El viaje
La camioneta verde se parquea en la esquina de la avenida Caracas con la calle 72, todos los lunes a las cuatro de la mañana. Es un pickup Chevrolet C10, nuevecito. El motor ronronea suavemente y los gases que salen de su escape se confunden con la neblina espesa del día sabanero que comienza. Allí, durante una hora, el vehículo espera con paciencia a los trabajadores que se dirigen al embalse Chuza, a tres mil metros de altitud, en la cima de la cordillera oriental.
Aquilino García es el orgulloso conductor del vehículo. Lo mantiene reluciente, a pesar del recorrido tortuoso que le inflige cada semana. Es un hombre joven que cultiva su lenguaje y lee las noticias todos los días, en especial los domingos. Le gusta conversar con los ingenieros que hacen el viaje en la cabina. Los demás, técnicos y obreros olvidados por los buses de la empresa, viajan atrás, en el platón descapotado.
Simón es el último en llegar, un tanto en retraso. Sin abrir la compuerta, da un salto ágil y, luego de un saludo cordial, se instala en su puesto. Los tres compañeros de ruta ya están allí, sentados sobre una tabla dura y sin espaldar. Solo levantan la mirada para observar su carita blanca y pecosa, que le da un aire de niño consentido, sus pantalones caqui impecables y sus zapatos tan brillantes que parecen de charol. Enseguida, sin decir palabra, esconden nuevamente las narices bajo la ruana, al igual que inmigrantes clandestinos. El frío pega duro en las madrugadas andinas.
Aquilino acelera el V8 y da inicio al trayecto de cuatro horas. Al salir de la ciudad, la camioneta trepa la cordillera a través de una carretera cada vez más escarpada y en mal estado. Desde allí se observa con plenitud el amanecer radiante en que se despierta la urbe gigantesca. Simón se siente feliz de haber sido seleccionado para un empleo en una de las obras más grandes de la región: el Proyecto Chingaza. Si todo funciona como lo espera, al final del día firmará su contrato de electricista nivel I.
Sus compañeros de viaje hablan poco. Arnoldo, el barbudo malacaroso, trabaja desde hace un año en el frente Ventana. Allí se hará la primera parada del viaje. El lugar se encuentra a dos mil metros de altura. Arnoldo es un grandulón sabelotodo, desagradable y mal hablado. Con sus historias le mete el miedo en la cabeza a todo el mundo. Dice que cada año mueren por lo menos diez tipos en la obra y que la pelona se lleva siempre a los nuevos.
—Vienen aquí sin conocer nada. No saben utilizar la herramienta y, lo peor, no respetan el metano. El año pasado, un paisa engreído prendió un cigarrillo en el túnel de Chuza y mató con la explosión a 15 manes. Y al tipo no le pasó nada: salió corriendo con el rabo entre las piernas y el chicote en el pico.
Los otros dos compañeros de viaje son también nuevos en la empresa, pero ya firmaron contrato. La noche anterior perdieron el bus que sube cada semana a la obra, así que les tocó aguantarse el viaje en camioneta. Tienen cara de guayabo, tal vez por eso no hablan. Ojalá no les dé por vomitar, reflexiona Simón.
Al cabo de dos horas de un viaje lento y tortuoso, llegan por fin a la primera parada. Allí, Arnoldo desciende y se va casi sin despedirse.
—¡Puf!, siquiera se fue. ¡Este tipo asusta!
Los demás pasajeros estiran las piernas, orinan por ahí, entre un matorral o al borde de la carretera y, a la llamada de Aquilino, se instalan con prontitud en sus puestos. No tienen tiempo ni de tomar un tinto.
En realidad, Simón está inquieto desde el comienzo del viaje. El platón de la camioneta no tiene ninguna seguridad. Aquilino parece ser un buen chofer, no obstante en las curvas se acerca peligrosamente al precipicio. En varias ocasiones quedó sin aliento al ver en el fondo del abismo el diminuto hilo de un río lejano.
El viaje parece interminable. Simón no aguanta más.
—¡Y esta maldita tabla que me parte los riñones!, refunfuña entre los dientes.
Quiere gritar, pero los aullidos no salen de su boca.
—¡Paren ya, no jodan, me van a matar!
Pero la camioneta continúa su ascenso hacia lo más alto de la cordillera, impasible, monótona. A su paso, las aves despliegan sus alas, espantadas por el rugir del V8 impetuoso.
Las ruedas atraviesan un nuevo hoyo y el salto eleva por los aires a Simón como si se tratara de una ligera pluma. La caída es catastrófica para sus nalgas; él, tan flacucho y delicado. Cierra los ojos un instante, aprieta los labios: esta vez sí va a gritar.
—¡Basta, paren, paren, juepuercas!
La actitud apática de sus dos compañeros de viaje lo deja mudo: duermen profundamente, como si viajaran en Pullman.
Al interior de la cabina, uno de los ingenieros observa la escena en el retrovisor, sonríe, gira el espejo y le dice a su colega:
—Mira este tonto, parece marioneta de titiritero de circo.
En efecto, al igual que en una tira cómica, Simón salta en el espejo cual pelota de goma enloquecida, vociferando inaudibles improperios.
Aquilino frena el vehículo, baja rápidamente y corre a ver a Simón.
—Casi me matan, le dice…
—¡Ay, mi hermanito, pero por qué se sentó atrás! ¡Siéntese adelante del platón, allá en el medio! ¡Vaya!
Callado, adolorido, Simón se sienta adelante, pero en el piso.
—De todas maneras no se puede apreciar el lindo paisaje que ofrece la montaña.
La brisa helada azota su cara, parece quebrarle la nariz como si fuera de cristal. Siente la necesidad de henchir sus pulmones con ese aire puro que atraviesa su cuerpo, sus poros. El estado de la carretera se mejora y Aquilino acelera al máximo de velocidad. Simón cierra los ojos en busca de un poco de sueño, que el cansancio y el dolor del orgullo herido le otorgan.
Las grandes rocas milenarias comienzan a desaparecer, reemplazadas por frailejones y pajonales que anuncian el verdor del páramo. Allá arriba se encuentra el destino final.
Simón
Después de una noche de insomnio, Simón se siente impaciente de afrontar esta nueva experiencia, tal vez un cierto miedo a lo desconocido. La mala reputación del contratista mexicano se suma a sus dudas. El trato que se da a los obreros es, al parecer, vergonzoso y las condiciones de vida en la obra son precarias, aunque los salarios que proponen son buenos. Muy buenos. El viaje en la camioneta era la primera prueba flagrante de ese maltrato.
Simón ha vivido siempre al abrigo del mal, en su hogar, rodeado de cariño, protegido por su madre y sus dos hermanas. Dar este paso ha sido para él una obligación económica y no, como lo ha presentado a sus amigos, una aventura de juventud. Trata, sin embargo, de tomarlo como tal. Sus empleos del pasado se han limitado a hacer los mandados en la oficina de su madre. Doña Pola es una mujer de negocios que vende seguros de vida y otras pólizas, que él aún no entiende para qué sirven.
—Es una locura ir a trabajar al monte “rodeado de salvajes”, le advierte su madre a gritos.
Doña Pola es un personaje sin igual: todos los días, de lunes a viernes, se levanta a las siete de la mañana con el propósito de cumplir la cita a un cliente sin falta a las nueve en punto, dice siempre con particular convicción. Pero no obstante sus esfuerzos, el desayuno y la preparación del ajuar le toman tres horas. Al final, sale corriendo de su pequeño apartamento, emperifollada, hediendo a laca y a Chanel Number 5 comprado de contrabando, renegando porque los tacones altos la hacen trastabillar al caminar.
Los fines de semana ejecuta una rutina que le sirve de válvula de escape al estrés acumulado en los días anteriores. Con el cabello enrulado, la cara brillante saturada de crema y la bata de seda azul envejecida, se apoltrona en la cama a manejar los asuntos corrientes de la familia. Desde allí, sin moverse un centímetro, con el teléfono pegado a la oreja, decide las compras que Pancha, la hija mayor, deberá hacer en el mercado y ordena la cena que María Angélica, la menor, preparará.
En realidad, todas las tareas del hogar se realizan con poca diligencia. Pancha, por ejemplo, vestida de un piyama rosado un tanto percudido, barre durante largos minutos el piso del salón mientras conversa con Juan y Álvaro, vecinos eternos del barrio. En su visita sabatina, los convites se sientan todo el día en el sofá con una taza de café negro, envueltos en el humo espeso de los cigarrillos President con filtro que Álvaro distribuye sin contar. Allí, rodeados de montoncitos de polvo y migas de pan, que con la escoba Pancha acumula en los rincones, discurren sonrientes sobre los últimos amores, en su mayoría platónicos o imposibles. Pancha y Álvaro se amarán durante años sin nunca confesárselo.
De vez en cuando, doña Pola trata de acelerar la ejecución de los quehaceres. Los regaños a la una y a la otra hija se oyen en todo el vecindario, pero ellas, estoicas, responden con dulzura a sus pedidos, aunque ejecutan sus órdenes sin esmero.
Entretanto, Simón se arrejunta todo el día a su madre bajo las cobijas. Sin lavarse, en piyama, mira la televisión durante horas, con una sonrisa en la boca que casi le deja escurrir las babas. Algunas veces ha pensado en renunciar a abandonar ese nido materno. Al fin y al cabo, nada ni nadie lo obliga a probar que es capaz de enfrentarse a ese nuevo mundo de agrestes.
Ese lunes, Simón se despierta a las cuatro de la mañana, gracias a los gritos de María Angélica.
—¡Levántese y lávese la cara con agua fría! —le dice. Es mejor que se acostumbre mijito. Juan cuenta que en Chingaza se le congelan hasta los mocos.
Juan ingresó a la obra hace unos meses y ahora regresa cada quince días a su casa con un rollo de billetes en el bolsillo, listo para ir a parrandear con los compinches del barrio. Simón trata de seguirle los pasos cada vez que el desafío se encuentra a su alcance. Le entusiasma además la idea del rollo de billetes y, de todas maneras, no le tiene miedo al frío. Cuando era pequeño, doña Pola tenía la costumbre de bañarlo en la alberca con agua helada. Todo el barrio oía sus gritos de condenado, pero al final salía a jugar cinco huecos en la calle, sonriente, limpiecito y bien peinado.
En el frente
Un frenazo abrupto despierta a Simón de su sueño profundo. Tiene las costillas en pedazos y, como se encuentra tirado en el piso, los otros tipos se burlan de él porque su pantalón caqui, con el que llegó elegante esa mañana, está ahora lleno de polvo amarillento.
Comprende que han arribado al embalse de Chuza. Los pasajeros se bajan enseguida con rapidez, sin el menor signo de empatía hacia el nuevo compañero. Sólo Aquilino le indica el camino hacia la oficina, a unos quinientos metros de distancia de la parada.
Simón se encuentra solitario al borde de la carretera, todavía adormecido y adolorido por el horrible viaje. Son las nueve y media de la mañana. Una llovizna fría invade el ambiente. Simón encoge los hombros. De repente, el pito estridente de un camión inmenso lo aleja de la trocha de un salto. ¡Ahora sí quedó bien despierto, del susto!
El panorama es desolador, no es el paisaje insólito y salvaje que esperaba. A pesar de estar en lo alto de la cordillera, su impresión es de haber aterrizado en una selva desforestada. El terreno baldío que observa no es más que un lodazal, atravesado por grandes máquinas amorfas de ruedas gigantes, cargadas de piedra, grava y arena. Le impacta también el deambular apático de los obreros que, vestidos todos con un impermeable amarillo sucio, se dirigen hacia los cambuches prefabricados en lámina descolorida. Se sobrecoge al pensar que deben estar muertos de fatiga.
Apabullado por este primer encuentro con el mundo salvaje de las grandes construcciones, Simón se dirige pensativo a la tal oficina. Allí, nueva sorpresa: perdido detrás de una oscura ventanilla, un siniestro personaje le informa que su cita con el ingeniero está prevista para las tres de la tarde y que no tiene reservación de cama para la noche. Además, como era de esperarse, no hay transporte de regreso a la capital hasta dentro de varios días, tal vez. Le entrega dos boletas de acceso al comedor colectivo que Simón se apresura a ubicar.
—Ya veré más tarde, con la barriga llena, cómo me las arreglo para la dormida de esta noche. De pronto hasta me encuentro por ahí con Juan, piensa.
De camino a la cantina, Simón se cruza con Aquilino, quien con amabilidad y algo de piedad por ese joven citadino, caído directo de las faldas de su madre, lo acompaña hasta el lugar y le explica cómo funcionan allí las cosas.
—Puede venir a comer a cualquier hora y lo que quiera. En este frente se trabaja veinticuatro horas al día, todos los días de la semana.
Simón se sirve un desayuno copioso, del tamaño de un comilón: caldo de carne, huevos pericos, taza de chocolate y pan blandito. Aprovecha también para contar a Aquilino que no tiene dormida para esa noche, pero él le asegura que, después de ver al ingeniero, este los obligará a darle una cama.
Después de una despedida calurosa y con la barriga llena, Simón inicia la exploración de la obra. Ha recobrado un poco de optimismo y de seguridad en sí mismo. A unos trescientos metros de allí, encuentra una colina desde donde ve un enorme embalse, casi seco. En el centro, una gran máquina trituradora de rocas produce un ruido ensordecedor, constante y monótono. ¡Pum, pum, pum, pum!
Camina entonces hasta el lugar y, al llegar, ¡qué felicidad! ¡Juan!, ¡Juan!, ¡hermano! —grita con gran emoción.
Juan no porta impermeable amarillo sucio, sino overol color naranja con el nombre de la empresa grabado en la espalda: ICA de México. Lleva en las manos una libreta en la que escribe cosas con extrema rapidez. Parece ser alguien con un puesto importante. Juan se gira y reconoce enseguida a su amigo. Varios días antes, en una de las tertulias en la sala de doña Pola, él le había aconsejado no venir a ese empleo. Sabe que Simón es un joven valioso pero frágil. Chingaza está hecha para gente insensible, que piensa únicamente en trabajar doce horas y dormir el resto del tiempo escuchando vallenato perrata.
—¡Hermanito, pero qué haces por aquí!
—Tengo cita con el ingeniero a las tres de la tarde para el puesto de electricista. Es tenaz esto por aquí. No sé si me quede, no me ha ido muy bien, desde que me monté en la maldita camioneta, hasta ahora. Y no tengo dónde dormir esta noche…
—Sí, sí, no te preocupes, siempre hay camas libres. La mitad de la gente trabaja por la noche. Aquí uno se acuesta donde puede. Por eso no hay que tener objetos personales, te roban todo. ¡Hasta los cubiertos! Pero la paga es buena, si se aguanta el ritmo de trabajo y los gritos de los ingenieros. Son groseros pero justos. No dejan a nadie sin su paga y dan primas buenas cuando hay urgencias de trabajo.
¡Pum, pum, pum, pum! La trituradora recibe una nueva roca prehistórica, la cual se traga en segundos.
La máquina posee una boca enorme que se alimenta de rocas gigantes de al menos tres toneladas cada una. Al pasar por su garganta, compuesta de potentes placas metálicas acanaladas, los pedazos de piedra triturados, como polvorosas frescas, son transportados sobre bandas en caucho, hasta una segunda entrada, más pequeña que la primera, pero igual de estremecedora. El proceso se termina con la producción de grava de diversos tamaños e incluso de arena fina.
—¿Y a usted qué le toca hacer? —dice Simón en voz alta.
—Depende, soy checador. Esta semana controlo el tamaño de la grava que sale de la trituradora. También verifico el número de viajes y la cantidad de grava que se transporta a los otros frentes. Los camioneros son unos ladrones. ¡Todos me quieren sobornar para que les anote más viajes! El ingeniero ya lo sabe. Dice que me va a cambiar de frente porque los tipos me han amenazado. ¿Viste? En este país son más peligrosos los hombres que el metano. Ja, ja, ja…
—La semana entrante estaré en el túnel, siempre inundado hasta las rodillas, pero yo no soy tan pelota. Me instalo tranquilo sobre el capó de un camión. Ja, ja… Verifico cada diez minutos la densidad del metano en el aire y, si se pasa del nivel de tolerancia, doy la alarma para que todo el mundo salga corriendo. Ya ha habido explosiones y muertos, pero si uno no se duerme, no hay problema. El trabajo es fácil, se lo dan a la gente que tiene bachillerato, al parecer hay muy pocos que aceptan trabajar por estas tierras. Yo me aguanto por el billete grueso.
En la tarde, gracias a las indicaciones y consejos de Juan, Simón llega puntual a su cita con el ingeniero. Sin embargo, este delega la tarea a un capataz que, en dos segundos, lo embolata con preguntas técnicas simples. El resultado del examen es claro: Simón no tiene el nivel necesario para el cargo de electricista. El hombre, seco pero cortés, le propone un puesto de obrero raso, con un buen sueldo, a partir del día siguiente. Le asegura además la dormida. Simón acepta. Está muerto de fatiga, de rabia consigo mismo y de todas maneras no hay transporte de regreso durante varios días.
—¡Qué estúpido haber venido a este infierno de salvajes! ¿Por qué no escuché los consejos de mi mamá? ¡Carajo!
La oficina le asigna una cama en uno de los precarios cambuches, infortunadamente diferente al de Juan. El olor a grajo de los treinta hombres presentes en el dormitorio infesta el ambiente. Casi comete el error de taparse la nariz, pero reacciona con rapidez y, con su voz suave y tímida, piensa que emite un saludo inaudible. Ubica su cama y decide ir a comer algo.
—De pronto me encuentro con Juan y le cuento las novedades.
Sus caminos debieron cruzarse porque terminan la noche sin verse. De nuevo en el dormitorio, Simón nota que alguien ha esculcado su paquete de dotación. Parece que no falta nada y, aunque inquieto, se duerme rápidamente, muerto de cansancio.
Al día siguiente, Juan está impaciente e inquieto por ver a su amigo, de quien no tiene noticias desde la noche anterior. En la trituradora, ese martes la jornada de trabajo ha sido perdida por completo. La planta se encuentra una vez más paralizada. Sin embargo, al caer el día, el operador en jefe Meyer Velandia anuncia que la gente del turno de noche podrá restablecer la producción.
Meyer Velandia es uno de esos campesinos sin tierra, como millones en el país, originario de la región de Boyacá. A sus cuarenta años conoce todo aquello que funcione con electricidad. Sin diplomas y sin ninguna instrucción académica, Meyer dirige su equipo de 14 obreros con rigor y comprensión casi paternal a la vez.
En ese momento, los potentes faros halógenos de la planta iluminan a lo lejos la cara inocente del inconfundible Simón. Juan lo ve caminar hacia la entrada de la planta, cercana a la boca de la trituradora, y desaparecer enseguida. Escucha simultáneamente la alarma estridente de la máquina, la orden de Meyer de dar el arranque, el pum pum de las placas metálicas que se entrechocan, y los gritos de angustia provenientes de la boca:
—¡Paren, paren! ¡Hay alguien adentro! ¡Paren esta mierda, alguien cayó al fondo! —grita un obrero sin cesar.
Casi en el mismo instante, antes de que el hombre termine de emitir su clamor, comienzan a aparecer sobre la banda de caucho trozos sanguinolentos de un overol amarillo sucio, revueltos a partes irreconocibles de un cuerpo en migajas. Un silencio profundo se instala durante algunos segundos, como si todos quisieran retroceder en el tiempo, como si la realidad se transformara ipso facto en fantasía.
—¡Lo mató, lo mató! —proclama estridente otro grito infinito.
—¡Simón!, ¡Simón! —grita Juan enseguida hasta romperse el galillo—. ¡Simoooón!
Entonces, en un canto unísono, profundo e inconsciente, pues nadie conoce a Simón, todo el mundo clama en coro: ¡Simón!, ¡Simón!, ¡Simón!
Pero Simón no responde.
En un país acostumbrado a decenios de violencia cotidiana y a masacres gratuitas de líderes sociales y hombres de todos los sectores políticos, en un país en que la vida vale poco y la muerte paga mucho, los presentes concluyen rápidamente que al tal Simón, alguien lo empujó a la trituradora.
No obstante, Juan continúa sus llamados. Osa mirar los restos horribles que desfilan por la pasarela de caucho, pero no logra tener la certitud de que se trata de su amigo Simón. Corre entonces hacia la horrorosa boca del monstruo y, detrás de un grupo de hombres vestidos en amarillo sucio, que observa con intensa emoción la escena mortal, descubre a Simón con sus cachetes rosados y sus ojos ya inundados de lágrimas de dolor.
Como en la tragicomedia del Pedro Navajas de Rubén Blades, aquí no hubo preguntas, aquí nadie lloró. En la mañana del miércoles todo el mundo asistió a un desayuno casi normal en la cantina y, minutos después, las actividades de la obra tomaron su curso normal.
En la construcción del Proyecto Chingaza, más exactamente en las obras de excavación del túnel que transporta el agua desde Chuza hasta el frente Ventana, murieron entre 15 y 20 obreros, según las fuentes que se consulten. Algunos informes reportan incluso un número indeterminado de desaparecidos. El muerto de la trituradora ni siquiera fue incluido en las estadísticas, debido a que no se trató de una explosión de metano, sino de un incidente casi normal en una obra de gran magnitud. Y de hecho, nadie conoció su nombre y los restos que su familia recibió debieron ser simbólicos.
Meyer Velandia fue trasladado a una nueva obra del Alto Anchicayá. Las investigaciones concluyeron que se trataba de un puro accidente de trabajo, sin ninguna premeditación.
Simón terminó su semana de labores y regresó con su rollo de billetes al lecho de su madre. Allí se derrumbó delante del televisor, durante largas horas, todos los fines de semana, hasta que al fin se le escurrió la baba por la boca.
Juan fue enviado al túnel como checador de metano. Soportó, durante meses, los miedos del oficio; los robos cotidianos; la promiscuidad y los olores a grajo y a pecueca del cambuche; los gritos injuriosos de los ingenieros mexicanos; el frío insoportable del páramo que, según cuentos regionales, en las noches de luna llena convierte las gotas de agua en estalactitas asesinas; la comida para bestias, demasiado grasosa y mal equilibrada, del precario restaurante obrero. Meses después, una tragedia familiar lo devolvió a su vida urbana y allí permaneció, alejado para siempre, de ese mundo de hombres sin futuro.
El sábado en la mañana cuatro nuevos buses esperan la llegada de los obreros que regresan a sus casas al descanso quincenal. Sentados confortablemente en la primera banca, Simón y Juan discurren sobre frivolidades inútiles, necesarias sin embargo cuando se desea apagar el fuego de los dolores profundos del alma. El bus comienza su ruta en el preciso instante en que el Viejo Cali, un hombrecillo de un metro sesenta, de bíceps prominentes y tórax triangular, se sube con su potente grabadora de diez kilos sobre el hombro. Los cuarenta pasajeros escucharon sin pausa, durante cuatro horas, la Baracunátana de Lisandro Meza.
OPINIONES Y COMENTARIOS