El susurro de la pluma sobre el pergamino habría sido el único sonido en la estancia, de no ser por el crepitar sosegado de la leña en la chimenea. La biblioteca privada de la Orden de la Aurora era un refugio de silencio y solemnidad, con estanterías de ébano que se perdían en la penumbra del techo alto y tapices que narraban hazañas de heroínas cuyos nombres el tiempo había convertido en mito. La luz del atardecer, tamizada por los altos ventanales de vidrio emplomado, se derramaba en largos haces dorados que iluminaban el polvo de siglos danzando en el aire quieto.
Y en el centro de aquella paz, sentada frente a mí, estaba ella.
La Caballera de Honor Emaecilda, la que el pueblo llamaba el «Trueno Imbatible».
Mi corazón, un órgano anciano que había latido a través de los largos siglos de vida que concede ser Aru, palpitaba con un nerviosismo que no sentía desde mi juventud. No era solo la majestuosidad del lugar, ni el peso de la tarea que se me había encomendado: escribir la biografía de una leyenda viva. Era la presencia misma de la mujer que tenía ante mí. No era una Aru, y sin embargo, su aura poseía una cualidad tangible, una serenidad poderosa que parecía llenar el espacio.
Su armadura, de acero bruñido con vetas de un metal más claro que parecía retener la luz del crepúsculo, no era la de los desfiles ostentosos. Estaba marcada por las batallas, con finas cicatrices que surcaban su peto y sus hombreras como un mapa de sus sacrificios. Justo en el centro de su pecho, sobre el corazón, el símbolo de la Caballería de Honor —un sol naciente entrelazado con una espada y una rama de olivo— brillaba con una suave luz interior, como si albergara una estrella diminuta. A su lado, sobre la mesa de roble macizo, reposaba su yelmo, coronado por alas elegantes y extendidas que parecían listas para alzarse en cualquier momento.
Su pelo rojo, largo y lacio como una cascada de cobre, contrastaba vivamente con su piel clara. No era una mujer alta, su estatura era casi modesta, pero una fortaleza tranquila emanaba de su postura. Sus ojos marrones, cálidos y profundos, me observaban con una amabilidad que desarmaba toda la solemnidad del momento. Al mover el brazo para acomodarse, noté en su antebrazo izquierdo una marca grabada a fuego, el sello inconfundible de un burdel. La llevaba con una naturalidad que hablaba de una paz interior inquebrantable, sin rastro de vergüenza por un pasado que, sin duda, había sido humilde y doloroso.
—Señora… —comencé, limpiándome las manos con un pañuelo de seda—. Es un honor que trasciende cualquier palabras. Soy Emilia, y me han concedido el inmenso privilegio de ser su biógrafa. Es la primera vez que se me encomienda una tarea así. Las Caballeras de Honor no son… comunes.
Una sonrisa suave se dibujó en sus labios. —El honor es mío, maestra Emilia. Y por favor, llámeme solo Ema. Es el nombre que he elegido, el que mejor me define.
Asentí, anotando la petición con mano ligeramente temblorosa. «Ema». Tan sencillo, tan terrenal, para una figura que había derrotado a Ragnarok, una amenaza que hizo temblar los cimientos del Imperio. El pueblo la aclamaba como el símbolo viviente de la justicia que tanto anhelaban, un recordatorio de que los valores que cantaban las viejas historias de caballería —aquel ideal de valor, humildad y defensa de los débiles que nos narraban de niñas— podían encarnarse en una persona de carne y hueso.
—Comprendo, Ema —dije, probando el nombre. Sonaba bien, honesto—. Antes de comenzar, debo ser transparente. He hablado con varias de sus camaradas de la Orden, con oficiales de la Administración Mercenaria del Sur… incluso con algunos de los gremios de Elea. Sus relatos han influido en las preguntas que traigo hoy. Pero quiero que sepa que todo lo que se escriba en estas páginas será solo lo que usted desee que se escriba. Mi pluma está a su servicio.
Ella inclinó ligeramente la cabeza, y el fuego chispeó en su armadura. —Aprecio su discreción, maestra Emilia. Pero mis hermanas y yo… hemos llegado a un acuerdo. Puede poner todo lo que le cuente. No hay nada que deba ser ocultado. Al menos, no ya.
—Muy bien —susurré, sintiendo la magnitud del momento—. Sus palabras son un tesoro de confianza. He oído… he leído los informes sobre la campaña final. Sobre su victoria frente a… Ragnarok. La gente no conoce los detalles, solo el resultado. Y ese resultado le ha granjeado un lugar entre las más grandes heroínas de nuestra historia.
Ella no se envalentonó ni buscó falsear humildad. Asintió con sencillez, sus ojos marrones perdidos un instante en las llamas. —Fue el esfuerzo de muchos. Yo solo fui el instrumento.
Esa era la esencia de ella. La razón por la que su figura resonaba con tanta fuerza. No era solo una guerrera poderosa; era un faro de los ideales que el Imperio, en su complejidad y su burocracia, a menudo olvidaba. Traía a la memoria a las protectoras de las viejas epopeyas, aquellas que defendían la paz con la espada y la justicia con compasión.
—Entonces, Ema —dije, posando la pluma y mirándola a los ojos, con toda la admiración que una Aru como yo podía profesar hacia alguien que había trascendido su propio origen para convertirse en un mito—.
Cuéntenos cómo llegó aquí.
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