonías de gangrenas,
Se vacía de gloria
Y el ocupante cruel marcha
De cruces y rosarios y plegarias
Hasta la Ciudad de Todos los Santos
De la Nueva Rioja. Allí resistirán
Repartiéndose el hambre y las gangrenas
Y Cabrera gritará su desafío.
Machigasta, ruinosa, sísmica vibrando
Al sonar de la guerra interminable,
Su estrategia misteriosa de antiguos vientos
Hace sonar una melodiosa muerte
Que repite tres veces sus crueles sones.
Es diciembre Cabrera, y el dios cordillerado
Te golpea tres veces
Con su lengua de hoguera.
La volcánica saliva te estremece de pólvoras
pero la Nueva Rioja resiste la cólera nativa.
En los llanos los atiles mueren por cientos.
XIV
En el cuarto asedio, la muerte galopó
Un unánime aullido y venció a las macanas,
Las lanzas y las flechas y las sombras
Urdidas de rebelión hasta los dientes.
Coronilla, en castigo, fue descuartizado
Con la santísima Virgen de testigo.
Sus brazos pedregosos,
Su cabeza cacical,
Sus piernas furibundas,
Su torso levantisco,
Sus músculos escarlatas,
Fueron diseminados para siempre
En carnicera advertencia.
XV
Francisco Laso de la Vega, gobernador,
Desde los terraplenes donde cante el trile
Y la nieve y el frío homenajean las hordas
Que baten los confines de la delgada patria
lejana y honda, planetaria,
Al abismo del Pacífico rugiente
Que apuñala de olas sus riscos temerarios,
Manda sus esqueléticas tropas al asalto.
Son como fantasmas envueltos
En pieles de sanguinarias serpientes,
Ávidos de saqueos, los potros enlodados
Hasta los arrugados hocicos de la muerte.
Mastican como tabaco agrio, un barro
Premonitorio y legendario de Pilcohué,
Apretados en el valle casi hasta la desesperanza
Cuando el guerrero se batió en torrentes
Contra los invasores.
Ráfagas insurrectas se presentan
A diario por el camino al Tucumán,
Dominio espectral de la encomienda.
Marchan anudados de metales hasta el yelmo
Crujiente que acogota la tráquea.
Arqueados de pesadas espadas,
Armaduras imposibles de codicias,
Cargan y vencen por cientos a los sublevados
Del Valle Fértil que abonan con sangre como
Rubíes magníficos que coagulan
La tierra en un suspiro rojo.
En Guandacol, donde corre el agua pura
de los guandacolinos hasta el abra misma
de los Verejones, llega portando
El iracundo estandarte de la guerra.
Los hombres mueren empapados en patria,
En cielo propio, en agua de crepúsculos
Que defienden del incendio, del martirio,
Del filo decapitador de la soldadesca
Envuelta en pieles de la muerte.
Mueren por no ser esclavos y mientras mueren
Los guerreros miran a sus mujeres y a sus niños
Empalizados entre aullidos temerarios.
El monstruo penetra las carnes de luna
Y zangolotea una muerte prematura.
XVI
Pueblos vacíos: la patria se retira al norte.
En Tinogasta, Coronilla es desmembrado
Como ya fuera dicho.
La tierra se abre en partes increíbles
Para beber la sangre del ejecutado.
Crece allí una piedra indescriptible,
Lanzas pedregosas brotan portando
Las cabezas de los decapitados,
Las entrañas de los destripados,
Los ojos de los enceguecidos,
Las lenguas de los enmudecidos.
Las orejas cortadas con el hacha invasora.
Ásperos vientos de piedras seculares
Emboscan la derrota del intruso.
Derrotan su soberbia,
Derrotan su amargura,
Derrotan su codicia.
Las partes palpitantes de Coronilla braman
De ráfagas de aullidos atronando
El aire reseco de la espesa montaña.
Lúgubre el invasor cava una fosa
De hambre, de peste, de escorbuto
Implacable hasta La Rioja,
Donde se refugia derrotado
Con su sangriento tesoro de niños y mujeres
Desvirgados.
XVII
Viene Ulloa. Llega lleno de fragmentos
De muertes. Pestilentes cabalgaduras
Evacuan en Salta sus fracasos.
Salta late de encomiendas el corazón ardido.
Allí, tiempo después, se deshacerá
En combate milagroso de belgranos
Y fernández camperos la opresión colonial
De trescientos años de oprobio.
XVIII
Cabrera se bate desde la Ciudad
De todos los Santos de la Nueva Rioja.
Los santos no descifran el paraíso
Cruel que los amanece de sangres.
Saujil, Pisapanaco, Mutquín y Colpes
Caen vencidas en el sopor de unas tinieblas
Imposibles. El conquistador avanza
Hacia el dominio de la encomienda.
XIX
Chalimín marcha a Fatima cargado de combates.
Es el bravo Chalimín. Aun lo siguen
Los primeros doscientos azotados
Con sus heridas abiertas como surcos
Diseminados de pueblo en pueblo
De la mano del verdugo.
Son doscientas estrellas, doscientas raíces
Increíbles, doscientas raíces invencibles,
Abrazadas al árbol de la vida, eterno, vigoroso
De libertad y combate con el pecho abierto,
De par en par el corazón estremecido,
Descubiertas las raíces palpitantes
Desnudas de la patria insurrecta.
Son doscientos prodigios que cabalgan
Bajo un cielo sin fronteras, tan antiguo
Como la tierra misma.
Al bravo Chalimín lo siguen los pulares,
Largos como tormentosas tacuaras.
Lo siguen los olongastas,
Rudos como troncos increíbles
Con sus brazos fornidos,
Con sus ojos fornidos,
Con sus labios de arrebatos,
Al trote tormentoso
De sus voces de piedra.
Lo siguen los calchaquíes
Que alzan sus lanzas inflexibles
Y sus flechas desnudas
De vuelos centenarios.
Muestran de par en par
Sus hogueras infinitas, sus hachas y garrotes,
Sus lágrimas y cólera salitre temerario
Clamando a todo nada la libertad perdida.
Antes la muerte que el azote cruel,
El garrote cruel,
La encomienda cruel.
Los dioses recogerán de amor
Entre sus manos de legendarios atributos
A los héroes anónimos de las batallas.
XX
Chalimín marcha a Fatima cargado de combates.
Es el bravo Chalimín. Fue doscientos y luego miles.
Pedro Ramírez de Contreras grita “aquí te espero”.
En el valle de Hualfín la luna riela.
En el valle de Hualfín el sol pernocta.
Las sombras se arraciman sobre unos peñascos
Que huelen a sangre de metales
Por los que el conquistador se desespera.
La tierra es vaporosa de un viento salitral
Que mueven unos estandartes de silencio.
En el valle del Hualfín Juan Chamilín sueña
Un sueño extraordinario. Es un sueño de árbol,
De piedra, de agua de penumbras, de nocturnos
Alzados en todos lados como brazos magníficos
De todos los pueblos. Son mástiles de carnes
Y huesos regados con relámpagos de lágrimas
De todos los cautivos. Su corazón late
De tristezas de ver la patria sometida.
La cadena, la ceniza, la ira, el látigo,
El sordo acero,
El filo iracundo,
El aguijón de fuego,
El garrote sanguinario.
XXI
Cuando fue capturado danzaron los crueles
Unas músicas de cuchillos. Oraron a su dios
Que en famélicas carabelas llegó cargado
De increíbles tormentos en nombre de la misericordia.
Gritaron ¡Juan! Para despabilarlo
De la brutal paliza.
¡Juan Chalimín! ¡Juan de guerra!
¡Juan de lanzas! ¡Juan de flechas!
¡Juan de tormentas! ¡Juan de sangres!
¡Juan de lágrimas! ¡Juan Chalimín!
Altivo Juan, soberbio
Juan de todos los juanes empalados,
De todos los juanes descuartizados,
De todos los juanes sometidos.
Flor de ripio, tu magnífica corola
Encarnizada de ademanes altivos.
Tus cabellos hilados trenzan frescas guirnaldas
Que caen indómitas luego del hacha del verdugo.
Tu cabeza no agoniza de muerte.
Rueda de gloria. Los labios majestuosos,
Los ojos renovados, las cejas espesadas,
La frente de despejada arquitectura,
Rumorosa la lengua de palabras de aliento.
La cabeza en lo alto de la pica siniestra
Sonríe aún victoriosa, sonríe con ojos de halcón
Severo y vigilante de la libertad en la guerra.
Luego viene el hacha y desmenuza al árbol
En crueles pedazos de suplicios.
Lirio rojo la sangre se derrama entre las piedras
Que guardan el testimonio que se hará bandera
Cuando el cruzado muera en Tumusla definitivamente.
En todas direcciones diseminó tu cuerpo
En escarmiento indescriptible. Cada uno a su tiempo
Recogió tu humanidad y la sembró en la tierra
Innumerable, incendiada de guerras infinitas
Como semilla afortunada de esperanza.
Allí brotó de emociones de aldeas insurrectas,
Fermentos prodigiosos de rabia eterna.
Resucitó sin cadenas, sin congojas,
Pura de dolor de patria purificada,
Vencedor altivo, que hace oír su grito
Temerario desde la profunda garganta de los siglos.
Tercera guerra calchaquí
I
Kilmes crecen su fortaleza
De salvajes vientos y piedras seculares
Entre cerros. En cacán repiten cerros
Entre cerros de sangre. Llueve una bruma
Tormentosa que se amontona sobre la piedra
Lisa como el lomo del viento.
La ventisca suena seca entre los valles.
Los hombres oyen la intimidad de las espadas,
La materia invasora de los yelmos,
El ronco quejido de los cascos sangrando,
El sacerdote sonando la campana guerrera.
Alonso Mercado y Villacorta
Sentencia para siempre el destierro
Implacable después que rodara la granada jugosa
De la sangre de los kilmes en batalla.
Los conquistadores clavan la espuela
En la panza agobiada de los raquíticos caballos.
Cabalgan oscuros a pesar de las hogueras
Que se hacen ondeantes besos de la muerte,
Y entre sus labios, las aldeas caen bajo su prepotencia
Que incinera las geografías creadas
En tiempos sin memoria, cuando reían
Los hombres y mujeres desnudos como arcillas
Dulces y clamorosas sin prejuicios.
Los hombres: en su naturaleza formidables.
Anchos los pechos,
Largos lo brazos,
Duras las piernas,
Altivas las cabezas
De orgullos cacicales.
Las mujeres: útero de flor secreta
Unánime materia de un ovulo guerrero
Y un esperma de piedra silenciosa.
Prodigios en ruda anatomía
De ojos, lenguas, manos, corazones
Listos para la lanza palpitante,
Para la flecha espinosa,
Para el golpe invisible
Y el galope secreto.
Aprenden el lenguaje de la guerra implacable
Del invasor que llega en nombre
De una monárquica carnicería
Con su corona de puñales sangrantes.
Aprenden el alfabeto de la muerte extranjera
Que es la palabra del hierro del tormento,
Con su ruido de azufre en el candente hierro
Forjado entre suplicios de otros dominados
Que vierten sus sangres como láminas rojas,
Rojos rubíes, rojos martirios, ebrios de rojo
Las sangres aplastadas hasta hacerlas invisibles
A los oscuros ojos del oscuro verdugo
Que lleva una magna cruz enhebrada en pieles
Negras de sol y viento calchaquíes.
II
Felipe Calchaquí se llamó el último viento,
El último secreto de la dura geografía,
El último galope de la estirpe guerrera.
Ni su lengua, ni sus aguas, ni sus ropas,
Ni sus sonidos de vasijas,
Ni sus ásperos cueros,
Ni sus plumas de águilas
Escaparon a la magnitud de la derrota.
Las madres, desde los bordes del abismo,
Sus úteros prodigiosos,
Sus promesas de partos,
Sus hijos de la tierra,
entregaron al fondo de la patria
Extraviada entre las sombras de sangre
Derramada por los conquistadores.
Fueron semillas rituales sembradas
En las profundidades de la garganta de la tierra.
Allí quedaron los hijos en implacable espera,
Allí quedaron las doradas madres
Abrazadas a sus hijos para siempre.
Allí quedaron al abrigo del frío de la noche montañosa,
De los ventisqueros nocturnos que entre los valles
Bailan con sus banderas como cabelleras,
A la espera del retorno,
Palpitando rituales ancestrales,
Palpitando el dominio de las piedras,
Palpitando los terrones de sol sobre la espalda.
Esperan diez mil veces a los diez mil hermanos
Que cayeron desde su noche norteña
Hasta la tumba de la pampa oceánica.
III
¿Cuán lejos será ese río oscuro
Como la oscura tierra de la muerte?
Río de la plata iracunda,
Río de la sangre derramada,
Rio de la sed de los sedientos,
Río de la cólera,
Río de los odios,
Río de los muertos espectrales
En un sancti spiritu famélico
En el que se devoraban unos a otros los usurpadores.
Río en magnífica trifulca de orillas taladradas
Por el ariete amargo de unas enanas olas.
Rio de la espada
Largo como el filo de la espada,
Ancho como el filo de la espada,
Ruidoso de silencios,
Ensimismado en sus descuidos,
Huraño en lo apacible,
Extraño en lo curioso.
Duro como una hoja de cuchillo viejo,
Áspero de barros sonando a los suburbios
De un oxido enterrado entre mareas.
Río que les arrebató hasta el nombre
En una revuelta de los azotes iracundos
Del látigo infatigable de los encomenderos.
Más de diez mil hermanos entre cadenas
Marcharon hacia el fondo de la patria
En una diagonal de muerte sin descanso.
Aquí quedaron, latiendo sus corazones,
Palpitante tambor en sístoles y diástoles
Esplendorosos.
Reclamando volver
Por las huellas de antiguo éxodo
A la patria primera, la de la cordillera de águilas
Surcando la bóveda infinita de la noche,
Entre burbujas de luz de una silenciosa
Mantilla iluminada.
Epílogo
Americano:
Desde la hondura sepulcral del tiempo,
Beso tu humanidad indescriptible,
De fuego, agua, tierra y aire.
Beso tu rebelde cuerpo dispersado,
Beso tu sangre estremecida
Que como un hilo rojo brota
Hacia la desembocadura de la guerra heroica.
Beso tu sangre entre mis labios de sangre,
Recibo tu grito en la herramienta gutural
De mi garganta.
Miro las distancias de tu muerte
Bajo la infinita mortaja de las nubes,
Entre sogas eternas y encrespadas cadenas
Que se amarran cautivantes a tus carnes
Como esperando que una sombra de tinieblas
Arríe para siempre tu estandarte.
Siglos de odio te condenan,
Siglos de conquista te señalan,
Siglos de muerte te persiguen,
En sus naves cautivas de desdichas
Que naufragan sanguinarias sin destino.
Hijo del trueno,
Relámpago de cólera,
Tormenta de puñales,
Siembra tu levantisca geografía
De rebelión de iras entre sangres
Que nunca cesarán en su esplendor
De lucha: Muertos hemos de ser
Jamás vencidos. Tu grito llega al hoy
Desde la potente cercanía del pasado,
Y en los trémolos de una muchedumbre de tormentas
Grita de viento, trueno y piedra eterna:
¡Libertad!
¡Libertad!
¡Libertad!
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