Caso 01 – “El hombre que no vio crecer a su hija”
El Tribunal del Tiempo abre sesión.
El reloj mayor del recinto marca las 04:00 a. m., la hora en la que casi siempre comienzan los sacrificios silenciosos.
El hombre entra cabizbajo. Tiene las manos agrietadas por años de sostener un volante, una carpeta, un uniforme, o simplemente un mundo que nunca se detenía para él.
Atraviesa la sala como quien llega tarde a su propia vida.
El Tiempo —ese juez sin rostro, sin prisa y sin cansancio— lo observa desde arriba. No lo acusa, pero tampoco lo absuelve. Solo espera.
I. Recepción de testigos
La primera en entrar es su hija pequeña… o lo que fue de ella.
No es una niña ni una adulta: es un recuerdo.
Una figura hecha de instantes rotos:
primeras palabras que él no escuchó,
primeras funciones escolares donde la silla que tenía su nombre estuvo vacía,
primeros dibujos donde ella dibujaba un papá con una gran X encima.
—Yo lo esperé —dice la niña-memoria—. Esperé en cumpleaños, esperé en el portón de la escuela, esperé en las noches cuando mamá me decía que estabas trabajando.
Pero el tiempo, papá… el tiempo no espera.
Su voz es un susurro que golpea como un martillo.
El segundo testigo es el cansancio.
Entra como un hombre viejo con olor a bus lleno, a tráfico detenido, a jefe apurado.
Habla lento:
—Yo lo acompañé siempre. Lo sostuve cuando estaba por caer. Él no fue irresponsable: fue obediente. Fue leal. Fue útil. Tanto, que se olvidó de sí mismo.
El tercer testigo es el silencio del hogar.
Un silencio que camina como un fantasma, que muestra escenas del comedor donde nadie conversa, de una cama fría donde la esposa ya no espera, de un abrazo que jamás llegó a tiempo.
—Dio tanto —dice el silencio— que se quedó sin darse.
II. Examen de hechos
El Juez Tiempo despliega frente a todos una cinta larga, infinita, la línea de vida del hombre.
Se ven los días repetidos como fotocopias:
04:00 despertador
05:00 bus
07:00 trabajo
17:00 salida
20:00 casa
22:00 agotamiento
04:00 comenzar otra vez.
En cada ciclo, el hombre perdía algo:
una risa
una cena familiar
un sábado libre
una oportunidad de decir “te quiero”
una historia para contar.
Él levanta la voz, por primera vez en todo el juicio:
—Yo solo quería darles una vida mejor.
El Tiempo se acerca.
—¿A quién? —pregunta—.
Porque mientras intentabas darle futuro a tu familia, perdiste su presente.
El hombre se derrumba.
III. Sentencia
La sala se queda en absoluto silencio.
El tiempo mismo titubea.
No es fácil juzgar a quien nunca actuó por maldad, sino por miedo.
El juez dicta:
—No eres culpable de trabajar.
Eres culpable de olvidar por qué trabajabas.
Eres culpable de haber ofrecido tu vida a quienes nunca supieron tu nombre.
Y también eres inocente… porque nadie te enseñó a detenerte.
La niña-memoria se acerca. No lo abraza; simplemente toma su mano.
El recuerdo se transforma: ya no es reproche, es posibilidad.
El Tiempo continúa:
—Tu condena será simple, pero difícil:
deberás aprender a estar.
No a dar, no a producir, no a servir.
A estar.
A escuchar una risa, a sostener un abrazo, a llegar a tiempo aunque el mundo te pida llegar tarde.
Luego la sentencia final, un susurro que solo él escucha:
—Te perdono… pero no te devuelvo los años.
Solo te doy los que quedan.
El caso queda cerrado.
El reloj marca exactamente 03:17, la hora en que algunas vidas deciden renacer.
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