El chico del primero

El chico del primero

Rosario Cortés

01/05/2018

El día había transcurrido como suelen pasar los días. Esos días sin variaciones extremas. Esos celosos días que te aprisionan y te mantienen distante. Distante del mundo, de las cosas, de pequeñas muecas de felicidad.

El día había transcurrido, el chico del primero se lavó los dientes, bajo las escaleras, salió a la calle. Compró unas facturas y las comió camino al trabajo. Entró en la oficina y seis horas después salió de ella escupido por la incidencia del cumplimiento de horario y la mediocridad de hacer siempre lo mismo. Hora tras hora; minuto tras minuto. Se retiró con la cabeza hinchada, con las ideas calcinadas y sin mayores aspiraciones. Se retiró con ese sentimiento autosatisfacción que lo condenaba a vivir detrás de un sucio escritorio toda su vida.

Salió de la oficina como cualquier otro día. Con esa duda de existencialismo en la boca. Con ese sabor amargo que lo llevó a buscar un escape intermitente. Llegó al edificio y ese pesado sentimiento de autosatisfacción lo llevó a hablar con el chico que cuida los autos en la cuadra. El chico que se sienta en un escalón y amablemente saluda a todos los vecinos.

El chico que cuida los autos le preguntó si no tenía algo para comer. Y él vio sus ojos… esos ojos anónimos como los que no tienen ningún lugar a dónde ir. No lo supo en ese momento pero él se reconoció en esos ojos. Y se acordó que no había comido nada en todo el día después del desayuno.

―¿Querés pasar? le dijo.

Y ambos subieron las escaleras hasta el primer piso. Cerraron la puerta, pusieron a hervir unos fideos. Cerraron la puerta y se condenaron a saltearse las bases más importantes del capitalismo y de la propiedad privada, en donde lo mio es mio y si querés algo de él tenés que dar algo a cambio.

Hervían los fideos… el chico que cuida los autos tuvo miedo de ese gesto de amabilidad. Y dudó por unos segundos si era genuino. Dudó si ese gesto en realidad no formaba parte de un plan macabro; de una red de mentiras. Dudó porque nunca había recibido algo sin haberse roto el lomo. Sin haber arrebatado una cartera o haber cuidado algunos autos en la cuadra.

Dudó por unos segundos entre esas paredes, con la puerta cerrada.

El chico del primero miraba cómo hervían los fideos y se sentía orgulloso de haberse salteado la rutina, se sentía orgulloso de no cenar solo, de compartir un poco de sí con un extraño. Miraba cómo hervían los fideos pero el chico de los autos tuvo miedo: tomó unas tijeras y se las clavó por detrás, directo en el cuello.

El chico de los autos esperó unos segundos…

Y se comió los fideos.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS