—Bueno, me tengo que remontar mucho para responder… Empecé a robar pequeñas cosas en casa de mi vecina, quien tenía todo lo que salía por la tele. Yo no podía entender por qué a ella, que a todas luces era una pánfila, le regalaban todo aquello y a mí no. ¿Qué méritos había hecho? Para colmo, cuando estábamos en su casa no quería jugar con sus juguetes ni dejaba que lo hiciese yo. Todos decían que como era hija única, no estaba acostumbrada a compartir. Pero eso no explicaba por qué sus padres le compraban tantas cosas. Pues bien, a pesar de que yo adoraba sus juguetes nunca robé ninguno, jamás se me pasó siquiera por la cabeza. Pero sí robé otras cosas. Lo que me fascinaba era una caja de cartón situada en la última balda de una de las estanterías del despacho que su padre tenía en la casa. En ella había un montón de bolígrafos y rotuladores de colores, lapiceros de puntas afiladas, gomas de esas que olían a nata, libretas de tamaños diversos y otros artículos de papelería. El que me tenía obnubilada era una maquinita para imprimir etiquetas. Elegías el tipo de letra, el tamaño y listo: ahí tenías tu nombre impreso en una etiqueta blanca, azul o transparente para ponerlo en tus posesiones más valiosas, en mi caso, mis libros. Me gustaban tanto esas etiquetas que nunca llegué a utilizar todas las que me hice, esperando tener entre mis manos un libro que fuera merecedor de marcarlo con mi nombre.

La «legitimidad», por así decirlo, para robar la había obtenido de mis padres poco antes, yo tendría unos siete años. Estábamos en un gran hipermercado, el más grande que jamás había visto. No estábamos acostumbrados a ese tipo de superficies, vivíamos en un pueblo y allí las tiendas seguían siendo pequeñas. El caso es que no sé en qué momento fui consciente de que mis padres empezaban a preguntarse que si no había dependientes mirando, ¿quién se iba a percatar de si mi madre metía una barra de labios en su bolso? Lo cierto es que me dí cuenta del tejemaneje y también de que algo saldría mal. Como no podía ser de otra forma, una vez mi madre pasó por el arco de la caja registradora, una alarma empezó a sonar. «¡Qué pardillos!», recuerdo que pensé ya entonces. Cuando salimos hacia el coche mis padres estaban tan abochornados que no se volvió a hablar del tema. Supongo que habría correspondido que ellos nos explicasen lo ocurrido a mi hermano y a mí, señalando el error que supone el intento de robar, no porque te vayan a pillar, sino porque está mal hacerlo. Sin embargo esa charla no se produjo y yo solo recuerdo que me pasé el resto de la tarde dando vueltas a cómo lo habría hecho yo para atravesar el arco de control sin que saltase la alarma.

Ya entrada la adolescencia, hubo una temporada en la que me iba sin pagar de los bares cuando salía por la noche. Nos íbamos de free, como nos gustaba decir a las cuatro amigas que formábamos el grupo. Supongo que todo empezaría una noche en la que el bote se acabó demasiado pronto y consideramos que no era el momento de bajar el ritmo. Conocíamos los bares de la Parte Vieja de memoria, sabíamos donde tenían las cervezas, donde la ginebra… La estrategia, sencilla a más no poder, consistía en pedir todo lo que nos pensábamos llevar sin pagar: «Un katxi de vodka con naranja, dos de kalimotxo con mora y otro de Beefeater con limón». Cuando ya lo teníamos todo una de nosotras decía: «¿No ha pedido Ana una cerveza?», en el caso de que fuera la cerveza lo que estaba en el otro extremo de la barra. Cuando el camarero volvía con ella nosotras ya habíamos entrado en el bar de al lado. Simple, pero infalible. Los camareros en aquella época eran sobre todo estudiantes, en ocasiones compañeros de clase, por lo que también había que tener en cuenta esa eventualidad: si ibas dos veces seguidas al mismo bar, a la tercera no te servían. Afortunadamente solían cambiar a menudo.

Más tarde, si bien no demasiado, aprendí que siempre hay un hombre en la barra de cada bar dispuesto a pagar las copas a chicas como yo. Y lo que es más, lo fácil que es robarles a continuación la cartera.

La denominada Parte Vieja tenía la fama de reunir la mayor concentración de bares por metro cuadrado de toda Europa. Se componía de cuatro o cinco calles principales y unas pocas más secundarias en las que no había otro tipo de establecimientos. De hecho, la mayoría de ellos solo abrían los fines de semana por la noche. En sus calles peatonales, estrechas y entrecruzadas había varios bares a los que se podía acceder desde varias de ellas, creando así un laberinto.

Los años ochenta y noventa fueron su época de esplendor. La ofensiva de ETA contra la droga en Euskadi propició que la localidad, justo al otro lado de la muga, se convirtiese en el punto de encuentro ideal tanto para consumidores como para traficantes. Se decía que la droga se movía más segura a través del tren y en la localidad no hacía falta hurgar mucho para ver los efectos. El reclamo que suponía una pequeña ciudad donde se hacía la vista gorda con el tráfico de drogas y en la que el ocio nocturno se prolongaba hasta bien entrada la mañana, supuso la afluencia masiva de gente de los pueblos y ciudades de alrededor durante los fines de semana, con lo que sus más de 60 bares estaban siempre repletos.

En este contexto, hacerse con un par de carteras llenas en un santiamén era relativamente sencillo. Por lo general, me limitaba a vaciar la cartera y devolvérsela al propietario sin que se diese cuenta, solían estar tan pasados que en la mayoría de las ocasiones creerían que lo habían gastado o perdido todo.

Había un bar, el Kaixo, en el que me gustaba «actuar», por decirlo de alguna manera. Era un sitio lleno de cuarentones y era muy fácil escabullirse si la cosa se torcía. Hoy en día, como la mayoría, está cerrado.

Recuerdo la última noche que entré allí. Había dicho a mis amigas que me iba a casa. No necesitaba muchas más excusas, alguna vez me las había encontrado después de escaquearme, pero iban tan borrachas que siempre pensaban que me lo había inventado para liarme con algún tío del que no quería que supiesen. Aquella era una noche de tantas, había estado ya en otros dos de los locales habituales. En uno había birlado una cartera a un niñato creído que no llevaba un duro a pesar de que se las daba de manejar. Tenía las manos muy largas y tuve que huir por la puerta de atrás antes de que metiese sus dedos en mis bragas. En el otro no había gente interesante, «receptiva», digamos, y decidí marcharme sin esperar mucho tiempo al ver una cara conocida entrando en el local. No recuerdo que supiese quién era, seguramente algún desgraciado al que había robado la cartera antes. En todo caso, estaba cansada y no quería contratiempos. En aquella época estudiaba en la universidad y apenas iba a casa un fin de semana al mes. Tampoco salía siempre de caza, ya que se corre el riesgo de que los camareros te identifiquen como prostituta si eres una habitual solitaria de las barras esperando que un tío se te acerque. Aquello es un pueblo y los rumores se propagan con facilidad.

Al cabo de un rato hablando en la barra con uno de los camareros nuevos, entró en el local un hombre de unos 35 años al que no había visto nunca antes y que de inmediato me llamó la atención. Huelga decir que estas cosas funcionan mejor si entre tú y el tipo al que vas a desplumar existe cierto grado de atracción sexual. Y es que a cualquier tío, perdonad la grosería, le pones la mano en la polla y ya no puede pensar en otra cosa, por lo que si eres hábil le levantas la cartera sin que se dé cuenta. En este caso me tocaría sudar, pero la excitación que supuso en mí el reto de birlarle la cartera a aquel ejemplar me hizo olvidar el cansancio y las ganas de que terminase pronto la noche.

En estas ocasiones hay que actuar rápido, no puedes permitirte que una cualquiera se acerque primero a la presa y estropee tu plan. Así que conté hasta tres, respiré hondo y me dirigí con paso decidido hasta donde él estaba. Puse mi mejor sonrisa, eso se me da bien, y le miré a los ojos como si nos conociésemos de antes. En estos casos la mejor táctica es la del «venga, no me digas que no te acuerdas de mí… bueno, qué se le va a hacer, hablarás con tantas chicas espectaculares cada noche que no reparas en las del montón». Comprobado, no falla. Nunca.

Atraes de esta forma su atención y luego le dices: «Bueno, para evitar incomodidades vamos a hacer como si nos acabásemos de conocer. Hola, me llamo Berta». Y ya le tienes, para ti para toda la noche. Así es como funciona esto. Ya en la barra hay que procurar pedir chupitos. Se beben de un trago y si consigues que mezcle, el alcohol tarda poco en hacer efecto. Siempre he sido muy torpe y era habitual tirarme el contenido de esos pequeños vasos encima. Ya me entendéis. Te haces un poco la borracha cuando ves que la cosa marcha y te tropiezas reiteradamente contra su pecho. Le acaricias levemente cada vez que te separas de él… Está todo inventado, no os voy a desvelar nada. Y llegado el momento le dices que te vas al baño, que no sabes si vas a poder llegar sola… Mientras lo dices, le pasas un dedo por el pecho, alternas la mirada de sus ojos a su boca, te muerdes ligeramente el labio inferior y te vas dando un traspiés. En un 90 % de ocasiones le tendrás detrás de ti en pocos segundos.

Echar un polvo en un baño siempre es complicado. Como fantasía está bien: un sitio público, la gente aporreando la puerta y esas cosas, pero en la práctica esos cuchitriles son tan pequeños y están tan sucios que es difícil encontrar la postura. Pero es que Unai era tan grande que necesitaba un sitio como aquel, incómodo, para poder echar mano a su cartera sin que se percatase. Como os podéis imaginar el intercourse apenas duró unos minutos, no era lugar para preliminares ni gaitas. El tío me gustaba y había pensado pasar con él la noche aun a expensas de no desplumarle, pero me había dicho que tenía que irse pronto, así que no tuve opción. Intenté recomponerme y le dije que me dejase mear tranquila, que me esperase fuera. La idea era sacar el dinero y devolver la cartera al interior de su chaqueta antes de que pudiera llegar a la barra, aprovechando los empujones de la gente. Pero en cuanto abrí su abultada billetera supe que tendría que salir corriendo de allí.

Respiré hondo, allí había más de 2.000 euros en billetes. Aunque acababan de entrar en circulación apenas unas semanas atrás no había bebido tanto como para no darme cuenta de que era más de lo que había pensado sacar en una noche. Además había también un DNI y un atillo con lo que adiviné sería cocaína, varios gramos en bolsitas individuales. Me había imaginado que se trataba de un camello, pero aquello era mucha pasta. Parecía evidente que acababa de limpiar a un mando intermedio de los que movían el cotarro. Felipe Martín Gonzalo, el vasquito con aire jarraitxu había resultado ser un maqueto. Tiré la cartera vacía en el contenedor para compresas y abrí la puerta con cuidado pero una ola de protestas me hizo desistir del intento de divisar a Unai/Felipe antes de salir del todo del baño. La cola de mujeres para entrar llegaba hasta la mitad del bar y la aproveché para esconderme y salir por la puerta opuesta a aquella por la que él había entrado. Corrí hacia el bar de enfrente y entré, traté de serenarme para no llamar la atención, sabía que pronto empezaría a buscarme y no quería ponérselo tan fácil. Aquel bar también tenía una salida por atrás que daba a la zona del río. Por lo general esa margen estaba llena de colgaos pinchándose pero no me quedaba otra.

Entré en paranoia, creía que todo el mundo me miraba y me puse tan nerviosa que eché a correr hacia el puente del ferrocarril. Para ir desde la Parte Vieja a mi casa tenía que cruzar obligatoriamente el río. Desconocía si podía acceder al puente de las vías, pero las otras opciones eran más arriesgadas pues debía volver a la calle del Kaixo para llegar a cualquiera de los otros dos puentes. Por otro lado, desconocía si Unai/Felipe iba acompañado pero de seguro que no irían a buscarme en aquella dirección. Al final, con el subidón de adrenalina salté la valla metálica y crucé el puente por las vías rogando no romperme un tobillo y que no apareciese un tren, claro. Ni que decir tiene que pasé varios meses sin aparecer por allí.

En otras ocasiones robé por necesidad, pero esas no cuentan. La mayoría de las veces lo hacía porque podía hacerlo, ¿acaso puede haber otra razón más importante? Y sobre todo porque sabía que no me pillarían. En la vida me he cruzado con muchos pringaos. Es de los que más se aprende. Así que sí, a la pregunta de si alguna vez he robado, he de decir que sí, he robado muchas veces. Me he enrollado un poco, ¿no?

—No, no te preocupes, está bien. Solo una cosa más: ¿te han pillado alguna vez?

—Nunca. No corro riesgos. Solo puedes tentar una vez a la suerte, yo ya tuve mi susto. Además, si me hubiesen pillado, ustedes lo sabrían, ¿no?

—No tiene por qué, podría no haber mediado denuncia. En todo caso, le agradecemos su sinceridad. Complete estos tests y cuando acabe puede irse. Nos pondremos en contacto con usted en los próximos días. Buena suerte.

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