OMBILIS ORBIS interacciones imaginarias con Antonin Artaud

OMBILIS ORBIS interacciones imaginarias con Antonin Artaud

AAristizabal

11/05/2018

«Todos esos reflujos comienzan en mí». De nuevo lo dijiste primero, ¡maldito¡¡¡¡

Despierto. Algo hediondo como la materia del mundo se extiende aún a mi alrededor. Me veo en el centro, erguido, en mi propio y ficticio pedestal. Perplejo, como siempre he tenido conciencia de estarlo, intento extender los brazos, trato de abrazarme a esa baba tumefacta que mal han llamado viento y tambaleo, pero no caigo. Algo vuela en círculos concéntricos a mi alrededor. Algo como un rostro ancestral, el padre muerto, el santo olvidado, el profeta ciego, el hijo no nacido. Cae en picada sobre mí. Me desguaza. Arranca mi carne y luego la arroja sin reparos por todos lados. Esos escuálidos mendrugos se disuelven en la bruma del fondo. Pronto sólo estarán sólo los huesos. Pronto se hará polvo el cartílago que los une y las blancas estructuras por fin caerán también.

Hecho polvo al fin me reúno con el absoluto, me disuelvo en él, me fundo en él. Los rastros de la memoria se amalgaman en una sola masa informe. Ya no importan los nombres, ya se disipan los recuerdos y aun, también, el vacío se desvanece.

Pronto se atisba de nuevo el comienzo, sin embargo un «comienzo» no quiere decir un «origen».

«Todos esos reflujos comienzan en mí» lo vuelves a decir, señor Artaud. Sé, por los que te vociferan, que odiaste a los psiquiatras. Odiaste a aquellos hombres que toman posesión de otro hombre con el pretexto de su locura o su debilidad para hacer con él lo que les plazca. ¿Intentas proyectar a mi vista ese manoseado arquetipo? ¿De qué me acusas con ello? ¿Buscas en mí algo así como tu propia confesión o tu lastimera apología? ¿Pretendes liberarte de tus propias culpas poniéndolas sobre mis espaldas?

Odiarte, mi querido Antonin, sea tal vez la mayor manifestación de amor que haya hecho a otro hombre. ¡Qué digo «hombre»! Tú: Homúnculo, coji-tranco, gusano malviviente, suicidado de Dios – solo por decirte como a tí mismo te haz nombrado -.

Ahora, insistentemente volvemos juntos a pretender develar el centro, un centro, algún centro como origen de todo lo primigenio. Partimos juntos a presumir de un estado absurdo e imposible en donde hubiera de nacer y naciera el pensamiento. Tú, pretendías empecinadamente en atentar contra las cosas y no lograste más que la naturaleza se mofara de tí, y tus células desenfrenadamente de-construyeron el propio orden más elemental de tu humanidad. Yo, inútil y forzada y malintencionadamente entusiasta y deliberadamente espontáneo, apenas si busco asirme de algo, tal vez traído al azar, tal vez añorado más que premeditado, para no acelerar más esta vertiginosa caída al fondo del fango de mi propia mente. Ambos irremediablemente atrapados en unas reflexiones como de espejismo o ilusión, o mejor, alucinando espejismos – ilusionando absurdos, buscamos ese lugar en el espacio donde ya ni el vacío desdibuja su propio contorno, ese no-lugar, el nicho por excelencia de nuestras vanas y atolondradas cavilaciones, todas replegadas hacia atrás, hacia abajo.

Carecemos de control, por lo tanto el orden no crece ni decrece, no actúa, sólo desconfía y enrarece cualquier presunción de encuentro con la realidad. Así parecieran ser nuestras almas, simples y vagas sensaciones tan inasibles como efímeras y, sobre todo, lejos de ser lejanas, como un apéndice inútil puesto en un primer plano y al alcance, más que de los ojos, de la mano, del sexo.

Ante tí, oh Antonin, permanezco también perplejo, igual que tú, en esa sensación de mínima alteración, imaginando una nada estática, tocado por ese espíritu ancestral que da vueltas y vueltas sobre sí mismo concéntricamente en torno al sórdido pedestal. De alguna atolondrada manera eso da forma a tu inmaterialidad, la recluye entre los trozos de vidrios congelados por el viento en los serpenteantes túneles de la mente.

La humanidad en sí misma, así como yo mismo y tú mismo, señor Artaud, es un abismo, integro de dolores, conspicuo y pletórico de carnosas y descaradas angustias, rebosante de mentiras que asumimos como verdades y mofándonos con ellas presumimos de nuestra vanidosa tranquilidad. Y al igual que tú, todos tus seguidores habremos de permanecer perpetuamente en esta suerte de oscuridad, extraviados en las tinieblas del pensamiento del hombre, en su mísero y sempiterno ocaso.

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