Una cuestión de ignorancia

Una cuestión de ignorancia

Asier

19/11/2025

Franz Kafka en su relato «La Cuestión de las Leyes» nos habla de un pueblo que es gobernado por leyes que desconocen y que están en posesión de la aristocracia. Esto no quiere decir que una incorrecta interpretación de éstas desfavorezca al pueblo, no, sino que —ironiza Kakfa— desde un principio las leyes son dadas para la nobleza. No hay lugar a interpretación, sea esta buena o mala, de algo que se desconoce y que apenas se intuye por el actuar político de la gobernación. La plena oscuridad de este pueblo pasa por descubrir en cada generación que ellos no sólo están desamparados ante la ignorancia de no saber si con cada actuar común se comete un delito, sino que sólo se puede llegar a la conclusión de que lo que hace la nobleza es ley. El pathos kafkiano de la contradicción se hace sentir al final del cuento luego del pírrico nacimiento de un partido político contra la aristocracia y su inconcebible gestación como corolario final de la relación entre pueblo, ley y nobleza, y esta reza así: «la única ley, visible y exenta de duda, que nos ha sido impuesta, es la nobleza, ¿y de esta única ley habríamos de privarnos nosotros mismos?«. 

En la obra de Efraín Villamor «Fábulas Budistas» existe un apéndice en donde el autor se da el trabajo de explicar al lector de manera compendiosa la llegada del budismo al pueblo japonés. Ocurre que a pesar de que la mayoría de japoneses se considera budistas estos desconocen casi por completo su historia y sus orígenes indios al punto de no darse cuenta cómo muchas de sus costumbres están moldeadas por preceptos hindúes. Esta primera aproximación de un pueblo desconocedor de las «leyes» religiosas que lo rigen me hizo pensar en el cuento kafkiano antes expuesto mientras lo leía. Pero no es hasta más adelante donde encontré un símil más potente en un marco histórico muy particular y similar al caso kafkiano. 

El budismo nace como tal en el norte de la India con el ejemplo de vida del buddha Gotama quién expande su práctica por toda Asia. Pero es en el siglo VI cuando llega a Japón cuando la familia imperial Yamato recibe unos textos y figuras budistas justo con una petición de ayuda militar del reino de Baekje (actual península de Korea). La familia imperial, en un marco de disputas familiares que llevaba 50 años, usa el budismo como medio unificador en la Administración para dar estabilidad al imperio. Este primer acercamiento de la religión budista pasó entonces por intereses particulares de la casa real, pues además del prestigio al que se lo asociaba, en el contexto comercial del continente, el budismo, nos dice Efraín Villamor, había traído prosperidad a muchos reinos. Fue el personaje histórico de dudoso origen Shoutoku quién tradujo del chino los primeros textos sagrados que llegaron a las islas japonesas y también fue el responsable de la escritura de las leyes de la primera Constitución japonesa donde, claro, figura el budismo como pilar del gobierno de la casa imperial. Es por eso que este primeras ramas del budismo se caracterizaban por el misticismo, la liturgia y los rituales como un modo de mantener el estatus social de la familia imperial, es decir, el budismo pasó a ser un asunto de Estado.

Convertida en la religión secreta de los poderosos, el budismo fue custodiado por los monjes, que se convirtieron en funcionarios estatales al servicio del gobierno central […]. Los monjes tenían como misión guardar en secreto las enseñanzas budistas y los escritos sagrados, pues se creía que sus invocaciones tenían el poder sobrenatural de mantener la hegemonía de la familia imperial y de aplacar la ira de los kami[1], las deidades autóctonas de la naturaleza a las que se las culpaba de los abundantes desastres naturales que sufren las islas niponas.

La adopción del budismo por la familia imperial ciertamente trajo un auge económico al reinado, pues la utilización de los monjes budistas como embajadores para formar nuevas alianzas y acuerdos comerciales con los demás países trajo mucha prosperidad al imperio. Por supuesto, este era el fin ulterior y oculto, mientras que el público era la actualización de dichos monjes en los textos sagrados budistas repartidos en todo el continente. Al parecer el uso de la religión como herramienta geopolítica no es patrimonio occidental únicamente. Esta unión de religión-estado, como ya se ha dicho, dejaba afuera al pueblo, cuyos ritos y liturgia eran exclusivos de la familia imperial[2], lo que ocasionó que los temerosos ciudadanos de a pie rindieran pleitesía a su administración sin conocer las «causas» religiosas de tal prosperidad.

En la Era Heian (794-1185) se fundaron dos nuevas escuelas búdicas tras el regreso desde china de los monjes Saichou y Kuokai. De las dos, la escuela Shingon, perteneciente a la rama del budismo esotérico, obtuvo una gran aceptación entre la clase noble porque añadía un gran número de recursos místicos. No es errado pensar entonces en un uso chamánico del budismo monopolizado por las élites, que eran las únicas que podían acceder a él.

Pero la era de prosperidad no podía durar eternamente, y tampoco los desastres naturales, que con asiduidad habían ya golpeado las islas japonesas dejarían de hacerlo más pronto que tarde, es por eso que el mal tiempo volvió nuevamente sobre el imperio japonés.

Las sucesivas guerras y las continuas desgracias que asolaron el país  dejaron al pueblo llano sumido en la desesperación que la existencia era equiparada con el mismísimo infierno. Todas estas desgracias fueron interpretadas como prueba de que las enseñanzas budistas habían entrado en decadencia y se extendió la idea, importada desde el continente, de que el infortunio duraría hasta dos mil años después del buddha Gotama.

El grado de desolación de todos estos desastres fue tal que a mediados del siglo XII el pueblo japonés estaba convencido de haber entrado en un ciclo apocalíptico y con suma rapidez la creencia, típica del medioevo japonés, de que se había llegado al periodo conocido como el «Ocaso del Dharma», se difundió rápidamente. ¿Había fallado la práctica budista del imperio? ¿O era el pueblo el que había fallado precisamente en esta práctica? Pero ¿cómo, en un primer lugar, hubiese el pueblo haber logrado una práctica cuya ejecución desconocía? ¿Es culpa entonces de la realeza? Pero, siendo así, ¿el pueblo debería pagar también por ello?

La vida era un infierno, pero como además el pueblo no podía redimirse, porque no tenía acceso a las enseñanzas budistas, creía que estaba condenado a otro infierno después de esta vida. Estas ideas, que cuajaron en este periodo, aumentaron, aún más si cabe, la impotencia de la población ante una religión que continuaba siendo usada como herramienta de control social.

¿No es esta situación acaso peor que la del pueblo descrito por Kafka? Si bien aquel pueblo es regentado por unas leyes que transforman la condena de su infracción en la angustia por su desconocimiento, todo aquel padecimiento es llano, cotidiano, vivido día a día. En cambio, para el caso del pueblo japonés la sola tortura terrenal no es suficiente, pues les espera nuevos sufrimientos, acaso peores, después de la muerte. Si bien para Kafka, siendo abogado de profesión, e influenciado por toda la cabalística judía, el estatuto de ley transciende lo terrenal y adquiere matices metafísicos y suprahumanos, para el caso del cuento expuesto este no deja vislumbrar nada parecido a una vida posterior a la muerte y, en cambio, el pathos del cuento se perpetúa a través de las generaciones y no así del individuo mismo a nivel espiritual como el caso japonés.

El pueblo kafkiano sufre de ignorancia, mas en ningún punto se especifica si se ha juzgado delito alguno. Usando la misma expresión del cuento, el pueblo vive al filo de la navaja entre el juicio que no llega o que llegará o que se está efectuando en este preciso momento y que es este desconocimiento de todo el tema jurídico el que impide al pueblo saberse juzgado. Un remate divertido que se me ocurre ahora es que la sentencia misma, en caso exista, al no ser comprendida por el pueblo no puede hacerle mal alguno. Para el caso del pueblo japonés el dolor no es sólo metafísico, pues hay guerra, pobreza y desolación. Bajo ese contexto, comprendiendo su desamparo, el pueblo intenta sobreponerse por donde puede, y la religión es un refugio grande para cualquier población siendo más efectiva mientras más humilde sea esta. El negársela al pueblo es quitarle algo intrínseco que les pertenece a pesar de nunca haberlo hecho participe activo de esta. Un pueblo dolido acrecenta su fe en Dios, pero si no se puede llegar a Dios de la manera correcta, con la liturgia correcta, entonces no se es digno de él, y este es el dolor que sufre el pueblo japonés en estas condiciones donde el budismo es usado como control social. Un dolor «místico» y hondo que hace palidecer al físico y mortal.

Posteriormente, en la siguiente era, la Era Kamakura, la clase samurái arrebató el poder a la familia imperial y se cuestionó la orden de ocultación del budismo, y los monjes con acceso a los textos budistas más antiguos llegaron a la obvia conclusión de que el propósito original del budismo no tenía nada que ver con los intereses de ningún gobierno y formaron nuevas escuelas más inclusivas. En ellas todo el pueblo tuvo acceso a sus enseñanzas y el paradigma social y religioso japonés comenzó a cambiar. Quizás si se hubiera tenido presente las enseñanzas primigenias del buddha Gotama todo hubiese quedado más claro, y con ello abarco a todas las vertientes del budismo, pues esta máxima es universal y reza así:

¡Sean felices todos los seres, llenos de paz y seguridad! ¡Sean realmente felices!
¡Oh, qué maravilla! ¡Oh, qué felicidad! Que todos los seres sean felices, que todos estén libres de odio, que todos estén libres de opresión. El que quiera poner el práctica el amor universal que tome esto como fundamento y sea consciente de que su mente está condicionada, así discernirá sobre la interdependencia de los fenómenos, alcanzará la verdad y se convertirá en un buddha.
(Mettāsutta, Sn 145)

La frase «la realidad supera a la ficción» es casi cacofónica debido al abuso de su repetición, y quizás se podría usar esta otra: «la vida imita al arte», pero ambas son subterfugios para no querer advertir un pensamiento recurrente, que aparentemente la ficción se está quedando sin temas nuevos, pero aunque no creo que sea el caso ¿acaso importa? Una nueva generación nace ignorante de todo lo que conoció la anterior, y una vida, mucho me temo, no da abasto para aprender ni siquiera todo el aporte de la anterior, y ello sin contar las diversas mixturas de la generación actual en base a lo ya trazado. Es improbable que Kafka haya sabido de antemano esta particularidad de la historia del budismo en Japón, pero las historias, ficticias o reales, son caprichosas cuando se tiene el tiempo suficiente para cotejar similitudes o cuando el puro azar ayuda a encontrarlas tal como pasó conmigo. Un pueblo que sufre las desgracias del incumplimiento de los preceptos de una religión que desconoce y, sin embargo, rige su destino no es distinto de otro gobernado por leyes sólo conocidas por la aristocracia y que, no obstante, rigen su día a día. Tal vez el único pecado, la única ilegalidad, sea la ignorancia.

Notas

[1] Esto modo de pensar en cuanto al poder la palabra como divinidad, en cuanto a la invocación de palabras (mantras) sagradas cuya pronunciación ha de ser resguarda es una herencia de los antiguos vedas que la vertiente hindú del budismo asimiló.

[2] La religión autóctona, el sintoísmo, repudia cualquier contacto con la muerte, por lo que todos los ritos fúnebres de los integrantes de la familia imperial eran llevados a cabo por los monjes budistas.

Bibliografía

  • Frank Kafka – Cuentos Completos (Textos Originales). Valdemar Clásicos, traducción de José Rafael Hernández Arias.
  • Fábulas Budistas – Veinte Jatakas. Efraín Villamor Herrero.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS