«Les daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de ustedes»
Una garúa testaruda se enroscaba en los balcones coloniales de la avenida Abancay cuando me di cuenta de que tenía que largarme de Lima. No por ganas —que no me faltaban— sino porque unos tipos con sombreros demasiado caros y paciencia demasiado corta andaban buscándome por un asunto que, sinceramente, no debía haber olido ni de lejos.
Todo empezó con un archivo. Siempre es un archivo.
Lima está hecha de papeles secretos, cajones cerrados con llave y carpetas que huelen a formol.
Pero éste… este tenía un peso raro, como si hubiera absorbido la historia de varias desgracias.
Se llamaba simplemente El Inventario.
Y según el abogado que casi me lo lanzó encima antes de huir del país, ahí dentro había nombres que, si salían a la luz, moverían placas tectónicas.
—Alarcón —me dijo antes de subirse a un taxi hacia el aeropuerto—. No confíe ni en su sombra. Y menos en la mía.
Luego desapareció.
I. Cuando el peligro huele a colonia cara
Yo revisé el archivo en mi oficina de Barrios Altos, con mi taza de café frío, mientras una cucaracha enorme parecía aconsejarme que lo dejara ahí mismo.
Pero no, pues. Yo nunca hago caso.
Apenas leí la primera página, escuché pasos en la escalera.
Pesados. Decididos.
De esos que no suben: suben por ti.
Me asomé a la ventana.
Tres tipos de terno gris y expresión de “qué pena que tengas que morir hoy”.
Tenía dos opciones:
Bajar a dialogar como un adulto.
Correr como un desgraciado.
Elegí la segunda. Siempre he sido más de atletismo que de diplomacia.
Salí por la puerta trasera, crucé un solar lleno de perros flacos y terminé metido en un taxi que olía a pollo frito.
—¿A dónde, jefe? —me preguntó el taxista, un señor que parecía estar en guerra con sus pulmones.
No lo pensé.
—Al terminal de Yerbateros. Y pise nomás.
II. El camino de la cordillera sabe más que uno
En el bus, mientras Lima quedaba atrás como un rumor húmedo, abrí El Inventario otra vez.
Cada línea era más inquietante que la anterior: pactos, desapariciones, sobornos rituales, negocios turbios en el puerto y hasta menciones a algo llamado La Cofradía del Sur, que operaba entre Moquegua, Puno y… Arequipa.
Ahí se me heló la nuca.
Arequipa.
La Ciudad Blanca.
La ciudad a la que había jurado no volver jamás.
Pero el exilio no siempre es un castigo.
A veces es un recordatorio.
Al costado mío, una señora vendía queso fresco envuelto en papel periódico. Me ofreció un pedazo.
—Está rico, m’hijito. Artesanal.
Le di las gracias, aunque sabía que si comía eso iba a ver colores inexistentes.
III. La carretera nocturna tiene oídos
A la altura de Nazca, el bus se detuvo en una curva.
No había policías.
No había tráfico.
Solo tres camionetas estacionadas como esperando a alguien.
A mí.
El conductor se persignó.
—Joven… mejor bájese por atrás. No quiero líos.
Bajé.
Caminé agachado entre matorrales mientras las camionetas encendían sus luces.
Escuché una voz:
—Busquen al detective. No puede estar lejos.
Detective, dije. Cómo les gusta exagerar a estos tipos.
Me alejé por un camino de tierra, solo iluminado por la luna y mis malas decisiones.
A lo lejos, vi un letrero desvencijado:
“Arequipa — 304 km”
Perfecto. Me faltaba toda una vida para llegar.
IV. Cuando la Ciudad Blanca no perdona
Llegué a Arequipa al amanecer, cubierto de polvo, con ojeras que parecían tatuajes.
La Plaza de Armas estaba helada, hermosa e indiferente.
La catedral se recortaba contra el cielo rosado, como si vigilara a cada hijo pródigo que regresaba con una maleta llena de problemas.
Entré a una picantería en Yanahuara.
Pedí un caldo de gallina.
La dueña me miró como si supiera mi vida entera.
—Usted ha venido huyendo —me dijo, sirviendo el caldo sin derramar ni media gota.
—¿Y cómo lo sabe, señora?
—Porque acá nadie llega a esta hora con esa cara de fugar de algo.
Se sentó a mi lado, cosa extraña.
—La Cofradía ya sabe que está aquí —dijo con voz baja—. Mejor será que no se quede en la ciudad. Ellos no perdonan.
V. Los fantasmas del Misti hablan bajito
Caminé hasta el mirador de Carmen Alto.
Ahí, frente al Misti, entendí que mi exilio no era escapatoria: era cita obligada.
Arequipa me llamaba desde hacía años.
Abrí El Inventario una vez más.
En la última página, escrita a mano, había una oración que no había visto antes:
“Cuando un hijo del polvo regresa, el volcán decide su destino.”
No era metáfora.
No en mi vida.
A mi espalda, escuché un click metálico.
Una pistola.
—Alarcón —dijo una voz femenina que reconocí al instante—. Has tardado.
Me giré.
Era Lucía, la mujer por la que me fui de Arequipa la primera vez.
La misma que me había jurado que, si volvía, ella misma se encargaría de que no saliera vivo.
—¿Tú también en la Cofradía? —le pregunté, tratando de ganar tiempo.
—Yo soy la Cofradía —respondió.
VI. La elección final
Alzó la pistola.
Yo levanté las manos.
El Misti observaba, impasible.
Lucía me miró como quien mira una reliquia rota.
—Dame el archivo. Y te doy un minuto de ventaja.
No me reí.
No había nada gracioso.
Saqué El Inventario de mi casaca.
Lo sostuve un segundo.
Y decidí algo que ni yo mismo esperaba.
Lo dejé caer al barranco.
Lucía abrió los ojos, horrorizada.
—¿Qué has hecho? ¡Ese era el único registro!
—Justamente por eso —respondí—. El poder no se destruye guardándolo. Se destruye soltándolo.
Ella dudó. Fue suficiente para salir corriendo.
Seguí el camino entre chacras y muros de sillar, mientras las campanas de alguna iglesia repicaban como si anunciaran mi sentencia.
VII. Retorno y renuncia
Ahora vivo en una habitación alquilada en el Cercado, donde el frío entra sin pedir permiso y los vecinos discuten sobre política como si fueran ministros.
Trabajo poco.
Duermo menos.
Y cada noche miro al volcán, esperando que me juzgue.
De Lima ya no tengo noticias.
Y Lima, con su garúa eterna, seguro ya me olvidó.
Arequipa, en cambio, me observa.
Me tolera.
Me recuerda que, a veces, el exilio no es castigo: es advertencia.
Y mientras camino por las calles de sillar, con el Misti respirando sobre mi nuca, pienso en lo que le dije a Lucía antes de escapar:
—Prefiero ser un desconocido en Arequipa que un muerto famoso en Lima.
Y, por primera vez en mucho tiempo, creo que dije la verdad.
OPINIONES Y COMENTARIOS