El reloj de arena descansaba sobre la mesa como un testigo indiferente del transcurrir. Sus granos caían con cadencia lenta, hipnótica, dibujando un murmullo invisible que se adhería a las paredes. No era un objeto ordinario: cada vez que lo giraba, la luz en la habitación se oscurecía apenas, como si el tiempo que caía en su interior drenara la vida que lo rodeaba.
Al principio, pensé que era sugestión. Pero pronto descubrí las sombras. Entre cada grano que descendía, se formaban siluetas diminutas, espectros atrapados que agitaban los brazos en silencio, implorando ser liberados. Con cada giro de la clepsidra, se multiplicaban. Las veía amontonarse, deformes, en el fondo de cristal, como condenados al abismo de un segundo eterno.
La obsesión me consumió. Pasaba noches enteras observando el fluir de la arena, convencido de que en esas sombras había algo más que figuras pasajeras. Una madrugada, una de ellas giró el rostro. No era un espectro difuso: tenía mis facciones, mis ojos, mi boca, pero distorsionados por la desesperación. Comprendí entonces que aquella clepsidra no mostraba fantasmas ajenos, sino las fracciones de mi propia vida que se escapaban sin retorno.
El horror no terminó ahí. Cada sombra se desdoblaba en los días siguientes. Una tos que no recordaba tener, un cansancio que no podía justificar, la sensación de haber vivido escenas que nunca pasaron. Era como si la clepsidra estuviera despojándome de mis futuros posibles, enterrándolos en ese vidrio transparente.
Una noche me atreví a romperla. Golpeé el cristal contra el suelo y la arena se derramó como un río de plata. Pero las sombras no se extinguieron. Al contrario, se levantaron, libres, proyectándose por toda la habitación como columnas de humo viviente. Una de ellas me susurró al oído con una voz idéntica a la mía:
—El tiempo nunca se rompe. Solo se multiplica.
Desde entonces, cada espejo refleja no uno, sino varios de mis rostros. Y en cada reflejo hay una clepsidra que gira sola, alimentada por un tiempo que ya no me pertenece.
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