Permíteme. Enséñame.

Permíteme. Enséñame.

Es un bulto menudo, casi avergonzado de llamar la atención, apenas llamativo en la sala lunar, bajo la sábana blanca.

Hace un momento, los gritos gritados hacia dentro llenaban la ventana, por donde, ahora, una plegaria muda, cabalga sobre el miedo desbocado.

La plegaria es un dúo condenado a no escucharse.

Permíteme peregrinar la vereda, enséñame a cultivar la raíz, dulce, que me lleva a ti

La voz cobarde que dice ‘lo siento’ se rompe en un sollozo avergonzado, culpable.

–No llores, cariño, tienes que darme otra oportunidad –dice la voz.

Una caricia exige a una respiración (cercana, casi sosegada, apenas acezante) y descarga y alivia y justifica a un corazón cobarde.

–Por favor, cariño, no tienes por qué sentirte culpable –exculpa, generosa, la voz a la respiración que ya no llora.

La plegaria, lo que pudo ser, continua a dos silencios.

Permíteme yacer a tu sombra. Enséñame a ser tu mitad necesaria.

¿Qué sé? ¿Qué soy?

Soy el miedo, que si enciendo la luz lo veré en tus ojos, que no saben acusar, desnudo, cómo el temblor de tu piel si la rozo con mi mano, embridado como ella, para que no rehúya el contacto de mis dedos.

La plegaria, las palabras que no fueron, muere en el silencio de dos voces.

Permíteme profundizar la manera. Enséñame a enterrar el fruto, amargo, que me aleja de ti.

Una plegaria vacía que llena de esperanza unos ojos, casi sosegados, apenas acezantes, que necesitan creer, indefensos, vulnerables, fiados de unas palabras con fecha de caducidad a la vista (la próxima vez que el velo, rojo, vele los ojos, y se alce la mano que, ahora, acaricia la piel, donde casi no se ve, apenas se nota la fea mancha morada, que mañana devendrá verde-azulada.)

¿Qué sé? ¿Qué soy?

Soy el miedo letal, latente, y que si no abro esa puerta, que no puedo abrir porque te quiero, cariño, porque te necesito, no veré salir por ella esa maleta, si cariño, la que subí por la escalera, hace seis meses, ¿te acuerdas?, tú subías a mi lado, colgada de mi brazo, asustada, incrédula aún de haber encontrado un refugio, tuyo, un alero seguro, nuestro.

, cariño, que te estás diciendo, ahora, una vez más: ‘¿Por qué no, si sabes que te quiere?’

Por eso sé que esa maleta no saldrá por la puerta que ¿lo entiendes, cariño? No puedo abrir, porque eres mía.

El miedo casi olvidado, apenas presente y los cabellos güeros se mecen en los cabrilleos del amor, que perdona y los ojos garzos se cierran en un suspiro, que alivia y un vientecillo de verano cubre los cuerpos, menudo el de ella, encima, que aman, con un edredón cálido.

La puerta se abre y la mirada comprende, un instante antes de que un velo, rojo, vele los ojos.

¿Quién soy?

Soy un bulto menudo, intentando pasar desapercibido, acurrucado sobre el frío del acero.

La puerta se cierra con la corriente de aire (con golpe de punto final) dentro queda, abandonada, una maleta. A simple vista parece pesada, pero quién se atrevería a ponderar el peso de las esperanzas, las ilusiones, tronchadas, malbaratadas, de una mujer.

¿Quién soy?

Soy un dígito que incrementa la estadística, que todos lamentan, que nadie remedia.

¿Qué sé?

que muchas veces una mujer solo dispone de una oportunidad para equivocarse. que si cruza el umbral equivocado puede que no regrese. que hoy, cuando yo ya no soy, un cobarde rúmia su cobardía y una orden de alejamiento se viola y una maleta queda, abandonada, tras una puerta.

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