Jamás pensé pronunciar estas palabras, pero lo cierto es que, en aquel instante, me descubrí murmurando: “Dios mío… ¿qué está ocurriendo?” No era el tipo de sobresalto al que uno se acostumbra con los años. No. Aquello era distinto. Un desasosiego preciso, afilado, como el borde frío de una llave que no abre ninguna cerradura.
Me encontraba arrinconado —literalmente— sin una salida que la lógica pudiera ofrecerme. Y, sin embargo, la lógica siempre había sido mi aliada fiel. En todos mis casos previos, siempre hubo un resquicio, una grieta en la narrativa del crimen. Esa salvación sutil que aparece justo cuando el reloj marca el último minuto. Esta vez, en cambio, la pared parecía demasiado lisa, el suelo demasiado firme, el aire demasiado denso.
Recordé, casi con terquedad profesional, cómo había empezado todo. Una mañana como tantas, llegué a la comisaría, saludé al capitán con el asentimiento justo —él nunca fue dado a florituras— y me entregó una nueva carpeta. Un asesinato, dijo. Circunstancias peculiares, añadió. Lo habitual, pensé entonces.
Nunca supe explicar cómo encontraba el punto de partida exacto. Simplemente lo hacía. A veces la familia del difunto; otras, sus amistades; en ocasiones, su lugar de trabajo. Pero siempre, absolutamente siempre, la verdadera historia comenzaba en la escena del crimen, donde cada objeto habla si uno sabe escuchar.
Esta investigación, sin embargo, avanzaba con la incomodidad de un piso recién encerado: cada paso tenía la desagradable sensación de ser un resbalón. Demasiados sospechosos, demasiados motivos. Como si alguien —un bromista particularmente cruel— hubiera decidido dispersar pistas falsas con una dedicación casi artística.
Y yo avanzaba entre esas insinuaciones como entre una niebla persistente. Un sueño del que uno sospecha no poder despertar.
Tal vez el agotamiento influyera, tal vez la soledad. Desde la muerte de Julio —mi compañero, mi amigo más íntimo— me había negado tercamente a aceptar un reemplazo. Nadie, absolutamente nadie, podía ocupar ese lugar. Habíamos ingresado juntos en la academia, subido juntos cada escalón profesional, compartido métodos, miradas y silencios.
A veces me sorprendo al intentar recordar mi vida antes de él… y descubrir que casi no existe. Como un libro que empieza en la página veinte. Me decía a mí mismo que debía consultar a un especialista, pero, de un modo curioso, siempre olvidaba hacerlo.
Mis colegas me respetaban —o al menos respetaban mi reputación— aunque no se privaban de ignorar mis deducciones cuando estas los dejaban en evidencia. El capitán, en cambio, apreciaba esa tasa de éxito del 99% que tanto engalanaba sus estadísticas. Incluso toleraba mi abierta homosexualidad con una condescendencia casi pragmática: yo resolvía casos, él ascendía; y todo el mundo feliz.
O eso parecía.
Traté de mantener la compostura mientras aquel extraño presentimiento se hacía más insistente: una voz interna que, en mis mejores días, funcionaba como un fino instrumento de deducción… pero que ahora parecía empujarme como una guía impertinente.
Esa voz era el verdadero misterio.
A veces narraba mentalmente cada paso antes de darlo, cada diálogo antes de pronunciarlo, cada golpe antes de ejecutarlo. Y lo inquietante era que siempre tenía razón. Como si mis acciones no fueran decisiones, sino interpretaciones. Coreografías.
Pero aquel día, la voz me ordenó —con una seguridad demasiado familiar— doblar una esquina. Una que sabía, sin duda alguna, que me llevaría directamente a mi muerte. Y por primera vez me planté.
“No”, murmuré, clavando los pies en el suelo.
Entonces sentí manos en mi espalda.
Una presión firme, luego impaciente, luego violenta. Y mientras resistía, algo —una especie de fulgor, de chispa— se abrió paso entre la niebla habitual de mi pensamiento. Como si la historia, mi historia, cediera.
Lo siguiente fue una explosión luminosa, un fogonazo absurdo… y me encontré, de pronto, en una habitación desconocida.
Una mujer mayor, de cabello gris bien recogido, estaba sentada ante un escritorio. Me observaba con los ojos muy abiertos, como si hubiera visto materializarse un fantasma en pleno estudio.
“¿Dónde estoy?”, pregunté. “¿Y quién es usted?”
Ella respondió con la calma templada de las ancianas inglesas que han dejado de temerle a casi todo:
—Soy la autora —dijo—. La autora de usted, para ser precisa.
La frase cayó con un peso insoportable.
—Explíquese —logré decir.
—Es sencillo. Usted es el protagonista de mis novelas de detectives. Y no alcanzo a comprender cómo diablos ha logrado resistirse a su destino y escapar de mi último capítulo.
Entonces comprendí. La voz en mi cabeza. La sensación de ser guiado. La imposibilidad de recordar más allá de cierto punto.
—Intentó matarme —dije—. ¡Usted! La voz… ¡Era usted!
Ella suspiró con cansancio.
—Naturalmente. Estoy agotada de escribir estas absurdas historias. Usted ha sido rentable, sí… pero ya no puedo con él. La editorial exige otro libro; yo, en cambio, preferiría dedicarme a mi jardín. Así que pensé que, si lo mataba elegantemente en el final… toda la saga quedaría cerrada.
Recuerdo que el enojo llegó primero como una punzada, luego como una ola. Sentí mi propio brazo levantarse —como si obedeciera a un libreto que ya no deseaba seguir— y el arma que todavía portaba se alineó con su pecho.
Y disparé.
Después vino el caos habitual. El vecino oyó el tiro, llamó a la policía, entraron al estudio. Encontraron dos cuerpos: el de la autora, desplomado sobre el escritorio; y el mío, inerte en el suelo, sin que ningún examen revelara causa visible de muerte.
El detective principal observó la escena con una expresión entre el hastío y la resignación. Miró a su compañero, sacudió la cabeza y dijo:
—Algún día, estos personajes aprenderán a no matar a sus autores. Y, créeme, hijo, por nuestro propio bien… nunca debemos matar al nuestro.
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