Dos mujeres con un cartel en el pecho: «Atención, estación en curva»

Dos mujeres con un cartel en el pecho: «Atención, estación en curva»

Alicia Perea

29/04/2018

“Destino”, sustantivo masculino definido en la RAE como:

Encadenamiento de los sucesos considerado como necesario y fatal.

Ariadna había vivido con miedo la mayor parte de su vida. La otra media la había pasado intentando no temblar. Y leía. Leía mucho. Como hija única con padres cosmopolitas e hiperactivos, había conocido la soledad a los diez años de edad. Entonces empezó a escribirlo.

Eli fumaba demasiado y frecuentaba bares oscuros. Allí nadie conseguía brillar. Llevaba tanto tiempo huyendo que ya no recordaba el camino de vuelta a casa. Hoy era uno de esos días en los que los pulmones le pesaban y las piernas tiritaban y se juraba a cada vaso de agua, fresco y limpio, que por fin cambiaría de vida.

Tan equivocada no estaba.

Ariadna era excepcional, espontánea y triste. Le gustaba el mar, las chicas antipáticas y los aviones. Si una lo piensa bien, no era una combinación tan extraña.

El eje central siempre había sido el vértigo.

Ya se sabe, el miedo a caer y las ganas de saltar, a partes iguales.

Tenía decidido que por fin iba a huir: estaba sorteando el destino, sin saber que el destino en realidad le sorteaba a ella.

El destino, una vez más, se reía en su cara sin ningún tipo de escrúpulo.

Allí donde Eli iba, llamaba la atención. Con el pelo rapado y ojos de no haber roto un plato en la vida. Corazones, sí. Corazones muchísimos.

Eli creció en su ciudad de mentira, lo observó todo, quiso, la destrozaron en trocitos irregulares y se aisló. No había mucho que hacer. Había pasado la vida intentando destruir todo lo que alguna vez le había hecho daño.

Iba dando tumbos por el mundo, como un perro rastreando a su amo. Menos porque ella no le pertenecía a nadie. Había nacido libre y salvaje y así iba a ser siempre.

Ariadna era el otoño hecho persona. El pelo cobrizo, como lleno de fuego; los ojos amarillos, apagados, profundos, húmedos. Había salido poco de su ciudad; podía contar las veces con los dedos de sus dos manos. Miraba al cielo y las nubes se sonrojaban. Le faltaba poco para que le saliesen alas y se echase a volar.

Creyéndose humana, mortal, compró un billete sólo de ida una noche tonta de martes.

Una llamada sacó a Eli de su trance habitual. Descolgó aún sin prestar mucha atención. Una voz áspera y semi conocida le ofreció trabajo en un país extranjero. Vaciló un momento. La habitación, aún virgen, ajena a su vida emocional, destartalada, como una cara sin expresión, le gritó que huyese. E hizo eco. La respuesta fue rotunda.

Una maleta se llena de ropa oscura y amarilla, como el invierno y el otoño peleando por el papel protagonista.

La otra, huele a recuerdos de lo que ahora parece una vida anterior. Y la ropa interior que le hace sentir guapa. Dos pintalabios. Todos los libros que alguna vez ha olido y acariciado.

La primera maleta está llena de “por si acasos”, la segunda pone mueca de fastidio por el vacío inabarcable.

Una rueda hasta el aeropuerto en taxi, con pena, tres horas antes. Mira su ciudad e intenta no pestañear ni un momento. Cerrar los ojos sería perderse los últimos momentos en el lugar que le vio andar y caer enamorada precozmente.

Es probablemente la primera vez que vuela sola. Cenará en Barajas del tuper que se hizo anoche.

La otra llega tarde y en autobús, totalmente indiferente al invierno que acecha y le congela los huesos. Se muere por fumar otro cigarro. Tiene sueño. En un momento, también le asaltan las dudas. Pero las espanta, como ha hecho siempre, sin permitirse sentir nada que le haga tambalearse del todo. Abandona Madrid sin mirar atrás.

Esa noche, la ciudad que dejan los pasajeros a sus pies empequeñece hasta que acaba desapareciendo. Eli piensa que ella en realidad se siente igual.

La chica pelirroja de su lado sonríe de tristeza y cierra los ojos. Los ojos húmedos, profundos, apagados, amarillos.

Se contagian el bostezo de las 5:04 a.m. y eso les hace reír.

El destino se ríe aún más alto.

Ariadna abre un libro, a sabiendas que no será capaz de dormirse de los nervios.

La chica del pelo corto de su lado ojea la página que lee su compañera.

Ariadna susurra en voz alta, sin pensarlo: “Elegimos el camino más largo para llegar a casa, pero ya estamos cerca”.

Y mientras ella sonríe y tiembla, a Eli algo se le rompe por dentro.

Reconoce esa voz por encima de muchas otras aunque sabe que nunca la ha escuchado. El trance estalla, vulnerable como una pompa de jabón.

Y como la primera y la tercera vez que dos personas conectadas se reencuentran, el mundo para por un segundo, aunque el resto de los pasajeros no se dan cuenta.

Eli de pronto siente que está volviendo a casa, aunque jamás ha pisado Alemania. Ariadna aún no lo sabe, pero jamás va a volver a sentir miedo.

Inevitable, como el presagio del oráculo, como la tormenta en Abril, como el suicida en Navidad.

Necesario y fatal, exceptuando lo segundo y lo primero.

En realidad la vida es tan obscena, cursi y cruel que, si no fuera por esos números causales en sus billetes de avión, otro de sus caprichos habría sido cumplido.

Eli habría seguido perdida y Ariadna probablemente hubiera preferido arder.

Ya no.

Esa mañana desayunan juntas en una cafetería carísima que no piensan pagar.

Amanece el primer día de su séptima vida juntas.

F I N

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