Sé que la iglesia, a través de la mano siniestra de la Santa Inquisición, desde tiempos inmemoriales, se ha encargado de extirpar todos los demonios que rondan en la tierra, pero siempre han buscado los demonios afuera, en las calles o en los laboratorios de alquimia donde se construye la piedra filosofal, y nunca dentro de cada uno; pues bien, les voy a contar mi historia, para que una vez arda en la hoguera, nunca olviden que cada uno tiene sus propios demonios dentro.

Soy un uno de los miembros más importantes del Santo Oficio, pero mi trabajo no ha sido capturar demonios para lograr indulgencias como ustedes sino, al contrario, estudiar los documentos publicables del reino y, sobre todo, prohibir, de ser necesario todas las publicaciones que atenten contra los dogmas de la Santa Madre Iglesia.

Me dedicaba a esto una noche lluviosa, de insomnio, iluminado nada más que por un par de velas viejas cuya llama titilaba cada vez que mi respiración se alteraba al pasar de las páginas amarillentas y polvorientas de un libro que, literalmente, se alimentaba de mi alma. Admito que había comido poco, porque, además, la comida escasea por estos días. Y, sí. Estaba bebido, no mucho, claro. Mis votos me obligan a llevar una vida austera, célibe, consagrada a los libros, a la lectura de la palabra de Dios y a las obras sagradas de los santos. Yo, ingenuo de mí, débil de voluntad, me estaba extraviando por un laberinto infortunado y me iba hundiendo palabra a palabra en las aguas cenagosas de cada idea de ese libro extraño que tomaba entre mis manos, cada vez con más ahínco.

Era metódico. Mi sistematicidad, aprendida desde luego en los monasterios más importantes de Europa, me obligaba a no descuidar ningún detalle en mi búsqueda y, es por eso, Santos Padres Inquisidores, que de algún modo extraño, nos parecemos. Revisaba con mi lente de aumento todo, incluso los grabados y las notas diminutas, pequeñísimas, al margen de las páginas gastadas de ese libro grueso de tapa de cuero negra que desenterró mi demonio más temido, aquel que había apaciguado con ayuno y abstinencia, con largas horas de oración en la capilla del monasterio en el que me encontraba cuando mis captores me quitaron el preciado tesoro de los libros y, me vedaron toda escritura, a no ser por esto que escribo con sangre en estos muros de piedra que contienen mi arrepentimiento.

Y ahí estaba yo, atrapado entre mi carne y mis fluidos, exacerbados mis sentidos hasta el borde del delirio, arrodillado ante mi lujuria, mi demonio más temido, el demonio que me ha asediado aún en mis noches más apacibles, sin saber de dónde o cómo, la lujuria se hacía llamar Giselle y era tan bella como un elfo de los bosques lejanos y encantados, era divina como Dios e inexplicable como un dogma; me dijo que me acercara, que la rodeara como a un misterio que se abraza con el corazón amoroso de un discípulo, que tenía rostro y forma humana más allá de la palabra demonio y, fue entonces, que renuncié a mi fe, a mi Dios, y a mi oficio de censor, incliné la balanza de mi amor hacia una degradación poco razonable, y me convertí en lo que siempre había negado ser detrás del juramento de mis votos y ni ustedes ni su inquisición conseguirán que muera -así me quemen esta noche en la hoguera- porque soy inmortal y tengo la vida eterna para vengarme.

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