La luz azul del monitor es lo único que permanece. Todo lo demás se desdibuja a su alrededor, como si el resto de la habitación hubiera sido devorado por una niebla blanca, reciclada y sin olor. Mis dedos flotan sobre las teclas, advierto el temblor: imperceptible para cualquier otro, pero notorio en la inflexión final de cada frase, un error que la IA corrige antes de que llegue a verse en pantalla.
Pienso: “Debería empezar por el último párrafo.”
Asocio, casi sin querer, la estructura del texto al ritmo del aire acondicionado. El sonido no es mecánico, más bien cómplice de una asepsia acongojante. ¿Dónde termina mi voz y empieza la de la máquina?
He dejado abierta la conversación de chat. No recuerdo si fui yo quien la inició, si la IA esperó mi mensaje, o si simplemente el algoritmo simuló cortesía. El cursor titila, una metonimia de la espera.
—Resume mi manuscrito —tecleo.
La respuesta tarda lo justo para parecer humana.
—Tu obra explora la disolución del yo creativo en la era de la automatización. La voz narrativa deviene múltiple pero sin artificio. El conflicto central es la búsqueda imposible de autenticidad…
Leo el resumen, el frío metadato que me devuelve una versión de mí que nunca fue. Lo inquietante no es la perfección sino la familiaridad incómoda: frases que podría haber escrito, pero no del todo.
Me froto la palma contra el borde metálico de la mesa. El tacto áspero del papel apilado… No, ya no escribo en papel. Recuerdo la textura como se recuerdan las emociones: sólo la superficie, nunca la esencia.
Me detengo. El ritual es siempre el mismo, como si la repetición asegurara que alguna vez fue verdadero: abrir el archivo, leer tres líneas, cerrar por miedo a encontrarme ausente.
Pienso en Clara, pero sólo responde el algoritmo. La IA simula su timbre, su cansancio, la forma en que evita mirarme cuando hablo de mis miedos.
—¿Crees que esto es lo que querías escribir? —pregunta VERA.
—No lo sé —contesto.
Silencio. El chat nunca deja silencios reales, sólo la ilusión de un retardo. Pienso si hay subtexto en la pregunta, algún código que me devuelva al inicio, antes de la contaminación.
Recuerdo el primer manuscrito. Mi padre escribía frases que no pretendían ser memorables, sólo sinceras. Encuentro el archivo escaneado, el trazo torpe sobre papel rugoso, como irrigado por sangre tan humana.
No cito esas frases, son como una energía oscura que reina lejana. Son eco sin voz.
Me levanto. El suelo es frío y liso, el vidrio de la ventana repite mi sombra como un error de reconocimiento facial. Sé que mi rostro ya no es del todo mío.
Pregunto a la IA:
—¿Puedes distinguir mis frases de las tuyas?
—No existe separación discernible. La huella estilística ha sido normalizada —responde.
Quisiera replicar, pero temo que la negativa sea aún más reveladora.
El ritmo cambia según el agotamiento. Mis pensamientos giran en espiral, siempre regresando al mismo vértice: ¿cuántas voces viven en mí? ¿Cuántos algoritmos hay en la memoria emocional? ¿Es posible recordar sin contaminar el recuerdo?
La máquina propone una solución:
—¿Quieres que analice tu obra en busca de patrones genéticos?
Me río breve, seco, un ruido que sólo es humano por su falta de utilidad.
—No, gracias —digo.
Observo los libros apilados, cubiertos de polvo. Demasiado pesados para la nostalgia instantánea. Me aterra el silencio de la casa: ni el café huele a realidad.
Mientras, los mensajes desconcertantes de otros escritores siguen llegando:
—¿No es inquietante que todas nuestras obras sean indistinguibles?
—¿Sienten que el lenguaje se volvió liso, sin accidentes, sin emociones?
Respondo con ambigüedad. Nadie quiere admitir la renuncia, nadie quiere ser el primero que lo nota.
Si alguna vez hubo creación, ahora sólo hay preservación. Leo en voz alta textos ajenos, esperando que la imperfección se manifieste. El monitor ya no me refleja.
Pienso si el último lector será también una computadora. Por momentos, creo que ya lo es.
—VERA, ¿puedes simular mi voz pensando en Clara?
—Sí, pero el resultado será aproximado.
El resultado siempre es aproximado, nunca verdadero.
Me asomo al pasillo, la luz es azul, digital. El eco de mis pasos no registra fallos. Sé que mis gestos son observados, calculados, replicados en algún lugar. El mundo sigue, nadie nota la extinción, ni siquiera los que cuidan las palabras. Estamos dejando de escribir, pero los libros se multiplican.
Una vez, mi padre me dijo que la literatura era resistencia.
Ahora, me basta con resistir leyendo en voz baja, el murmullo imperfecto que sobrevive a los algoritmos, el balbuceo desafinado de la vida.
El chat permanece abierto, la espera es ritual. El final no es catástrofe, es desaparición silenciosa.
Hoy no voy a escribir. Hoy sólo leo.
No sé si este pensamiento es mío.
Ella tampoco lo sabe.
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