Último día. Hay más gente que en toda esta semana. Familias con chicos, parejas, madre e hija, supongo, disfrutando de unos días de tranquilidad y despejando del ruido.
“Mamá, es lindo”, exclama el bebé junto a su madre mientras charla con la recepcionista. Claro que es lindo, ¿a quién no le gustaría estar un tiempo largo en un lugar así?
Hay quienes eligen desayunar en un sector más alejado, al aire libre, lejos del ruido ambiente. Hoy no me afecta, el ruido ya está en la cabeza, junto a la ansiedad que quiere avanzar y yo no le doy permiso. Aún estoy, todavía me quedan unas horas de tranquilidad. Aún estoy entre dormida y despierta, y maravillada de lo que mis ojos ven. Estos días, este momento es un pequeño sueño del que aún no quiero despertarme.
El hombre, de remera blanca, elige alejarse de su familia un rato. Todos necesitamos alejarnos un rato del ruido, de la gente, de nosotros entre lo rutinario. Es urgente. 
Es necesario.
Una mesa de símil mimbre oscuro bajo una galería con techo de listones deja pasar la luz de la mañana. En la mesa, un café con espuma, un vaso con jugo de naranja, una copa con frutas frescas y otras cosas dulces distribuidas en la bandeja. Al fondo, el jardín verde se abre hacia una vista de las sierras y árboles iluminados por el sol. El aire parece quieto, tibio, y se respira calma, esa calma que sólo existe cuando el día recién empieza y todavía nadie te necesita. Pocos despertaron.
La gente va y viene, sonríen. La vida de vacaciones parece ser más feliz. Creo que elegí bien. Creo que viviría viajando.
Aunque, como todo, después te acostumbrás, el encanto se pierde, forma parte de lo diario y te acostumbras… aunque algunos digan que no. Es normal. Lo hablaba con el taxista que me trajo de la ciudad al hotel mientras mis pies no daban más de recorrer varios km a pie.
Alguien se habría tirado al lago, pero al parecer era algo bastante “habitual”. Estaba la calle cortada y ahí empezó la charla. De la gente, los viajes, los trabajos, los acostumbramientos… como todo. Somos animales de costumbre, eso no se olvida.
A mí me aterra la quietud. El no soñar, el no jugar. Porque al fin y al cabo, todo es un poco eso. Jugar con las piezas que se nos van presentando, para armar el rompecabezas que queremos. El final es eso… el proyecto terminado.
A unos les llega un rompecabezas con más o menos piezas… y ahí es ver qué hacer con ellas. Es dedicar tiempo y elegir con quién. “Pasar el rato” ordenando las piezas para que encajen y terminar el juego. Como cuando armás uno de verdad, vas dando tu tiempo, esfuerzo, unión, comunicación y trabajo en equipo para que, al final, admiremos el producto final y nos sintamos orgullosos del camino recorrido.
Una pareja que vino a desconectarse no puede hacerlo. Desayunan juntos, pero solo están físicamente. Se distinguir cuando realmente sus cabezas están en otro lugar. Ella se la pasa enviando mensajes de audio a la familia, al trabajo; mientras él, sin saber bien qué hacer, mira su entorno y finalmente se une a la desconexión parental, y conecta con otros. Otros que no están ahí, están en sus rutinas, en sus trabajos, en otro lugar. No ahí. No con ellos.
Y yo, observo. Porque a veces me veo en ese lugar, porque intento no ser esa mujer y porque quiero seguir aprendiendo a tener tiempo de calidad cuando decidimos escapar de lo que nos apura, de lo rutinario. Al fin y al cabo es una elección.
Si no existe disposición de aprovechar los ratos de ocio, de aburrirse, de pensar, entonces es mejor dejar de lado la idea de planificar momentos de soledad en lugares que invitan a la desconexión. Quizás no sea irse lejos, sino poder quedarse. Poder estar en un mismo lugar sin que la cabeza busque escaparse hacia lo pendiente, lo no dicho, lo que falta. Tal vez sea eso: no necesitar más nada que el silencio, el sol tibio que te abraza la piel y el sonido de una taza que se apoya despacio sobre el plato.
A veces me pregunto si no será que vivimos tan apurados por hacer, que nos olvidamos del simple acto de estar. Nos pasamos la vida completando listas, cumpliendo, tachando. Y cuando, por fin, llega un rato de calma, no sabemos qué hacer con él. Nos incomoda. Nos exige algo distinto: presencia.
Hoy el aire huele a tostadas, café y a pasto recién cortado. El sol se filtra entre las maderas del techo y dibuja líneas sobre la mesa. Pienso que así deberían ser los días: una trama de sombras y luz, donde lo importante no sea el contraste, sino el equilibrio. Quizás eso sea lo que vine a buscar sin saberlo: un modo más liviano de estar presente. De ser. Un ritmo que no dependa del reloj ni del ruido ajeno. Un espacio interno donde el tiempo no corra, sino que acompañe.
Que me abrace.
Miro el paisaje y entiendo que el descanso no está en el lugar, sino en la decisión de habitarlo. Y mientras el café con leche se enfría y la pulpa del jugo de naranja se concentra al final del vaso, me descubro en pausa, sin urgencias, con el cuerpo quieto y la mente por fin en el mismo lugar.
Intento.
El silencio se vuelve compañía. Una compañía agradable. Y pienso que tal vez la vida sea eso: una sucesión de intentos por volver a uno mismo, aunque haya que perderse un poco en el camino.
 
         Mientras el café se enfría
                                    Mientras el café se enfría                                
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