LOS ÚLTIMOS GUARDIANES DE ELTARION

LOS ÚLTIMOS GUARDIANES DE ELTARION

fran

13/11/2025

Eltarion era una joya verde perdida entre los soles del sector Antares. Bosques cantores, campos de flores que se cerraban con la luna y valles que parecían pintados a mano por una artista que los había soñado. Pero su belleza tenía un precio: el Corazón Vivo, un manantial secreto que brotaba del centro mismo del planeta, capaz de otorgar fuerza, agilidad y conexión con la vida misma. En los Valles de Estrella Verde, ocultos entre las laderas, una aldea resistía con astucia y barro los avances de la Confederación de Hierro. No tenían armas láser, ni flotas, ni satélites. Tenían a Tirkan, ágil como un pez en el río, y a Broxan, tan fuerte que puede alzar una cosechadora con una sola mano. Y también contaban con Zarik, su sabueso, con más lealtad que todos los perros de guerra de la galaxia juntos. El amanecer comenzó con la risa de los niños y el canto de las trenzadoras, mujeres que tejían para hacer cuerdas resistentes al clima y al olvido. Una de ellas, Ilyra, no hablaba mucho, pero sus manos podían calmar a un animal salvaje o trazar mapas invisibles en el viento. Era ella quien enseñó a Tirkan a moverse sin ser visto y a Broxan a no aplastar las flores cuando caminaba.

Ese día, como tantos otros, el buen olfato de Zarik alertó: mecas enemigos en camino. “¡La Confederación otra vez!”, ladró el sabueso, parando sus orejas. “¿Tocan a la puerta o entran por la cocina?”, preguntó Tirkan, ya preparando una trampa con cáscaras resbalosas de fruta.

Broxan cargó un saco de estiércol, sonriendo: “Nada como la cosecha para darles la bienvenida”.

Los drones cayeron uno tras otro. Uno se hundió en un pantano disfrazado de campo con hojas; otro explotó al pisar una “piedra” que era en realidad una calabaza fermentada; otro más huyó al verse rodeado de dibujos de monstruos gigantes hechos por los niños de la aldea. Draxtil, quien dirigía la partida, gritaba en su canal: “¡Esos pueblerinos otra vez!”.

Pero la amenaza real llegó desde el cielo. El Coloso Delta, un arma viviente, titánica, mitad metal, mitad horror, flotaba en la órbita baja. Esta vez no era un simple ataque: era exterminio. Mientras los aldeanos preparaban la fiesta de la Cosecha del Corazón, Zarik ladró ante las señales del enemigo: activación del Coloso en dos ciclos solares. “No hay tiempo para danzas”, dijo Tirkan. “Vamos a la boca del monstruo”.

Con trajes robados y un transporte disfrazado de nave de carga, el trío se infiltró en el Coloso. Nadie notó su presencia… hasta que un robot de protocolo con bigote les impidió el paso. “Permiso 11-C, formulario sellado, firma del administrador…”

“¡Este es el administrador!”, gritó Broxan señalando a una inocente oveja que habían traído para distraer sensores. El robot, confundido, los dejó pasar.

En la sala del reactor, destrozaron todo, saboteando las máquinas. Tirkan saltaba entre conductos, Zarik transmitía códigos falsos y Broxan… se encontró de frente con el Coloso. “Te pareces a mi tío, pero más feo”, murmuró antes de usar un martillo improvisado.

Fue todo un caos. Zarik lanzó redes y arrancó tuberías, Broxan aplastó válvulas, y Tirkan, colgado de un cable, logró mover palancas: ahora veía a los soldados de la Confederación como enemigos naturales.

El titán rugió, se volvió contra sus propios creadores. Draxtil apenas escapó, atrapado por un dron de limpieza que lo arrastraba por los pasillos. “¡Volveréeee!”, gritaba, perdiéndose en un túnel de ventilación.

Cuando todo terminó, la estación se autodestruyó en una explosión. De regreso al Valle, los aldeanos danzaron, cantaron, compartieron pan y néctar.

Ilyra, desde su rincón, tejía nuevas sogas. Tirkan se le acercó. “¿Qué harías si vinieran más?”, preguntó él. “Lo mismo que tú”, dijo ella, “vivir y resistir con alegría”.

El sabueso fue nombrado “Guardián Honorario del Corazón” y se le colocó una corona de parra. Broxan bailó hasta caer rendido, y Tirkan observó las estrellas.

En el cielo, una nueva nave brillaba.

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