Lo primero fue la oscuridad. No la oscuridad serena de la noche, sino una negrura pesada, húmeda, que olía a tierra mohosa, a orín rancio y a algo dulzón y nauseabundo que no logró identificar. Emaecilda –aunque ese nombre aún no significaba nada para la conciencia que luchaba por emerger– abrió los ojos sin ver. Solo sentía: el frío del suelo de tierra apisonada bajo su espalda, la aspereza de una manta áspera sobre su piel desnuda, y un peso inmenso, como si su cuerpo no le perteneciera.
Un dolor punzante en la sien le hizo entrecerrar los párpados. Destellos de memoria, caóticos y fragmentados, la asaltaron. El balanceo de una cubierta de madera, el olor a sal y resina. Gritos. El brillo de un acero bajo la luna. El rostro aterrado de su hermana pequeña, Shimano, sus manos aferrándose a su túnica. Luego, un dolor frío y penetrante en el costado, la sensación de ahogarse en agua salada y oscura… El recuerdo se desvaneció tan rápido como había llegado, dejándole solo un eco de pánico y una confusión más profunda.
Intentó moverse, pero sus miembros respondieron con una lentitud exasperante, pesados como si estuvieran hechos de plomo. Un zumbido persistente llenaba sus oídos. Tragó saliva, intentando humedecer una garganta áspera y seca, y quiso hablar, preguntar dónde estaba, pero de sus labios solo salió un sonido ronco y quebrado, ininteligible incluso para ella.
De la penumbra, surgieron figuras.
Tres siluetas se recortaron contra la débil luz que filtraba una escalera de madera, al fondo del sótano. Uno era un hombre viejo, calvo y con una chepa pronunciada que deformaba su espalda. Los otros dos eran colosos, armarios humanos con rostros duros y expresiones vacías. No pronunciaron palabra. El hombre viejo hizo un gesto con la cabeza y los dos gigantes se abalanzaron sobre ella.
Ema gritó, o al menos lo intentó, pero solo un gemido débil escapó de su garganta. Sus manos, débiles y torpes, se aferraron al aire mientras los brazos como troncos de los hombres la agarraban con brutal eficacia. Sus dedos se cerraron alrededor de sus brazos con una fuerza que prometía moretones, y la levantaron del suelo como si no pesara más que un fardo de paja. La resistencia que opuso fue instintiva, feroz, pero completamente inútil. Pataleó y se debatió, pero era como forcejear contra estatua de piedra.
La arrastraron fuera del sótano, subiendo por la escalera que crujió bajo su peso combinado. Al arribar, la luz de unas antorchas enclenques clavadas en la pared la cegó momentáneamente. El lugar era un pasillo estrecho y largo, con paredes de piedra desconchada y un suelo de tablones sucios.
Mientras la llevaban a rastras, su visión, aún nublada, captó imágenes fugaces. Una joven con un vestido sencillo y un cubo de agua, que apartó la mirada con rapidez. Otra, con enaguas y un corpiño ajustado, apoyada en una jamba, observándola con una curiosidad vacía, casi bovina. Olores contradictorios la asaltaron: el del jabón barato, el del sudor, el de perfumes empalagosos y el de sexo rancio. Un murmullo de voces y risas lejanas llegó a sus oídos, pero las palabras eran tan incomprensibles como el zumbido en su cabeza. Nada tenía sentido. ¿Estaba en una posada? ¿Una fortaleza?
Finalmente, los hombres la empujaron a través de una puerta y la arrojaron al centro de una habitación. Esta estancia era diferente. Más limpia, aunque no por ello menos opresiva. Una alfombra gastada cubría parte del suelo de madera. Había un escritorio con papeles, un arcón cerrado con candado y, en una pared, una chimenea donde crepitaba un fuego vivo. El calor era casi agresivo después del frío del sótano.
Frente a ella, sentada tras el escritorio con una postura rígida, había una mujer vieja. Era bajita, de rostro surcado por una miríada de arrugas y con el pelo blanco recogido en un moño tan tenso y perfecto que parecia estirarle la piel de las sienes. Sus ojos, pequeños y brillantes como cuentas de obsidiana, la observaron con una frialdad que heló la sangre en las venas de Ema. Esta, sin duda, era la dueña de aquel lugar.
Ema abrió la boca de nuevo. «¿Dónde estoy? ¿Quiénes son? ¿Qué quieren de mí?». Las preguntas bullían en su mente, pero su voz seguía negándose a obedecer. Solo un jadeo ronco y desesperado salió de sus labios.
La mujer vieja no dijo una palabra. Su mirada se desvió hacia la chimenea. Con movimientos pausados y ceremoniosos, se levantó y se acercó al fuego. De entre las brasas, extrajo una vara de metal con un mango de madera. En su extremo, un símbolo geométrico y tosco –un óvalo atravesado por una línea quebrada– brillaba con un color naranja incandescente.
El corazón de Ema se encogió de terror. Intentó retroceder, forcejar de nuevo, pero los dos colosos la sujetaron con firmeza implacable, inmovilizando su brazo izquierdo contra el suelo.
La mujer se acercó, el hierro al rojo vivo crepitando en el aire. Sus ojos no reflejaban crueldad, solo la fría practicidad de un granjero que marca su ganado. Ema gritó, por fin un sonido desgarrado y lleno de pánico que estalló en la habitación, pero fue ahogado por la mano callosa de uno de los hombres sobre su boca.
Luego, el mundo estalló en una agonía blanca y absoluta. El dolor, agudo y penetrante, le quemó la piel, la carne, y le llegó hasta el mismo hueso. Un chasquido sibilante y el olor nauseabundo de su propia carne chamuscada llenaron sus sentidos. Sus músculos se tensaron en un espasmo involuntario, y la oscuridad, esta vez misericordiosa, se la tragó de nuevo, pero no antes de que la imagen del hierro humeante presionando sobre su piel quedara grabada a fuego, no solo en su carne, sino en
su alma recién despertada.
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