Iturbe, de lejos

Otros preferían más el verde, la sombra y observarnos.

Nosotros no, ansiábamos bajar al río. No veníamos de tan lejos para nada.

Descendíamos en legión a ungirnos en las aguas.

El sol difuminaba el horizonte y, sobre el agua, extraviaba la mirada.

Subía la tarde, vertical, mientras nosotros nos demorábamos jugando en los remansos de la correntada.

Si de las aguas surgía un pez; si un amor, un beso, una rama de la orilla, amenazaban degollarnos, nos reíamos.

Rompíamos la tarde a puro grito, llenando el aire de torpezas, de anatemas, de gorriones espantados.

Hasta que un silbido conocido nos llamaba.

Hambrientos, húmedos, brutales, del brazo de la tarde y del verdín, subíamos por los terraplenes hasta las mesas de piedra donde, humeante y tierno, el cordero que había viajado con nosotros nos esperaba con los brazos abiertos.

Devorábamos en silencio al animal, uno o dos eructos, un orín, y otra vez bajar al río, al amor, a la enramada.

Ya con el sol bajo, olorosos de amor, hartos de carne, sucios del marrón barroso de las aguas, nos íbamos. Todavía quedaba tiempo para arrojarles piedras a los patos, desde arriba.

Era fácil, bastaba con estirar el brazo y tomar el mundo que, como el cordero aquel, nos esperaba.

Ahora que el río me va quedando lejos, que la mano y el recuerdo son lo más parecido a ese río que me queda, una felicidad secreta me lleva a pensar que se podrán hallar o no, pero son infinitos los modos de llenar la nada de una tarde.

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