No, no lo permitiré—me dijo cogiéndome del hombro en actitud de padre compasivo—. Te estaba hablando de tu Pedro I de Iriarte o Primero y te sales por la tangente. Déjame decirte lo siguiente. En el fondo, tú también buscas lo mismo que él. Tú lo niegas en estado consciente, pero luego escondes el juguete de tus sufrimientos y luego comienzas a buscarlo con desesperación. Recuerdo la vez que comentaste que te sentías un nuevo hombre. Fue cuando te salvó la campana, ¿recuerdas? ¿No dijiste que la bondad del señor te había liberado? ¿No prometiste acaso deshebrar el alma humana para encontrar la semilla del amor y la compasión?—Iba a contestarle propinándole una serie de golpes, pero llegó la mujer obesa del vestido entallado y me tuve que contener. La matrona estaba más arreglada. Se había acomodado el rojo pelo, tenía carmín en los labios oscuros y olía intensamente a algo agrio. Nos tenemos que marchar—dijo mi interlocutor—, pero sería bueno que te olvidarás de mí por bastante tiempo y le dieras vuelo a tus pasiones. Ella—y señaló a la gorda que tenía las manos y los pies cruzados— será mi vocera, con ella tendrás que vértelas en el futuro. He cumplido con mi deber y es hora de que te conviertas en lo que debes. Un último consejo. Escucha la música sin oponerte a tus emociones naturales, ama a tu pareja sin razonar mucho y lee sin sugestionarte demasiado. Dedícate a la apreciación artística con un criterio más amplio, lee todo lo que encuentres y aliméntate de renglones, párrafos, versos e ingeniosas ideas. Se levantó, cogió la gorda mano de su abutifarrada compañera, me sonrieron y salieron con pasos cadencioso.

Miré a Ester que estaba encantada con Laura, movían los labios en un baile mezclado de mensajes rojos, verdes, negros y rosas. En el sitio sonaba una composición del grupo La máquina del tiempo que me hizo pensar en las bifurcaciones de la vida. El vocalista insistía con una voz clara y un poco chillona que nunca sabremos qué caminos hay en la vida si dudamos en girar. Pensé que sería bueno hacerlo y me bebí casi completo el tarro de cerveza. Recordé que ya había elegido una vez y que el resultado no había sido tan malo del todo, en ese dilema de izquierda, Laura, derecha, Ruth, adelante, la soledad, atrás Ana, encima, Dios y, abajo, el infierno; escogí la mejor opción. La tenía sonriente delante de mí y me contagió su alegría. La vida me había dado muchas satisfacciones morales y fracasos económicos, pero todo iba bien. El dinero me faltaba bastante, pero en el interior me encontraba satisfecho. Todos mis amigos y conocidos se sorprendieron cuando les comuniqué que canjearía la ingeniería industrial por una disciplina más social y humana. Nadie lo comprendió del todo y me miraron con lástima pensando que era un idiota. Ahora, ya ni siquiera les tenía sin cuidado mi destino porque estábamos demasiado alejados de aquella conversación. Aquella resolución había dividido nuestros continentes con un océano completo y la separación creció a lo largo del tiempo. Ya nadie me reconocía y ellos para mí eran como habitantes de otro mundo al que yo había pertenecido, pero no lo recordaba.

Laura me llenó con su voz, sentí el calor de su melodioso cuerpo que era como el materializado trinar de Tanya Bogdanchikova, la soprano, con sus parvadas de notas siberianas emitidas por su garganta o flauta mágica. Sólo se diferenciaba en la cara porque, si bien es cierto que mi novia era del norte, tenía los pómulos tártaros y los ojos de aceituna en un rostro redondo y no oval como la famosa cantante. Comprendí por qué se le habían magnetizado a Ester los ojos y me reí imaginando una orgía de sensaciones eléctricas dentro de nosotros tres. El aire se empezó a llenar de burbujas de un champan cristalino de plateada uva muy dulce, sonó la gran frase de Laura, “Cuando el discípulo está listo le viene el maestro”. ¿Cuántos maestros habían venido a mí? En persona ninguno, todos se me manifestaban a través de la invocación que les hacía con la pregunta huérfana que me saltaba de la boca cuando releía pasajes bien logrados en los libros, ¿cómo ha podido concebir esto? Me pregunto y entonces aparecen ante mí esos impetuosos artesanos. Los memorizo y se los describo a mis amigos porque nunca he contado con un círculo de intelectuales famosos que me puedan instruir.

Todos mis conocidos han sido unos mediocres bohemios inmunes a la resaca y ninguno, con los años, llegó a escribir algo que valiera la pena en el mundo de los best sellers. Hubo, incluso quien intentó experimentar en carne propia los excesos e improperios de la gran obra filosófica de un ebrio: “Moskva Petushki” para encontrar los principios básicos que le permitieran criticar la sociedad, pero todo sin éxito porque la filosofía era demasiado clara bajo los efectos del alcohol y confusa en estado consciente, por lo que era necesario beber para razonar y curarse la inexistente resaca para descubrir que las bellas e ingeniosas ideas se quedaban en el camino de regreso a la abstinencia.

Ernesto fue el único que siempre llevó su cuadernillo de notas a los bares y con su actitud de periodista Grossmaniano, el autor de La vida fluye, atrapaba en el aíre con un lápiz las ideas ingeniosas o frases que se decían en la atmosfera soporífera del pivnoi bar o, pub a secas. Al final, usó todo el bagaje de sus frases e ideas envasadas para dedicarse al erotismo, sus libros tuvieron poco éxito porque a nadie le interesó el complicado sexo de sus historias y la simpleza de su filosofía amorosa. A pesar de que estaban inspirados en mujeres muy hermosas como las diosas del Dom Kino, el Hollywood de nosotros, o la revista para adultos Maxim o Play Boy local; todos le dijeron que si quería escribir algo que valiera la pena dejara de echarle vistazos a “Grushenka”, un clásico del siglo XVII, también le recomendaron que tirara a la basura sus “Memorias de una princesa rusa”, pero el prefirió leerse y re leerse la colección de la sonrisa vertical y se enamoró de la labia de las autoras francesas y no pudo adecuar sus narraciones a nuestra desarrollada sociedad. El chovinismo que lo invadió de pronto, lo hizo traidor y, aún, cuando su mejor libro pudo haberse vendido muy bien, si le hubiera quitado la opaca costra de la reluciente lengua francesa, se empeñó en mostrar los matices rojo orgasmo, azul salino y blanco impuro y sus críticos, lectores y admiradores potenciales lo privaron de la gloria por presumido.

En fin, de ese círculo de fracasados el ejemplar raro que no había ingerido alcohol y se había grabado algunas de las acertadas frases de los borrachos en su momento más lúcido era un tal Jorge Buenrostro que viendo los fracasos a los que nos veíamos expuestos, actuó de forma contraria a la de Ernesto y empezó al mismo tiempo que él, siguiéndole los pasos a la inversa, es decir, haciendo de espejo. Cuando Ernesto decidía elegir con actitud de Bataille, Buenrostro se iba a lo parco de las deslumbrantes sombras del gris que era lo que la gente apreciaba. Los momentos metafóricos de Ernesto se diluían en el libro de Jorge y no alcanzaban a salir porque eran aplastados con un golpe seco de los lectores decepcionados. Jorge usaba la vulgaridad y evitaba cualquier tipo de abstracción o metáfora. Sólo así, se ponía a la altura de la excitación poética sosa de sus admiradores.

Pensé, mirando hacia la puerta por la que había salido mi guapo interlocutor de camisa de seda con su gorda acompañante de cadera verde olivo, que tal vez Iriarte era aquel que me diría que cuando el discípulo está listo le viene el maestro, pero ¿estaba listo yo? Y si lo estaba, ¿para hacer qué? Además, me había pasado los años tratando de destruir a Pedro Iriarte con ensayitos y reseñas de sus monumentales obras. Mi ataque parecía el de un pigmeo lanzando flechas a un muro de piedra bruta. Iba a auto criticarme con rudeza, pero la mirada de Laura me jaloneó la atención hasta sacarme de mi bache mental. Su mirada, que escondía unos ojales carnosos y arrugados pétalos me hizo comprenderlo todo. Pedí con presteza la cuenta, dejé la propina en billetes arrugados y salimos. Me acompañó a la salida una nube de aclaraciones infundiéndome valor con rayos y centellas. Agité las manos para dispersarla y abrazar con sinceridad a Laura. Con mucha fe hice un certero comentario que deshilo las frases que Ester y Laura no habían desenredado en su cabeza durante toda su conversación. Le temía un poco a Laura en ese tipo de situaciones porque era cuando no soportaba la crítica, ni las objeciones, tampoco la falta de atención o desplantes y era necesario ser un relojero eligiendo las piezas correctas para la charla.

Ya me había encontrado en días pasados atrapado en un remolino de reproches, noches silenciosas y explosiones repentinas de mal humor, así que adopté la conducta de un perro manso. Me pidieron que hablara de algo interesante y no tuve más remedio que cerrar todos los ejemplares clásicos de duro empastado que tenía abiertos ante mis ojos y que se esfumaron como polillas. No es verdad—dije con alegría—que seamos personas impulsivas y que las mujeres estén tan emancipadas como dicen los que no las conocen. Las mujeres—en ese momento las estreché manifestando mi gran aprecio—han soportado toda la injusticia de un sistema fallido que las obligó a ocupar puestos de tractoristas, obreras de la construcción, campesinas y capataces, pero nunca perdieron su feminidad. Tenemos modelos de heroísmo entre las intrépidas aviadoras y las infalibles franco tiradoras que sólo cumplieron con su deber y no eran criminales ni sádicas. Nunca se despojaron de su atuendo maternal de flores de primavera, incluso en esos duros momentos. Cantemos el himno a la alegría por las bellas mujeres.

Por ese heroísmo—continué—, los detalles más simples en los días conmemorativos de El día de la mujer, les exprimen las lágrimas y las anegan de felicidad. La vida es siempre muy dura, el trabajo tedioso e insoportable bajo las condiciones atmosféricas en las que nos encontramos, no hay manifestaciones de gozo y las sonrisas francas se agradecen, igual que las caricias con guantes o manoplas y las palabras de amor insinuadas con gestos de la boca o dichas directamente. Es mentira lo que dicen los que vienen de fuera, los que gozan de un clima agradable que les permite el uso excesivo de piropos y cumplidos falsos. Aquí se es franco y se dice la verdad por más cruda que sea. La expresión clara y directa es fundamental para evitar los malentendidos y la congelación de las piernas y las manos. Nadie cree aquí en las lágrimas espontaneas porque se llora en seco, silenciosamente hasta que resulta imposible retenerlas y entonces se desbordan sin control. Se han perdido demasiadas cosas, vivimos demasiado tiempo bajo un manto de terror que nos dejó áridos los lagrimales.

Cuando se anegan los recipientes de tristeza, la única opción para las mujeres es desahogarla con baldes, trabajan duro para sacar el líquido salino y al final de su jornada se libran de la eterna nostalgia de nuestra tierra, de los hombres que son fieles a otras e infieles al matrimonio. Los hombres nos ayudamos con un proceso contrario porque en lugar de vaciar el recipiente, lo llenamos de alcohol, nos lamentamos del vacío, los huecos de la memoria durante nuestra embriaguez se llenan. Lo hecho y dicho está en un espacio negado e inexistente; en el reino de la conciencia muerta. En nuestra ardua tarea de llenar esos hoyos con el yeso del olvido, desaparece el pasado con sus errores y fracasos. Su imagen es muy vaga en el presente se expande en el aíre hasta romperse y se va. Los moretes y las rencillas se van por esa alcantarilla abierta que permanece siempre con su humo pestilente en algún rincón de la vida. El amor, si surge, es espontaneo, ardiente, temporal e iluso, nos consume rápido y nos ennoblece marcándonos por muchos años, nos inmuniza contra la razón y seguimos impulsados por la inercia a través de un camino de baches profundos en los que la solidaridad sale a flote constantemente, pero de vez en cuando la infidelidad y la traición, nos hacen derramar algo verde con sabor agrio, pero no lo rechazamos, al contrario, lo consideramos parte de nuestra tierra inestable, fría, húmeda, seca, rebosante de pelusa de chopos o de copos de nieve. Querría hablarles más de eso a mis acompañantes, pero iban inmersas en su conversación, chapoteaban como niñas pequeñas en el charco de sus golosinas de juventud y se salpicaban con chistes y bromas como si se tiraran globos con agua.

Al pasar por una calle sin atributos destacables escuchamos una canción sobre las rosas blancas y la esencia de pétalos de terciopelo nos despertó un cosquilleo dentro del cuerpo. No era la del acordeón atormentado ni la armónica textual de la película clásica con la melódica voz de Nikolai Karachentsev tirado en el asfalto mostrando sus bellos dientes al cielo, sino el piano electrónico y la voz de un niño apenas entrado a la pubertad que conquistó el mundo con un ramo de rosas blancas interpretando con voz aguda, en un mes de mayo muy suave, su popular cántico que sepultó para siempre el ambiente gris y tranquilo de la vacía existencia durante el régimen socialista. Esa melodía simple le dio entrada a la nueva ola de occidente que llegó con jóvenes de altos peinados que retaban las posibilidades de la laca. Vestidos con trapos sicodélicos, escandalosos para esa época. Las camisas estampadas, las zapatillas deportivas y los vaqueros decolorados con cloro eran signo inconfundible de la caída del muro del socialismo.

Laura se puso a bailar asaltada por la espontaneidad, me contagió los giros de su vertiginoso baile y los aplausos de mis manos parecían irle espantando unos hermosos pétalos imaginarios que la rodeaban sin cesar en una tormenta primaveral. Ester hacía los mismos movimientos imitando a una lavandera que trabaja a destajo moviendo las caderas en círculo. Muchos curiosos nos miraron de reojo al pasar y con una velocidad suficiente para romper su apatía y se unieron a la rítmica tarea de la elaboración de pompas de jabón y la danza con un fregadero de aire. Algunos jóvenes siguieron nuestro baile con recelo porque les pareció arcaico, pero las cuarentonas y los macizos hombres decadentes, que compartieron esa canción en el pasado, nos siguieron el ritmo con los gritos de las canciones folclóricas. Estábamos anegados de felicidad y se nos escurría por dentro de la ropa, nos salía vapor por los sobacos. Nos besamos entre todos como esporádicos seres hermanados y, al terminar el ritual, seguimos nuestro trayecto como si nada hubiera pasado, nos alejamos disfrutando cada uno sus recuerdos. Más adelante subimos a un autobús para ahorrarnos unos cientos de pasos poco halagüeños y nos dimos cuenta de la demencia de esa noche porque se subieron unos artistas de algún teatro universitario. Se pusieron a interpretar canciones populares

“Oh, helada, helada, no me congeles. No congeles mi caballo de crines blancas. Tengo una esposa celosa, muy guapa, oh helada, helada…”

Cantaron en eslavo, armenio y georgiano. Alguien habló de la desaparecida amistad de los pueblos del bloque socialista soviético. Al llegar a mi piso hicé la cama para que se acostaran Laura y Ester, tomamos un poco de té con dulces de leche, nos dimos las buenas noches, me tumbé en una colchoneta en el pequeño salón y me arrojé al sueño, pero no me vinieron imágenes por la noche. A la mañana siguiente me levanté temprano. La puerta del cuarto estaba abierta y no pude evitar ver una composición admirable y extraña. Ester tenía su pierna sobre la cintura de Laura, las dos estaban en camisón y su sueño era tan profundo que no se notaba su respiración y las hacía parecer una escultura de Rodin. Me iba a dar la vuelta para prepararme un café, cuando la imagen de uno de los cuadros de Zinaída Serevriakova, en particular “Desnudo reclinado” hizo que el pedernal y la pirita chocaran para inflamarme el vientre con unas lenguas chisporroteantes que comenzaron a quemarme poco a poco. Era porque la pintura de la franco-ucraniana era tan erótica y persuasiva como la pose de Ester en ese momento. Me quedé observándola con los ojos a modo de pinceles, fui delineando sus contornos con unas líneas fuertes y gruesas. Creí sentir la tibieza de su hermosa piel blanca. Le pasé, en mi imaginación, la palma de la mano a unos milímetros de su piel, con los pulmones hinchados para no respirar y mantener esa sensación organoléptica. Cerré los ojos y grabé el cuadro en un lugar seguro, junto con las citas y notas de mis libros que estaban en una recamara segura de mi cabeza. Me figuré a mí mismo apoyando con cuidado la cabeza en su pecho, besé sus pezones de gotas de chocolate y miré su boca mal cerrada. Sentí que una fuerte ola me arrollaba hacía sus labios almibarados y rosas. Quería ser un hombre menguante para poder esconderme en la intimidad de su trocada sonrisa, pero apareció la mujer gorda de vestido verde entallado y me frustró el momento. Me jaló con fuerza del brazo y me tiró sobre mi diván enfrentándome con una cara de furia. No dijo nada, pero su actitud y gestos eran los de un agente del Servicio de Seguridad Soviético empecinado en frustrar cualquier atentado al bienestar sentimental de Laura. Podía haberme deportado a los trabajos forzados del destierro por causa de mi atrevimiento, pues sabía que la infidelidad representaría el fin de nuestra relación y era injusto hacérselo a Laura.

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