Por LuFer
Nos
diste un reloj hecho de estaciones, y lo llenamos de humo.
Nos
ofreciste un calendario de amaneceres, y lo reemplazamos por relojes de pulso
que laten sin corazón.
Nos
diste tiempo para contemplarte, y lo gastamos en construir jaulas que llamamos
progreso.
Hoy,
Madre Tierra, no escribo para alabarte, sino para pedirte disculpas.
No
sé si el perdón tiene sentido cuando el daño es tan profundo,
pero
tal vez, como todo lo que vive, el perdón también necesite sembrarse.
Porque
tú nos diste todo.
Nos
diste la sombra de los árboles cuando el sol dolía,
el
pan silencioso de las raíces,
la
lluvia que no pidió recompensa.
Y
a cambio, nosotros te talamos los pulmones,
te
hicimos respirar veneno,
y
sobre tu piel construimos templos para adorar al dinero.
Nos
diste océanos para escuchar el eco de Dios,
y
los llenamos de plástico.
Nos
diste montañas para aprender la paciencia,
y
las dinamitamos buscando oro.
Nos
diste fuego para sobrevivir a la noche,
y
lo usamos para quemar tu memoria.
Perdónanos
por la prisa.
Por
creer que el tiempo era nuestro.
Por
confundir el sonido del reloj con el del corazón.
Porque
mientras tú giras en silencio,
nosotros
te aceleramos para sentirnos eternos.
Pero
el tiempo —ese juez que nunca olvida—
sabe
que cada segundo robado se convierte en deuda.
Hoy
el cielo se cubre de nubes que ya no son inocentes,
los
ríos arrastran botellas que no saben flotar,
y
el viento carga cenizas que nunca fueron fuego.
Todo
lo que toco parece cansado,
como
si el mundo respirara con dificultad.
Nos
advertiste con sequías y huracanes,
pero
no escuchamos.
Te
partimos en mapas y te vendimos en parcelas,
como
si alguien pudiera apropiarse del infinito.
Nos
acostumbramos a comprar el aire,
a
medir el agua,
a
pedirle permiso al dinero para mirar el mar.
No
sé si aún me oyes,
pero
quiero que sepas que algunos todavía recordamos.
Recordamos
el olor de la tierra mojada,
el
tacto tibio de las piedras,
el
lenguaje del trueno que no juzga,
solo
avisa.
Recordamos
que antes de tener patria, tuvimos suelo.
Y
que el primer templo del hombre fue tu sombra.
Una
noche, mientras el viento golpeaba las ventanas,
creí
escuchar tu voz.
No
hablaba con palabras, sino con pausas,
con
ese silencio que tiene el peso de lo eterno.
—No
te odio —dijiste—.
Solo
me duele verte olvidar lo que eras cuando aún escuchabas el viento.
Entonces
comprendí que tu castigo no era el fin del mundo.
Tu
castigo era el olvido.
Esa
incapacidad nuestra para escuchar la lluvia sin pensar en el tráfico,
para
mirar el fuego sin tomar una foto,
para
sentir la tierra sin buscar una excusa.
Perdón,
Madre Tierra,
por
los hijos que nunca aprendimos a quedarnos quietos.
Por
los que talaron tu corazón para medirlo en madera.
Por
los que vendieron tu piel como si fuera mercancía.
Por
los que olvidaron que el suelo no es un derecho,
sino
una confianza.
Y,
sobre todo, perdónanos por hacer del tiempo una moneda.
Por
cambiar el milagro de existir por la urgencia de producir.
El
reloj sigue marcando la deuda:
cada
tic es un árbol,
cada
tac, un río.
Y
cuando el reloj se detenga,
no
será por justicia,
sino
por cansancio.
Aun
así, hay esperanza.
Porque
todavía germinan flores en el cemento,
todavía
los pájaros ensayan canciones que no necesitan público,
todavía
hay niños que juegan en la lluvia sin miedo a enfermarse.
Y
mientras quede uno solo que mire el horizonte con gratitud,
habrá
tiempo.
Hoy
te escribo no para pedir milagros,
sino
para ofrecer silencio.
El
silencio que cura,
que
recuerda,
que
escucha.
Quizá
sea tarde para empezar de nuevo,
pero
nunca es tarde para detenernos.
A
las 3:17, cuando el reloj interior hace su pausa,
prometo
mirar el cielo y no medirlo.
Prometo
tocar la tierra y no poseerla.
Prometo
escuchar el viento sin interrumpirlo.
Y
si alguna vez la humanidad te olvida del todo,
prometo
que alguien —en algún lugar—
seguirá
escribiendo tu nombre en la arena
antes
de que llegue la marea.
Porque
tú no necesitas palabras, Madre.
Eres
el verbo más antiguo que existe.
El
único que el tiempo no ha logrado conjugar.
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