Se abrió la puerta y apareció Ester. Iba muy arreglada porque estaba estrenando sus trapos, le lucían bien y nuestro piso contrastaba con ella porque parecía una pocilga con los lienzos de Laura rayados con carboncillo o a medio terminar. Las hojas gruesas manchadas con acuarelas se aprisionaron más en carpetas lengüilargas y todo lo que Laura dejaba incompleto en espera de tiempos menos turbulentos se cayó al piso con la corriente de aíre. Las pinturas colgaban de las paredes como anuncios de tiendas de pueblo. Había pliegos de papel vegetal enrollados en forma de coles de mentiras por todas partes. Aparte de eso, las torres formadas con mis libros edificaban un castillo de papel endeble al que se les salían por los bordes las cintas adhesivas de colores indicando los sitios donde se encontraba alguna información o citas importantes. Laura ya había calculado la cantidad exacta de pasajes y frases subrayadas y me predijo que tardaría unos años en revisarlas y aprendérmelas todas. Para mí, eso era subjetivo porque mi confianza en la memoria era pecaminosa y maléfica, ya que cuando quería constatar algo importante, sólo para reafirmar mi ego, me dirigía a los trocitos de cinta, abría el ejemplar y obtenía las caricias de la autoestima. Lo malo era que cuando necesitaba alguna cosa específica fuera de mi casa se me venían a la cabeza, como si se elevaran por el aire como mosquitos, todas las frases innecesarias para chuparme la sangre. Me atacaban en el metro, por las calles, en los sueños y, lo más paradójico, me causaban los peores dolores de cabeza frente a Iriarte. Eso me ponía de muy mal humor porque ante él quedaba como un inexperto aventurero literario. Me veía espantando insectos inexistentes a manotazos, en una selva inhóspita en la que la bestia Iriarte me veía con apetito. Laura se reía porque se imaginaba la cara de estúpido que yo ponía cuando el excomulgado Iriarte me hacía preguntas sobre lo que había señalado en mis libros con tanto cuidado. Para colmo él adivinaba o intuía el momento preciso para hacer sus bromas. «Por cierto—decía el maestro acariciándose la barba—¿Recuerda señor Teriari la conocida frase de Dostoievski al final de Las noches blancas?» Y, ¡Zaz! ahí tenía que quedarme estancado con la mente en blanco y la cara humeante, resistiendo la crítica y las bromas como una mezcla de mayonesa, cátsup y mostaza astringente en los perros calientes.

Laura y Ester decidieron salir a tomar un café en un sitio donde se reunía la gente para matar el tiempo y empaparse de recuerdos de las obras enajenantes de Nabókov. El sitio estaba a reventar de humo, pero no de los cigarrillos; sino del vapor de las pipas electrónicas. Era muy denso unos segundos y luego se desvanecía para que lo sustituyera otro de la cocina y de los samovares, esas enormes teteras antiguas cuadrúpedas con un grifo para verter el agua hirviendo en las infusiones de té verde o negro. Nos dieron un sitio cerca de la escultura de yeso del ingenioso escritor trilingüe, recostado en un diván. Me imaginé que en esa posición le gustaba construir sus escaleras en forma de caracol para La invitación a la ejecución, su ingenioso triángulo amoroso e infernal en La risa en la oscuridad o las fantasías sexuales, que negó siempre y estuvo a punto de no publicar su libro, con la adolescente Lolita.

A su lado había una mesa de lámina pintada de negro con un tablero de ajedrez en el que habían pegado las piezas en la posición de la famosa “Defensa Ludzhin”. Arriba de la entrada a los baños estaba una tabla con el título “Camera oscura” y las chicas llevaban un distintivo de diferentes colores en el pecho con el nombre: “Lolita Vladímirovna”. Había pancartas de los estrenos de la película Lolita en los idiomas que dominaba Vladímir, el ruso, el inglés y el francés. Había más de las versiones de Stanley Kubrik, en la que salían James Mason como Humbert y Sue Lyon quien saltó a la fama gracias a su papel como Lolita. También el filme de Adrian Lyne, en la que Humbert era el atractivo Jeremy Irons y Dominique Swain, la encantadora y sexy Lolita. Las camareras llevaban una minifalda a cuadros, largos calcetines blancos, blusas de amplio escote, peinados ondulados y unas gafas con forma de corazones rojos, pero sin cristales. La especialidad de la casa eran el chocolate espeso, el té con aroma de leche, panecillos rellenos, pastelitos y las rosquillas frágiles que todos los clientes hacían tronar oprimiéndolas con la mano para que chasquearan como huesos de pollo quebrados. En las paredes había, bellamente enmarcadas, acuarelas de insectos y mariposas, hechos no al estilo de Nabokov que no dibujaba tan mal, sino más bien como si se los hubieran encargado a Shemiakin. De ese estilo Laura tenía por cientos, pero de elaboración casera y con su toque personal.

Nos sentamos. Ester quedó en un extremo al lado de la ventana, gozaba del amplio panorama que le ofrecía la callejera pintura de realismo vivo. Laura y yo teníamos un campo visual más limitado porque enfrente estaba un grupo de seudo intelectuales que citaban frases mal zurcidas y recitaban poemas falsos de Pushkin, Brodsky, Ajmatova y Visotsky. A pesar de todo, la alegría y el buen humor se nos filtraba por los poros y nos condescendió una sonrisa iluminando nuestras caras, sobre todo la de Ester que era una sentimental irremediable. Nos dio el menú una de las Vladimínirovnas que andaba cerca y leímos que en el lugar de la palabra menú, decía “Invitación a una decapitación”. Pedimos el té de la casa, cerveza oscura para mí y unos panecillos rellenos de carne, otros de col y arroz con huevo. Nos sirvieron como si fuera por cortesía de la casa una ensalada de modestos pepinos con tomates cherry. Iniciamos una conversación animosa balanceándonos de un lado a otro entre nuestra desparramada prosa y la mal zurcida poesía de nuestros vecinos. Estábamos ataviados con el indiscreto atuendo de expertos traductores y críticos de literatura cuando alguien comentó a nuestro lado que yo me parecía mucho a Raskólnikov. Les contesté que, si tenía en mi sangre genes eslavos, judíos, tártaros, armenios, georgianos y muchos más era muy posible que lo pareciera, pero eso no tenía nada de particular, ya que entre los que hacían el comentario había también muchos parecidos a Mandela en tiempos de hambre o Luther King y Gandhi en la misma situación, aunque este último nunca había abandonado su predilección por el ayuno y su aspecto anémico era natural. Se tomaron muy a pecho mis ingeniosos chistes y para evitar un enfrentamiento de criterios, en el que me tocaba a mí la peor parte, me vi obligado a solventar mis piropos con unas cuantas ensaladas y tarros de cerveza, además de mostrar mi generosidad hacia sus acompañantes que me miraban como un piojo que les estaba causando comezón en la cabeza.

Ester, para colmo, me preguntó sobre mi nuevo profesor de literatura, pero su indefenso cuestionamiento iba dirigido sólo hacia las impresiones de sus clases y no sobre su apariencia física. Luego se volvió para continuar su conversación con Laura y me transporté, para no interrumpirles, al momento en el que me encontraba disfrutando los besos de mi amada Laura entre mis apuntes, sus lienzos incompletos y unas notas de fondo inventadas por Musorski, que, con sus Cuadros para una exposición, lograban que mi embeleso se asemejara en colorido y ritmo a las pinturas del Hermitage. Una crítica muy directa me agrió la saliva y llenó la imagen del aula de la universidad de una verde y opaca textura de la lengua. Les dije, con la mayor gentileza, que estaba convencido de que Laura era la persona más indicada para explicar la semejanza con la que se me señalaba, sin embargo, su respuesta le torció la boca como por el efecto de un bofetón y sus ojos interrogativos me atravesaron. Accedí a su petición y pude llevar un ritmo de conversación cadencioso y alegre como los pasitos de las bailarinas en la composición de Tchaikovski haciendo su papel de cuatro pequeños cisnes, pero la curiosidad de Ester se fue convirtiendo en un camino lleno de baches y piedras, por el que mis blancas bailarinas se rompían los dedos de los pies y caían como cisnes muertos en medio del fango. Perdí la paciencia y le pasé la estafeta a Laura que le empezó a hablar de los temas que tenían en común y me libró de seguir manchando con pintura aguada esa bella imagen abstracta que tenía del Bolshoi con el excelente Tchaikovski domesticando con violines y percusiones a sus jovencitas vestidas de cisnes.

Hablaron de la moda y de los diseños de temporada, de colores y telas que más las atraían. Mencionaron algunas marcas y se centraron en los exorbitados precios que les impedían apretujarse dentro de las reducidas tallas de esas prohibitivas prendas. Parecía que la relación entre la calidad y el precio era el sacrificio aceptado por obtener una satisfacción más que física, psicológica. Les agradecí mucho que me dejaran solo librando mis atolladeros y, como ya estaba mi atuendo de la personalidad lleno de fango por los inclementes lodazales de mi crisis existencial, tendí sobre el barro de la resignación mi capote de indiferencia y me retorcí como un caracol para irme a meditar. No lo logré porque vino a sentarse a mi lado una mujerona conocida por su vestido verde con cara de juez y perfume agresivo. Era mi consciencia que no venía sola, sino con un hombre bajo de bigote muy fino y con seda en forma de peluca, era como Nikolái Gógol. Me gustaron de inmediato sus intensos ojos pequeños, su nariz un poco pronunciada del tabique y su ropa de satín rojo Venecia que era como un marrón ocre y seco. Su chaqueta en forma de bata de estar me recordó un cuadro de Fiodor Moller en el que el padre de Las almas muertas e infinidad de cuentos sobre funcionarios enanos y temerosos, luce espléndido como un dios de los liliputienses. Me saludaron con cortesía, deseaba que saludaran a Ester, pero el ¡Cállate! imparcial de Laura me obligó a enratonarme y mantener una conversación telepática con mis súbitos invitados. No tienes cara de estar disfrutando la velada —me dijeron al unísono como si estuviéramos en medio de una tormenta de arena—. Deberías dejar de pensar en Iriarte y ver la vida como es, sin prejuicios. Diviértete, goza del momento presente, quítate de encima esa carga inútil, no demuestres nada, retírate, eres mejor que él, te lo demostrará el tiempo. Laura, con mucho acierto, te lo ha demostrado educándote con su mente sagaz, además te queremos felicitar por lo del niño. Te advertimos de que si sigues por esa línea de insurrección te verás muy pronto arriba de una mesa— y señalaron a mis vecinos escandalosos de al lado haciendo una escena como la del doctor Antón Ignátievich Kerzhentsev de la obra “El pensamiento” de Leonid Andreyev—. ¿Te acuerdas? Por supuesto, mis queridos amigos—contesté con orgullo—. Recuerdo que el doctor Antón Ignátievich interpretó por primera vez su falso ataque de demencia en público y recitó las siguientes palabras:

“Maldito gordo, con todos los pollos que te has comido esta noche, bien se podría haber dado de cenar a veinte pobres”.

Nikolái y la gorda se rieron porque yo estaba en lo cierto y si yo hubiera podido hacer lo mismo en ese momento, lo habría hecho, pero comenzaron a burlarse de mí y me miraron con picardía. Pensé que lo decían por el humor de la ridícula escena de Andreyev, pero me equivocaba. Más bien mencionaron algo de los “Diarios de un loco” y mirándome con ojos tiernos dijeron que Leonid había terminado en un manicomio. Tu influencia—le dije sin chistar— es enorme en los aprehensibles escritores como aquel, yo y otros tantos que te adoran. Yo te padezco como la epilepsia y pasan los años, mejoro en mi criterio y estilo, me separo del pasado, pero siempre me veo tentado a volver a ti. Esperé su reacción y quise abrazarlo, pero se alejó mostrándome una fotografía como si yo fuera Akaki Akakievich, uno de esos personajes que forman su apellido con un adjetivo o un sustantivo ingenioso como en el del Capote. Me dijo que a mí me quedaría bien Dostoinich, que en su ingenioso juego sería algo así como Merecedor, le pregunté por el mote para Iriarte y dijo que ese ya era Lev el León, que no había nada que aclarar. Me puso el dedo en la llaga y le levanté la voz, sin embargo, me salió un grito real y muy extraño. “¿Qué diablos te pasa?”—me preguntó Laura, que en ese momento vio interrumpida su importante explicación sobre el maquillaje de los párpados para disimular las ojeras, y me puso la mano en la boca para callarme. Le besé la palma y la cogí con cuidado por la muñeca, me eché hacia atrás, sin prisa, y le di a entender que no sucedería de nuevo. Se giró hacía Ester y siguió con sus explicaciones. La acompañante de mi interlocutor estaba muy incómoda, se comunicaba con gestos y miradas agudas y frías, se sentía apretada en su vestido verde olivo, se retorcía mucho y se fue al baño a darse un retoque. De pronto, tuve el fuerte deseo de tirarle a mi amigo la carta ganadora, como en un juego infantil de cartas llamado Durak o El tonto, para preguntarle sobre mi conflicto. Le pregunté su opinión sobre Iriarte. Al principio me miró compasivo, luego se le arrugó el entrecejo y comenzó a hablar.

“Mira, ese Pedro Iriarte con quien tanto te comparan físicamente, no tiene otra semejanza contigo más que la calva y la barbita, de ahí en fuera sois dos seres diferentes porque él es un león completo, ya caducado, agonizante e inútil, pero un león, a fin de cuentas, en cambio tú eres sólo un manso cordero, compruébalo tú mismo. ¿Dime cuál es su origen? ¿Humilde?” —No, de ninguna manera, le dije torciendo la boca y chasqueando muy fuerte.Iriarte ha despilfarrado parte de la fortuna que le dejaron sus ricos padres. Su mujer Bertha lo quería al principio, incluso cuando el muy tonto le confesó las perversidades o perversiones, como quieras llamarlas, que cometió con otras mujeres—como buena esposa agregó levantando la mano— ella le dio muchos hijos y soportó sus largas horas de silencio o sus desagradables comentarios mientras trabajaba en sus interminables historias. Durante la elaboración de sus hilados de larguísimas frases no soportaba que lo recriminaran por su altruismo. ¿Recuerdas cuando se puso a sintetizar el Evangelio? Logró que le permitieran la gloria un corto tiempo, pero luego el sínodo lo excomulgó. Con su trabajo de hormiga derribó los pilares de la iglesia y trató de demostrar que los miembros eclesiásticos sólo vivían para su beneficio y que los pobres les valían un comino, eso no era nada nuevo en su tiempo pues ya lo habían hecho Kierkegard y antes que él muchos otros, luego llegó Nietzsche con su anticristo, Fromm con el dogma de Cristo y muchos más. El caso es que Iriarte se ha convertido en un humilde filosofo doblegado por el arrepentimiento y trata de lavar sus culpas ayudando a los pobres e ignorantes como si fuera un Cristóbal llevando a sus espaldas el peso del mundo. Tú te interesaste —le dije con una sonrisa falsa—por la cultura, el lenguaje y la crítica de la sociedad. Ridiculizaste a la gente de tu época, pero jamás llegaste al atrio de la iglesia con malas intenciones, es decir, serías y, además, no te mofaste jamás del clero.

Bueno—contestó—, mira a Nabókov recostado en su diván—señaló con su delgado dedo índice la figura de yeso—, cámbiale la cara y ponle el rostro de Podkoliosin o el de Oblomov. ¡Oh! ¿Estás loco? —Lo recriminé sin tapujos—. ¡Ya veo que no te andas por las ramas! ¿Cómo se podría comparar a un hombre tan grande e ingenioso con aquellos personajes representativos de la parasitaria, chupatintera y funcionario-burocrática-zarista? Bueno, ¿lo ves? Ya me estás pegando tu forma de hablar, así que mejor déjame en paz y dame la oportunidad de comunicarme con mis anfitrionas.

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