Para Elias Buitrago Bolívar

Subí noche arriba -a la cumbre sin caminos- deteniendo solamente la marcha para que la respiración se acomodara a la prisa, y mis piernas fatigadas se pudieran estirar entre los abrojos y los frailejones del sendero, iba acompañado por fantasmas presurosos que vestían recatada niebla, las piedras afiladas rasgaban mis zapatillas de hierba y las ramas de los tramos estrechos descosían mi camisa de luz, y aunque pocas veces mis ojos de frío se angustiaban, sentí la noche cóncava y sola, aullaba alta y escarpada la cima pocas veces ruidosa a no ser por la lluvia que habitaba, por las voces del viento sin origen que congelaba mis orejas y mis articulaciones, no obstante caminé por esos desfiladeros obstinados en llamarme a su espesa profundidad nocturna, creí oír lobos hambrientos asechándome, y como supuse que alguien más me había seguido desde la noche anterior, desvié varias veces mi ruta señalada en el viejo mapa de piel de carnero que había encontrado en la tumba indicada por el viejo prisionero la noche antes de morir entre mis brazos.

Era marzo, y ese año muchos viajeros se habían extraviado en aquellos parajes inhóspitos por alcanzar la cima donde, según leyendas de presos, habían enterrado un tesoro memorable. Pensé, en medio de mi desolación, que yo sería uno más de ellos, extraviado, sin destino, y que mi alma vagaría sin rumbo por toda eternidad, y sin nunca alcanzar la meta. Pronto, la noche más honda me cubrió con su más lúgubre manto e hizo más sinuoso, lleno de pliegues extraños el trayecto. No había atisbo de luces por ninguna parte. Ecos, enrarecidos ecos llevaban mis oídos de angustia. Solo el viento que subía desde temprano por entre los riscos más pronunciados colmaba de esperanza mi camino.

De pronto oí un aullido, un chillido semejante a una premonición antigua, un viejo terror escondido no se sabe dónde, un alarido pretérito que paralizó mis ánimos de viajero intrépido y de trail runner experimentado en precipitados ascensos, y un escalofrío heló de súbito mis huesos como en esas novelas medievales donde un mal maligno convierte a quienes lo desafían en estatuas de piedra o en polvo del camino. Caí de lado, sin alientos, me rendí a las fuerzas -para mí ocultas hasta entonces- de la noche total, y no pude continuar mi fuga. Dormí entre cardos y cactus espinosos a un lado del sendero, en un charco helado donde toda mi carga se fue a pique, y con tan solo unas pocas provisiones (panela picada y agua) acampé bajo la noche ancha y larga como el infierno.

Era necesario salvarse de aquel laberinto ascendente de círculos dantescos, de aquel fuego invisible que me consumiría por completo como a aquellos otros aventureros ineptos de las no recientes leyendas que contaba el viejo prisionero: muchos de los que subieron conmigo, decía, pocos en realidad lo lograron. Nunca regresaron para contar lo sucedido. Sólo yo, milagrosamente exonerado de esos ardides del destino por mi ceguera, -no metafórica, por cierto-, volví para aguardar la muerte, libre al fin de la eternidad monstruosa, entre los barrotes de esta prisión. Prefiero aguardar mi destino, pálido y enfermo, que enfrentarlo como un monstruo. Sí. Era como el aire cerrado y negro de la noche honda, era como una alucinación premonitoria creciendo muy dentro de nosotros mismos, era algo siniestro en la montaña. Esa era mi condena, no ésta, física y efímera, y por lo tanto, transitoria: ir sólo, sombrío, sórdido, y convertirme, por obra y gracia del destino, en un abominable monstruo.

Amaneció.

Las nubes ligeras se apelmazaban en el horizonte enrojecido a medida que el sol surgía de entre las colinas como recién parido, y la lluvia se cernía temblorosa en la altura de la montaña. Iba solo, yo, hijo de navegantes llegados a estas tierras hace siglos, qué iba a saber entonces que perduraría en un linaje maldito por siempre. En fin, ascendía, aspiraba el aire por momentos lluvioso y cóncavo; otras veces, sin embargo, nauseabundo, caliente y fétido como el aliento de un murciélago que vuela sin rumbo fijo infectando todo a su paso; me sentía horrible, putrefacto. También sufrí náuseas, mis tripas crujían a veces, extrañamente tenía reseca la lengua y la piel pero no quería agua, buscaba repentinamente la savia de la vida, me entró insólitamente el delirio de beber del cáliz de la inmortalidad, bañarme en la sangre de Cristo.

Ya no podía girar la rueda del tiempo hacia atrás, la suerte estaba echada, los dados en su rodada me deparaban sus lados menos domeñados y sin número; seguí ascendiendo como pude por entre los desfiladeros que doblegaban mi peso, incluso sin temer las peligrosas rocas puntiagudas que rasgaban mi ropa y el viento que aullaba como un lobo en luna llena, subía sin temor ni más pretensión que cumplir con la proeza de alcanzar la cima, de besar la cumbre e inmortalizarme en la gloria de esa altura inexplorada por el hombre; mas sólo al final de este forcejeo con la naturaleza, -como lo creía al principio porque, después supe, la lucha era conmigo mismo-, comprendí lo que el viejo en la cárcel insinuó -aunque vedado: sentí mi sangre helada, mi cuerpo no fatigado ante el día naciente bajo el sol iridiscente en lo alto, no tenía ni hambre ni sed de agua, -tal vez de sangre, no lo sé-, y muy pronto estuve elevándome sin el menor esfuerzo o atisbo de ira, contemplé por un instante entre las altas nubes lluviosas mis posibilidades infinitas, parecía que así, de ese modo aceptaba el doble juego de Dios al burlarse de mí volviéndome una criatura imposible alejada de la luz divina de su gracia, y ser odiado por los hombres e inmortal hasta el aburrimiento; pero lo terrible aún estaba por sentirlo: despertar como de un largo, largo y prolongado sueño.

Sí, me desorbitaba jubiloso en la cima, premio a todas mis angustias y fatigas, culmen de mis dichas, la terminación de todas mis desdichas, y sin embargo un súbito estremecimiento de horror paralizó mi sangre justo en medio de mis gritos de victoria: no sólo estaba rodeado de cadáveres sino que su sangre me bañaba por completo; no era yo el Cristo anhelado que soñé de niño: mis manos semejaban garras, mis piernas arqueadas eran monstruosas y de mi espalda brotaban como alas de vampiro medieval: yo era el asesino de quienes pretendieron alguna vez alcanzar la cima; y al complacerme en mi desdicha así aceptaba mi condición infernal hasta el final de los días; así, sin ninguna explicación, sin ánimo de volver atrás el tiempo, me quedé vivir en estas cimas escarpadas que todavía aterrorizan a los intrépidos viajeros -que hoy día creen en leyendas de tesoros enterrados en estos picos rocosos, custodiados por una inmortal criatura que aceptó su condición monstruosa de vampiro, por ser el único demonio hijo de satán en contemplar, eternamente, la gloria de la cumbre.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS