Se lo comieron los gatos…

“El eco, la carne y el amor”

No escribo por nostalgia ni por gloria.
Escribo porque algo en mí se niega a disolverse del todo.
Quizá sea esa antigua soberbia genética de la especie,
ese maldito gen egoista del que hablaba dawkins,
el impulso que nos empuja a dejar huella,
a perpetuar una idea, una voz, una vibración,
aunque el cuerpo ya no esté para sostenerla.

Nunca tuve hijos,
tal vez un par de gatos —que, si la suerte o la ironía así lo deciden,
espero se coman mis restos cuando ya no esté—.
O quizá eso sea solo mi macabro sentido del humor.
Porque también podría pasar lo contrario:
tal vez aún me quede vida después de esto que escribo,
tal vez encuentre una buena mujer,
forme una familia, adopte un perro,
viva en un buen lugar y muera rodeado de amor y risas.
O no.
Qué demonios.

Lo cierto es que esto —estas palabras— son mi catarsis.
Un intento de estructura en medio del caos.
Una diarrea mental, una verborrea sagrada.
Esto es ser humano: pensar demasiado, amar demasiado,
reír en medio del miedo y escribir como si eso fuera suficiente.
Duele, sí, pero no quisiera nada más.
Tal vez sea masoquismo,
o tal vez sea solo la forma más digna que tengo de existir.

He pensado mucho en Coco, esa idea que dice
que solo morimos cuando ya nadie nos recuerda.
Y me pregunto quién encenderá mi vela
cuando los que me amaron se marchen al plano primordial.
Tal vez nadie.
O tal vez alguien —tú, lector improbable—
que al abrir este cuaderno
sienta, por un instante,
que este hombre que pensó demasiado también supo amar.

Porque sí, amé.
A veces con fuego, a veces con miedo,
a veces como quien se quema por curiosidad,
y otras como quien se sienta frente al mar a esperar la marea.
Con el tiempo, el amor dejó de ser un incendio
para volverse océano.
Un mar calmo donde el alma puede reposar.
Amé o amo —dependiendo del punto del tiempo donde me leas—,
pero lo hice con la misma intensidad con la que se mira una galaxia:
sabedor de su belleza y su lejanía.

Amé a quien debía y a quien no,
amé la voz humana y el canto del cenzontle,
amé el olor de la tierra después de la lluvia
y los silencios en los que el mundo se detiene.
Porque hay momentos —pocos, sagrados—
en que el hombre puede apagar su cerebro
y dejar de pensar con esa violencia estelar
que expande y comprime su universo interior
en explosiones de galaxias que luego implosionan otra vez.
En ese instante sin ruido, en ese latido suspendido,
he encontrado algo parecido a la eternidad.

No aspiro a ser recordado como un santo ni como un mártir.
Prefiero ser recordado como uno de esos hombres que dudaron:
Einstein ante el misterio,
Bukowski ante el vaso vacío,
Cortázar frente a un reloj detenido.
Todos ellos buscando sentido en lo absurdo,
como yo, que solo intento no quedarme inmóvil.
Intento ser, en el sentido nietzscheano, un Übermensch:
no un dios, sino un ser humano que se atreve
a salirse de las rutas predecibles de la especie.

No traje un hijo a este mundo,
pero tal vez cada lector que encuentre algo de sí en estas páginas
sea mi forma de descendencia espiritual:
un eco del ADN que no viaja por sangre, sino por pensamiento.
Si alguna frase mía logra habitar un rincón de tu memoria,
aunque sea por un instante,
habré vencido al olvido,
y mi amor —por la vida, por el silencio, por ti—
habrá encontrado su permanencia.

Así empieza este cuaderno:
no como epitafio,
sino como una breve insurrección contra la nada.
Una forma de decirle al universo,
con la voz del hombre que amó demasiado y pensó más de lo que debía:
todavía estoy aquí.

Y cuando pregunten qué fue de mí…
di simplemente: “se lo comieron los gatos.”

Entre el don y la condena (o pensamiento en modo “loading…”)

Esto que tengo —esto que soy— no es un don.
Pero también lo es.
No hay blanco ni negro,
solo una infinidad de tonos grises que se mezclan y se contradicen como yo.
La verdad, lo sé, es solo cuestión de perspectiva:
una moneda girando entre la luz y la sombra,
mostrando cara o cruz según quién mire y desde dónde.

Desde niño sentí que mi mente se sobrecalentaba.
Pensaba tanto que temía que un día empezara a salir humo por mis oídos,
como una vieja computadora en colapso.
Y quizá no estaba tan equivocado:
a veces siento que vivo en “modo carga perpetua”,
en ese loading eterno donde las ideas giran sin llegar nunca a destino.

Me pasa con todo: con las decisiones, los amores, las palabras.
Empiezo a construir una conclusión
y en lugar de llegar a ella,
abro una puerta lateral,
y detrás hay otra, y otra más,
y al final regreso al punto de partida,
pero con más preguntas que al inicio.
No es que no pueda decidir;
es que mi mente se rebela ante el cierre.
Quiere incluir todas las variables,
todos los matices,
todas las causas posibles.
Y en esa búsqueda infinita,
la realidad se vuelve borrosa,
y yo también.

A veces pienso que soy como esos algoritmos que nunca terminan su cálculo,
porque el universo que intentan descifrar no cabe en una ecuación.
Y sin embargo sigo insistiendo,
porque mi curiosidad no sabe rendirse.
Recojo pedazos de información, fragmentos, rostros, sonidos,
tratando de armar el “bigger picture”,
como dicen los gringos,
aunque cada pieza que coloco abre un hueco nuevo.

Soy un ensamblador de caos,
un editor de pensamientos inconclusos que aún así buscan sentido.
Y puede que ese sea mi error o mi virtud:
creer que todo importa y nada a la vez.
Porque, al final, sí, todo tiene peso,
pero también todo se disuelve con el tiempo.
El mundo sigue, y yo sigo aquí,
pensando en por qué pienso tanto.

Y cuando escucho a Los Prisioneros cantar “siendo estúpido serás feliz”,
no puedo evitar reírme.
Tal vez ellos tenían razón.
Tal vez la felicidad sea una forma de no pensar.
Pero qué quieres que te diga:
yo nací con hambre de mente,
con lujuria por entender.
Y aunque este cerebro se recaliente,
aunque nunca termine de cargar,
prefiero seguir aquí,
girando entre grises,
en el borde exacto entre la lucidez y el delirio,
sabiendo que no llegaré a ninguna conclusión…
y aún así disfrutando el proceso.

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